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Todo da lo mismo

Cien mil pelucas plateadas que caen del cielo

14/02/2021 - 

VALÈNCIA. “Recuerda que aquí soy yo la única mujer que no está loca”, le dice Valerie Solanas a la Narradora de La facultad de los sueños. Si una frase puede condensar la intención de una obra, ninguna mejor que esta para aproximarse a la novela de Sara Stridsberg. Hasta que comencé a leerla, Solanas no era para mí más que un personaje antipático que en junio de 1968 intentó asesinar a Warhol. La fantasía literaria que ha construido Stridsberg alrededor de la vida de un personaje tan infame como poco explorado le confiere, más de medio siglo después de que cometiera aquella barbaridad, la humanidad que los medios, la Historia y la consiguiente acumulación de clichés le negaron sistemáticamente. La compositora de vanguardia Pauline Oliveros compuso en 1970 una pieza titulada To Valerie Solanas and Marilyn Monroe in recognition of their desperation (Para Valerie Solanas y Marilyn Monroe en reconocimiento a su desesperación). En el caso de Solanas, la desesperación de ser ignorada y ninguneada la llevó a disparar contra aquel a quien despreciaba. Lo hizo también convencida de que así saldría en los periódicos y los noticiarios y su obra obtendría al fin la atención necesaria. Lo primero no deja de ser un acto de odio llevado hasta sus últimas consecuencias, algo absolutamente inaceptable (de lo contrario, asistir a una reunión de propietarios podría volverse algo mucho más peligroso de lo que ya es). Lo segundo, desgraciadamente, se hizo realidad y Solanas se hizo popular por haber intentado matar a un famoso.

Para cualquier estudioso de Lou Reed o de Warhol, Solanas es ante todo la chiflada que un buen día salió del ascensor de la Factory dispuesta a usar su revólver. Disparó tres veces contra Warhol -sólo acertó un disparo-, contra el crítico de arte Mario Amaya y cuando intento disparar también a Fred Hughes, responsable de los negocios del artista, el arma se encasquilló y se fue. Ya en el quirófano, Warhol fue declarado clínicamente muerto, pero tras un minuto y medio de masajes cardíacos, los médicos consiguieron resucitarle. Tras pasar semanas en estado crítico, sobrevivió, aunque el terror ante lo vivido cambiaría para siempre su vida (el fotógrafo y encargado de la Factory Billy Name declaró que, a pesar de todo, su maestro murió ese día). Las secuelas del tiroteo propiciarían la operación de vesícula que, en 1987, y debido a una negligencia médica, terminó por aniquilar al artista. Solanas moriría un año más tarde en un completo estado de abandono y enajenación. En cierto modo, ella abrió la veda del ajusticiamiento público del famoso, que alcanzaría su cumbre con el asesinato de Lennon a manos de Mark Chapman. A este último el mundo jamás le perdonará su crimen. Solanas simplemente quedó relegada al nivel de chiflada (en cierto modo, Warhol, extravagante y homosexual también era contemplado con esa condescendencia) porque era mujer, lesbiana, feminista, y por haber firmado un manifiesto titulado SCUM, cuyo acrónimo significaba Sociedad para eliminar al hombre. En 1968 la supremacía de lo masculino no era un tema para discutir y menos desde un prisma tan radical y rocambolesco. El texto de Solanas -tengo una reedición a cargo de Phoenix Press que pude comprar en Londres en 1991-, es radical, pero por eso mismo sirve perfectamente como punto de reflexión para varones no asustadizos y abiertos a la autocrítica. ¿Qué es lo que hacemos tan sumamente mal para que una mujer argumente que, además de eliminar el dinero y darle la vuelta al gobierno, quitar de en medio a los hombres es una de las salidas posibles para la sociedad?

El libro de Stridsberg propone una reconstrucción, tan libre y poética como pueda serlo un sueño, de la vida de Solanas. Se mete en su cabeza para hablarnos de su infancia, de una madre cuya estabilidad emocional está supeditada a la persecución de un ideal amoroso que no atrae más que a depravados y abusadores. Stridsberg, convertida en la Narradora, le da la oportunidad a Solanas de decir lo que nunca nadie le preguntó. Lo hace con empatía, sin ánimo de reducirla una vez más a un simple titular que atraiga a lectores morbosos. En el libro, algunas de las ideas que revoloteaban en la mente de Solanas y que seguramente en su momento sonaban a puro desvarío, cobran ahora una fuerza inusitada: “La masculinidad es una enfermedad de carencias y los hombres son minusválidos emocionales”. Más allá de hasta qué punto esto sea cierto (a pesar de que el concepto de masculinidad es hoy objeto de una esperanzadora revisión, creo que dicha afirmación no iba nada desencaminada), lo destacable es que la que cuestiona todo esto es una voz femenina, tan penetrante como enloquecida. Es decir, alguien a quien quizá tanta lucidez acabó desequilibrando al descubrir que, en lugar de obtener reconocimiento, solamente iba a recoger burlas. En el libro, Stridsberg le atribuye una frase para enmarcar: “El sexo es el refugio de quienes no tienen alma”.

El tiroteo en la Factory inspiró dos canciones de Lou Reed. Andy’s chest era una oda surrealista a la amistad. La otra es I believe, donde juzga y condena a Solanas por lo que hizo; forma parte del ciclo de temas que da forma a Songs for Drella, el álbum que Reed grabó en 1990 con John Cale para intentar mostrar un retrato fidedigno de alguien cuyo epitafio acabó salpicado por la misma frivolidad que en ocasiones él había promulgado. En 1996, Mary Harron dirigió I shot Andy Warhol, una suerte de biopic de Solanas. Lily Taylor encarnó de manera sobresaliente a la enigmática mujer que quiso poner en jaque al heteropatriarcado plantándole cara al homopatriarcado. En la cinta de Harron -periodista forjada en la revista Punk que poco después dirigiría la versión cinematográfica de American psycho-, se recrea el trato misógino que Warhol y su círculo dieron a Solanas. Ella veía a Warhol como una posible alternativa para dar a conocer su talento, él la veía a ella como un ser molesto -una máquina de crear problemas-, una pieza que no terminaba de encajar en su coro de descartes humanos, demasiado extrema incluso para alguien que adoraba lo excesivo. Lou Reed no permitió que se concedieran los permisos necesarios para usar canciones de Velvet Underground en la banda sonora de la película de Harron. Yo La Tengo encarnaron al grupo sin que en ningún momento se mencione su nombre. El score lo firmaba John Cale, que también quería mucho a Warhol, pero no se dejaba llevar como Reed por todos los demonios cuando le mencionaban a Solanas. Una de las grietas de la relación entre el músico y el pintor la causó el hecho de que Reed no fuese a visitarlo al hospital mientras este se debatía entre la vida y la muerte. Una agonía que para mí queda magníficamente sintetizada en el libro, cuando Stridsberg habla de cien mil pelucas plateadas que se precipitan desde el cielo. Al fin y al cabo, tal como dice la Narradora en la novela, hablar con Andy es como hablar con uno mismo.

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