VALÈNCIA. Escribir, incluso escribir bien o muy bien, no es garantía de saber explicar de forma convincente por qué se escribe, o cómo se escribe. Escribir, en realidad, no es garantía de casi nada. Se diría que hoy día hay más escritores que lectores: no solo porque nuestra comunicación ha derivado en gran medida hacia lo escrito y eso hace que nos pasemos buena parte del día dándole a las teclas, sino por la cantidad de personas que se lanzan en plancha a la aventura de publicar sin sentir demasiada querencia hacia eso del leer. Tiene su lógica: la sociedad de las redes sociales funciona a base de leer mensajes breves -titulares fugaces-, de escribir sin darle tampoco muchas vueltas a lo escrito porque si no se pasa el arroz ardiente del momento, y por último, presionar el botón de publicar. Una leve presión, y listo. A estas alturas no hace falta que entremos al trapo del daño que ha hecho y sigue haciendo el equiparar la popularidad con la calidad. El problema es que la confusión ha calado gracias también a las editoriales que han echado la red en estos caladeros ricos en likes ya sea abusando por medio de la autoedición, o forzando premios para justificar sus apuestas de la temporada. El caso, volviendo a lo nuestro, es que uno puede ser muy bueno en lo suyo pero carecer de la capacidad para compartir ese talento, esa experiencia. Tampoco es fácil -y en esto coinciden muchos escritores y muchas escritoras- conceder entrevistas. Entrevistar no es solo hacer preguntas, igual que ser entrevistado no es solo ofrecer respuestas. Las entrevistas, si son nutritivas, son un toma y daca, un ir y volver, la construcción de una historia en pareja parte lo que se quiere decir, parte lo que se quiere que se diga.
Hay libros muy buenos en este género del tirarle de la lengua al escritor, como las Clases de literatura de Julio Cortázar en Berkeley en los ochenta publicadas por Alfaguara, Mientras escribo de Stephen King publicado en Plaza & Janés, el Correo literario de Wisława Szymborska en Nórdica Libros, o el reciente y muy necesario Conversaciones sobre la escritura con Ursula K. Le Guin, referencia indiscutible en el terreno de la literatura fantástica y de ciencia ficción, o lo que es lo mismo: en el terreno de la literatura. Porque eso de confinar un tipo de literatura en el gueto del mal llamado género es tan ridículo como la creencia de que una gota de sangre negra te hace negro aun cuando las noventa y nueve restantes son blancas, mientras que una gota de sangre blanca nunca te hará blanco si las otras noventa y nueve son negras, vamos a ver: ¿a partir de cuántos hechos fantásticos es de género una historia? ¿A partir de cuántas referencias a una tecnología todavía fuera de nuestro alcance podemos hablar de ciencia ficción? ¿Por qué cierta ficción es fantasía y otra no lo es? La moda de las distopías ha llevado esta cuestión al límite, a la vez que ha desesperado a quienes ven la vida en etiquetas o a quienes no han tenido más remedio que distribuirlas dentro de las secciones de una librería: buena parte de las novelas que se han publicado este año o el anterior, o el de más allá, podrían considerarse fantásticas -y aquí entra también lo que se ha querido llamar ciencia ficción-, pero no lo son porque al autor no se le considera un autor de literatura de género. Esta es una de las ideas que empapan las páginas de la última obra de K. Le Guin que publica Alpha Decay con traducción de Núria Molines: las preguntas del coautor David Naimon dan pie a que la autora -fallecida en dos mil dieciocho pero muy vigente por la conexión de sus historias con nuestro momento actual, como La mano izquierda de la oscuridad y su relación con los géneros no binarios- defienda con el aval de su magnífica producción literaria lo absurdo de considerar hijos de un dios menor algunos de los mejores relatos que existen, sobre todo, cuando tal y como explica K. Le Guin, los orígenes de la literatura son fantásticos.
La entrevista de Naimon discurre por tres capítulos -sobre la narrativa, sobre la poesía y sobre el ensayo- que nos permiten aprender de la escritora en tres registros: el de la sólida experiencia de su carrera como narradora y en sus acepciones de poeta y ensayista, menos conocidas aunque también a tener en cuenta. Si algo se debe sacar de libros como este son lecciones, hallazgos, referencias. Certezas difusas que cobran forma de un modo muy nítido gracias a la precisión, aquí, de la maestra: “por debajo de la memoria y la experiencia, por debajo de la imaginación y la invención, por debajo de las palabras hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha; la tarea de quien escribe es ahondar lo suficiente para sentir ese ritmo y dejar que ponga en marcha la memoria y la imaginación para que estas encuentren las palabras”. Una reinterpretación de las palabras de Virginia Woolf que quizás llegaron a K. Le Guin igual que sus palabras llegan a nosotros: como una poderosa claridad que va iluminando aquí y allá en estas conversaciones sabias. Naimon entrevista -tal vez con demasiada reverencia hacia la entrevistada, cosa entendible, aunque siempre mejor no dejar que se note-, y K. Le Guin contesta con la sabiduría apacible propia de aquellos que a fuerza de trabajarse duro y a diario con el afán de entender un yo necesariamente mutante, han acabado por admitir que lo que han logrado saber en el final de sus días es bien poco, pero que incluso eso, dadas las circunstancias, puede ser mucho.