Convivir con algún menor es uno de esos privilegios invisibles. Compartir espacio y tiempo con alguien que contiene parte del futuro que no veremos es casi milagroso. Si tienen esa suerte, les propongo un ejercicio: analicen durante una semana su relación con los medios. No la juzguen, aunque se sientan tentados. Intenten comprobar qué actitud les atraviesa mientras suena de fondo el informativo de televisión, qué tipo de noticias leen y de qué medios (sin violar su intimidad), qué canales, en manos de qué líderes de opinión y, si surge, con qué conversaciones o pensamientos posteriores. Vistos uno a uno, pueden ser maravillosos. Una a una, pueden ser un cerebrín, poseer muchas habilidades sociales o ser voluntarias de Cruz Roja. Pero si hacen el ejercicio, traten de tomar altura y desde su experiencia intuir cuál es la relación de los jóvenes con los medios.
Los que nos hemos criado en sociedades que anhelaban la imparcialidad de los mismos vamos camino de envejecer anhelando el tiempo en que estos lo fueron y nos resultaba insuficiente. La vuelta al periodismo decimonónico, el de los bandos (suscriptores) y la hiperpolarización, no tiene retorno. La inversión publicitaria digital supera a la off-line desde hace tiempo y ni Google AdSense, ni Facebook Ads, ni lo que se derive del sistema de micropagos en Twitch tiene relación con el periodismo, aunque sí la tenga con la formación o la información. La distancia es tan corta como la voluntad de ser crítico, contrastar y no ver al ‘lector’ como cliente, sino como ciudadano. La distancia es mínima, pero convierte el mismo terreno de juego en el escenario de un deporte distinto.
Que TheGrefg logre aunar a 2,5 millones de espectadores en Twitch porque Fortnite (Epic Games) presenta una skin ‘suya’ no tiene nada que ver con el periodismo y todo que ver con los medios. Que este murciano afincado en Andorra –para no tributar en el país donde su familia y amigos acuden a la sanidad pública– aglutine a una audiencia que ya la quisiera en esa franja horaria una cotizada como Mediaset, es el presente sustitutivo de que Mesi hiciera una rueda de prensa online en 2009 por ser la imagen del FIFA09 (Electronic Arts), pero no es el sustitutivo de ningún valor periodístico que los medios pudieran aportarle a la sociedad. Los medios son los mismos, pero los fines se parecen como un higo a una bicicleta. Y si hace décadas que se estableció el “lo ha dicho la tele” como vara de calibrar lo cierto de lo tergiversado, ¿qué cabría esperar del efecto “lo ha dicho una pantalla que ven millones de personas”. Reservamos estos primeros párrafos y seguimos con la receta.
En otro orden generacional, la cultura también se consume bajo demanda. Echaremos de menos o no la danza contemporánea, el cine con palomitas blandas o un concierto entre miles de personas sudadas, pero no podemos alterar nuestra necesidad de aprender o disfrutar. En casa leemos, vemos una serie o escuchamos algo. Algo, que no música necesariamente. Ya hace mucho que Spotify dijo que más del 20% de las escuchas en su plataforma no eran de música, sino de podcast, y que el margen no paraba de crecer. De hecho, fijándonos solo en la compañía sueca, sus compras durante los dos últimos años por valor de 2000 millones de dólares incluyen empresas (Gimlet, Parcast, Anchor) y estrellas (Kim Kardashian, Michelle Obama, DC Comics) que apunta a que la era de la audificación cultural es irreversible. Y si tanto se escucha, ¿qué escucha la gente (y con qué consecuencias)?
En esta columna quincenal dedicada a la influencia de las plataformas y la era del capitalismo de vigilancia, no podía dejar pasar la oportunidad de destacar cuál es el género que aúna a los dos principales artefactos del audio: el podcast y el audiolibro. Ese género no es el más consumido, según los estudios de mercado hechos públicos por sus principales plataformas: Audible (Amazon), Spotify o Podimo, pero sí el que forra listas y categorías en estos jardines estancos. Tiene por nombre ‘Desarrollo personal’, pero yo que me he pagado la carrera trabajando en librerías les aseguro que hace 15 años se llamaba autoayuda. Ahora, en las estanterías de lo que un día fue ‘No ficción’, entre baldas de libros con youtubers en la portada, se encuentra ‘Desarrollo personal’. Y como el consumo se ha audificado y es, sobre todo, bajo demanda, los ebooks y los audiolibros al respecto se publican como churros.
Esta atención por la categoría ha provocado mi escucha de decenas de ellos en los últimos años. En mitad de este análisis personal, me he sorprendido que todos, dedicados a la economía, la nutrición y dietética, las finanzas, el yoga, todos en el paraguas del ‘Desarrollo personal’, tienen un tema en común: el odio a los medios. Los intereses de “el autoconocimiento”, la obsesión por “cómo ser más productivo”, los “peldaños al éxito”, el interés por el “el segundo cerebro (el estómago)” y “los 10 tips para tu primera empresa digital”, resulta que, partiendo de lugares aparentemente distintos, tienen un capítulo –al menos uno– dedicado a su tema en común: el odio a los medios.
