Una palabra de resonancias sectarias corre por las redes y estalla en los medios audiovisuales: vegano, veganismo. Es un término dotado a partes iguales de inquietud y seducción para quienes ignoran su significado. Los comunicadores analfabetos la usan para denigrar sutilmente al objeto, no vaya a ser que designe algo bueno y queden en ridículo, cual político en campaña cada vez que abre la boca. Dos enemigos persiguen a los veganos: los médicos que eran modernos en el siglo XX y las multinacionales de la carne muerta.
Tengo un amigo vegano, fisioterapeuta, un hombre rubio y robusto, que parece el rey vikingo Ragnar Lodbrok. No come carne ni pescado, ni lácteos, ni huevos ni mariscos ni… “¡Oiga, ¿y de qué se alimenta? ¿De pienso?”. No. El caso es que está bien alimentado, no hay más que verlo, tan fuerte y flexible que parece que te va a partir en dos de un revés.
Los veganos no sólo comen sino que saben comer. No acumulan grasa y su piel brilla. Son minoría en Occidente, pero van en aumento, lo que inquieta al capitalismo omnívoro, que introduce en la masa mediática y en la cháchara del mercado chistes sobre veganos y veganismo, unos sutiles y otros, no. Yo tengo uno de mi cosecha, que no suele sentar bien: ¿Puede considerarse vegano a un prisionero de Matthausen o de los campos de concentración del victorioso general Franco? Pues no, esos no comían. ¿Son veganas las modelos de las pasarelas y las jóvenes gimnastas rítmicas? No. ¿Y los pijos del ensanche, que beben tónica con cilantro? Tampoco. “Entonces…?” Usted sabrá, profesor. Búsquelo en el diccionario de la Real Academia, al que es tan aficionado cuando debe dar una conferencia.
Es admirable que los veganos se nieguen a consumir animales muertos o productos que hayan causado la muerte, el sufrimiento o la melancolía a seres vivos —lo concerniente a las plantas, está por ver—. Asimismo, es lógico que por idéntica razón abominen de la seda, obtenida de capullos vivos, en plena metamorfosis, masacrados en agua hirviendo. Las pieles, que tan noblemente obtenían los tramperos en los crudos inviernos del norte, están archiprohibidas por veganos y animalistas. “No sean sádicos o cómplices —dicen mis amigos animalistas— y utilicen polipiel, que se obtiene limpiamente del petróleo. Incluso lucir en el escote una perla, sea cultivada o salvaje, es veganamente una inmoralidad, puesto que es producto de una ostra, su dueña, a la que se ha matado para obtenerla. Las cremas de belleza contienen placenta, lanolina —robada a la lana de las ovejas—, cera o colágeno extraído de la cocción de huesos. “¡Fuera cremas! ¿O no? Frotaros con aceite” No. Una vegana cuidadosa con su piel —la suya, ¿eh?— sabe procurarse buenas materias primas sin hacer daño a ningún animal o cabra.
El hecho es que el capitalismo, aunque ciego y devorador, no es tonto. Muta en virtud de su propio darwinismo. Hasta en el supermercado más modesto se puede comprar últimamente quinoa, chía, trigo sarraceno o tofu. Si no quieren carne, vendámosles hamburguesas veganas, estofados de soja, salami vegano o queso para untar vegano. Proliferan los restaurantes donde puedes hartarte de cosas buenas sin dañar la vida de otros seres. Para los que no quieren seda expropiada a los lepidópteros, hay buena viscosa o fino rayón Chardonnet. En la alfombra roja de Hollywood se ve a muchas estrellas veganas a las que no falta detalle de galanura porque no coman, se vistan o adornen como la mujer medieval o de las cavernas. “¡Todo eso está muy bien, pero donde esté un chuletón de Ávila…!”, dice ese amigo pelmazo, que se alimenta de tópicos y obviedades, y se ríe de sus grandes ocurrencias.
A veces, en una cruzada en pro de los animales que va más allá de lo alimentario, se cae en paradójicas y enloquecidas teorías de cariz religioso, moral e incluso ético o filosófico: ¿Tienen alma los caracoles? Pero, déjenlos con sus creencias, que ustedes también tendrán las suyas. El veganismo adulto es bueno para la salud, si se refuerza debidamente con vitamina B12 y algo de hierro. También lo agradecen el medio ambiente y el karma. No digo que nos hagamos veganos masivamente, ni siquiera vegetarianos, ni ovolactovegetarianos, que es lo que su largo nombre indica: con lácteos y huevos. No renunciemos a dar un buen bocado al chuletón que propone nuestro amigo el pelma, o hasta a un buen solomillo a la pimienta crudito y algo sangriento por dentro. Y no digamos a un lomo de langosta que acabó sus días en una marmita de agua hirviendo, sin que nosotros lo presenciáramos… “¿Y si te regalan un foulard de seda natural o un collar de perlas de Tahití?” Cógelo sin dudar, que ahí rige el principio de París, tan familiar a los veganos mundanos. A menudo tienen que saltarse el régimen por viajar mucho o por razones sociales o meramente cínicas: “Si no puedes renunciar, acepta con alegría lo que el destino te depare”.
Comer bien es necesario y debe resultar placentero. Ahora a esto se le llama “flexi”. Hay que comer con cabeza y no dejarse llevar por una publicidad inmoral. Me refiero a la hamburguesa hecha con restos cárnicos y chorreante del venenoso kétchup, acompañada por patatas fritas con aceite de tercera o cuarta generación, que suele aparecer en nuestros televisores. Una disciplina férrea en estos casos vale sobre todo para los niños que están a nuestro cuidado, a quienes hay que sacar de una vez de la ciénaga de caramelos, helados, polos, fritangas, refrescos de cola o de polvos de colores donde tanto les gusta flotar. La apetitosa basura les condena a una obesidad que les amargará el futuro. “¡Mira qué mono, qué gordito está!”… Cuando esto se predica de un infante de más de tres o cuatro años, es mejor olvidarse de las sobrevaloradas ideas de las abuelas y cortar por lo sano. No más grasas y azúcares, no más bollería industrial no más pollo frito con aceite de motor.
Las buenas dietas veganas reducen el riesgo de enfermedades coronarias, la diabetes tipo 2, la hipertensión y sobre todo la obesidad. A ver si por alejar el fantasma de la delgadez de pobres y enfermos vamos a inflar a los hijos de los trabajadores, condenándolos al futuro balón gástrico. Aquí, como en todo, hay política, aunque no quieran ni oír hablar de ello la Arrimadas y otros adalides del liberalismo renovado. Son aconsejables los programas federales de almuerzos escolares, siempre que los elabore una comisión “Flexi”, donde estén discípulos aventajados del Dalai Lama y de Alberto Chicote, y la reeducación de los padres. En algunos países ha empezado a dar buenos resultados. Como lo oyen.
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