Perderse para oler y tocar papel en una librería. Esa es una de las más dulces desapariciones. Pero cada vez lo tenemos más difícil porque mis queridas librerías están amenazadas por criaturas luciferinas como Amazon. Los libreros son héroes en su combate desigual contra los gigantes del comercio electrónico
Entre los placeres modestos de un hombre que está entrando en el otoño de su vida sobresale, sin duda alguna, la visita a las librerías. Es una costumbre que se ha fortalecido con los años. Las librerías, como los quioscos, las iglesias, las papelerías y las estafetas de Correos, son lugares que me hacen sentir bien, por los que siento debilidad. Me sucede lo contrario con las sucursales bancarias, de las que van quedando muy pocas; los hospitales por razones que es innecesario explicar, y los centros comerciales y de ocio pues todos son igual de horrendos.
Es larga la lista de pequeñas librerías que he pisado en mi vida. Allí donde he vivido, allí me han tenido como cliente. Recuerdo en Albacete la Popular, Herso, Circus y Biblos, ya desaparecida; en Logroño Santos Ochoa y Quevedo; en Benidorm Ulises y Francés; en Madrid, la Rafael Alberti, Visor y La Central, que de pequeña no tiene nada con sus tres plantas, ubicada en una casa-palacio, junto a la plaza de Callao.
Desde que vivo en València visito cada semana París-Valencia, donde me demoro en su sección de libros de ocasión; Soriano y la Casa del Libro. En mis incursiones esporádicas incluyo las especializadas en libros antiguos y grabados como El Asilo del Libro, Auca y La Guarida de las Maravillas, donde también se pueden comprar discos.
En mi biblioteca no hay ningún libro adquirido por internet, ni en páginas especializadas ni en gigantes como Amazon. Detesto a Amazon y lo que representa
Por su coraje y tenacidad habría que rendir homenaje a las librerías de barrio como La Traca en Benimaclet, donde residí cinco años, y de pueblo como La Moixeranga, en Paiporta. A todas las que he citado podría añadir otras y algunas ferias y mercadillos, pero la memoria no siempre te da todo lo que le pides.
Si algún día dispongo de suficiente tiempo y dinero, quiero conocer librerías recomendadas por Jorge Carrión en su excelente ensayo Librerías (Anagrama), como la Livraria Bertrand en Lisboa, fundada en 1732, la Bozzi de Génova, que se remonta a 1810, y la Shakespeare and Company en París, algo más reciente, que tuvo como ilustres visitantes a Hemingway, Joyce y Scott Fitzgerald.
Me gustan las librerías pequeñas e independientes, aunque a veces visite otras de mayor tamaño como la Casa del Libro y La Central. Las pequeñas tienen la calidez y el encanto que echo en falta en las grandes. El trato en las primeras es más cercano con el librero, que te aconseja y resuelve dudas sobre obras y autores que no sabes dónde encontrar. Soy feliz oliendo y ojeando papel, sólo papel, porque nunca despertaron mi interés esos cachivaches que llaman libros electrónicos.
El resultado de tantas visitas y pesquisas a librerías de todo tipo es mi biblioteca, esparcida por varias casas. Me siento orgulloso de ella. He dispuesto que a mi muerte pase a una entidad pública, circunstancia que confío no se produzca de inmediato. Llegado ese momento, espero que algunos de mis 1.500 volúmenes le sean de provecho a un lector desconocido si entonces aún persiste la funesta y hermosa costumbre de perder la vista delante de una página.
En mi biblioteca no hay ningún libro adquirido por internet, ni en páginas especializadas ni en Amazon. Detesto a Amazon y todo lo que representa. Ese asco que me inspira se multiplica cuando leo que cada año se siguen cerrando pequeñas librerías porque no pueden hacer frente a la competencia de los gigantes del comercio electrónico. Probablemente no toda la culpa de esos cierres sea de Amazon, pero, aun con razón o sin ella, siempre estaré del lado de los libreros, de los que han arrojado la toalla y de los que resisten como los últimos mohicanos de un negocio que languidece.
Qué queréis que os diga. Entre el señor Jeff Bezos, dueños de Amazon, y Elvira, la empleada de París Valencia que me atiende en la sección de oportunidades, me quedo con Elvira. Es amable y cercana en el trato. Del calvo sólo tengo noticias por su divorcio millonario, las huelgas de sus trabajadores y por haber metido también las narices en la prensa estadounidense. Esta gente es insaciable. No se conforma con nada.
Pero no deseo dedicarle más a tiempo a semejante personaje, figura de un capitalismo tecnológico de tintes siniestros. No se lo merece. Mis últimas palabras son para reafirmar mi compromiso con las pequeñas librerías, espacios de cultura, libertad y reflexión en un país que nunca anduvo sobrado de ellas. Estas librerías, como otros muchos pequeños comercios, mantienen vivos los barrios. Además emplean a miles de personas gracias a la venta del producto más hermoso jamás inventado, el libro, criatura fantástica de Gutenberg, semillero de sueños y consuelo de nuestras flicciones.
Por todo ello, os ruego que si esta Navidad pensáis en regalar una novela o un libro de cuentos o poemas, lo adquiráis en una pequeña librería. Será una compra inteligente porque saldréis ganando las dos partes, incluso si el libro son las memorias de Mariano Rajoy, en las que todo lo que se dice es falso, salvo alguna cosa. Huelga decir que no tardarán en venderse a precio de saldo, previsiblemente para la próxima primavera.