Como todo buen libro de este género se fundamenta en que su autor tiene un buen nivel de inglés y está traduciendo a su lengua y costumbres (las nuestras) lo que alguien ya ha vendido con éxito en Estados Unidos, les aclaro que el impulsor de ese odio no es un ultraderechista, no esclaviza a personas en el sudeste asiático, ni está en busca y captura. Todo lo contrario, es una persona adorada por los medios, tiene la mejor de las reputaciones y se llama Tal Ben-Shahar. No me extenderé en presentarles a esta profesor de nacionalidad estadounidense nacido en Israel; tienen cientos de miles de horas en YouTube, en podcast, audiolibros y en el formato que más les convenza para conocer al creador de “la asignatura con más solicitudes” de la carísima Universidad de Havard (esto vende muchísimo en la solapa de un libro o en la descripción de YouTube, qué duda cabe). La materia, el oscuro objeto de deseo, es la psicología positiva, la madre de la industria de la felicidad y la semilla por la cual todos los influencers de la generación de los que oscilamos entre 30 y los 50 (autónomas, empleados temporales, gente varada por la desigualdad del sistema), todos los escritores de ‘Desarrollo personal’, odian a los medios.
Este filósofo y psicólogo nacido promulga en su extenso y acumulativo sistema de consejos para un mundo mejor que no hay nada mejor que dejar de ver las noticias. 20 años dictando el abandono de los medios, influyendo en una colección global de vendedores de cabras a partir de estudios constantes cogidos con pinzas y financiados por la industria de la felicidad, acaban extendiendo el mensaje como un mantra y, al final, bienvenidos a la sociedad contra los medios. Bienvenidos al asalto al Capitolio y a las manifestaciones negacionistas. Lo que promueve Tal Ben-Shahar y su medio millón de discípulos autoeditándose ebooks en Amazon (otros, editados por las grandes marcas del sector que están haciendo mucho dinero con la industria felicidad) es que lo peor que puede hacer usted por la mañana es contaminar su mente escuchando a los medios. Es más, este género que entrelaza científicos e iluminados, que barreja ciencia, especulación y hasta homeopatía, fomenta abiertamente que dejes de consumir medios a lo largo del día porque te vuelven improductivo. Porque, si para algo has nacido, es para ser productivo aunque tú no lo sepas. Y eso puede incluir echar la siesta o tomarte unas vacaciones, pero no porque tu cuerpo lo exija, sino para que puedas ser más productivo cuando te pongas a trabajar para el sistema.
La teoría, que se extiende desde hace más de 20 años, propone abandonar el consumo de noticias porque al fin y al cabo el mundo sigue y es mejor que te formes –la industria de la felicidad se financia con la de la formación– en aquello que te apasiona y no pierdas el tiempo conociendo qué pasa a tu alrededor o. quién decide lo que rige tu vida. Porque tu vida eres tú, parece, y no depende de lo colectivo (tú, de eso, pasa). Lo colectivo es irremediable y se convive con ello, pero hay que mantenerse ajeno. Lo habitual es que se refieran a los medios como “tóxicos” y, según la valentía del apóstol, que califiquen su labor de prescindible o extinguible. Y esto en libros que ocupan áreas totalmente dispares, pero que se fundamentan en el yo, derivan en escuelas online que aseguran que el valor de su curso es de varios miles de euros, pero a ti te lo venden por 10 veces menos y tratan de afrontar retos complejos con consejos personales. Un tocomocho refinado, online y plagado de arribistas derivativos.
Habíamos reservado los primeros párrafos de esta receta. Ahora aportemos el ingrediente del creciente rechazo a los medios por parte de la población activa. Medios, por cierto, en manos de personas que ni han oído hablar de TheGrefg, ni de Tal Ben-Shahar, ni creen que un ebook, Netflix o un podcast tenga nada que ver con el negocio que abandonarán por deceso y no por jubilación. Añádanlos a la cazuela. Pero déjenme que incorpore a esta fórmula los ERE acumulados en los últimos 12 años en las empresas periodísticas, porque todavía no sé si es tabú decir que lo que hacen hoy es considerablemente menos valioso que cuando tenían dos o tres veces más trabajadores. Sin sorpresas. Permítanme que añada varios saltos tecnológicos en poco tiempo y unas decenas de miles de graduadas y graduados más en la última década, con la frustración propia y contagiosa que esto genera. Y, por último, encajen que el consumo cultural ya es omnicanal, bajo demanda y los algoritmos que nos dominan no distinguen entre grano o paja, sino entre dinero o pérdida de cuota de atención.
El emplatado del asunto apunta a una sociedad contra los medios y a los medios como un eslabón pueril y débil en el sistema. A los afiliados a la industria de la felicidad habría que preguntarles qué vida se imaginan sin medios. Si les parece bien que, por ejemplo, borren de los últimos 30 o 40 años el papel de los medios en la Transición, el 23-F, los GAL, Filesa, Gürtel, Púnica, Palma, Noos o lo que tenga que supurar del reinado de Juan Carlos I. Y, oye, si quizá les parece bien una visión crítica del ser humano, si hemos de volver al buen salvaje, solo recordarles que su espíritu clama a gritos la rentrée de los totalitarismos. Que por ellos, por lo que parece, ni tan mal que otros decidan lo colectivo como estimen, porque eso no va con el individuo. Si el experimento no sale, quizá nos podamos echar una mano recogiendo patatas en algún campo de concentración por quién sabe qué malentendido. Y a los jóvenes, nada que objetar. Observarles. Contemplar su relación con los medios, porque no creo que sea a ellas y a ellos a quienes les podamos exigir una conciencia crítica y una voluntad colectiva cuando el show que heredan es el consabido. Quizá, podamos sugerir preguntas, como qué sería de nosotros frente a un reto como la Covid-19 sin este entramado colectivo que nos legaron madres y abuelos. Quizá, preguntarnos por qué crearon los valores de este sistema, a qué estaban reaccionando, y por qué no tributaron en Andorra, alentaron la inquietud crítica o exigían más imparcialidad a los medios. Hacernos preguntas y hablar, que a día de hoy, sea en un directo de Twitch o contra un anónimo envalentonado de Twitter, es lo bueno que nos queda. Y que duré.