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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Corazón de perro

16/10/2020 - 

Ruth Bader Ginsberg, RBG, la icónica jueza liberal estadounidense recién fallecida, llegó a lo más alto de su carrera gracias a “aquellos que habían mantenido vivo el sueño por los derechos civiles”. Así lo manifestaba ante los senadores en el 93, antes de obtener su designación como jurista del Tribunal Supremo. El biopic que ilustra su trayectoria (Una cuestión de género, 1918) destaca una cita que se escuchaba en las aulas de Harvard allá por los 50: un juez debía atender al clima de los tiempos. En aquella década, con las máximas calificaciones académicas, Ruth no encontraría quién le permitiera trabajar de abogada en Nueva York. En los 70, sin embargo, su hija ya le reprochaba a su madre su sumisión y podía dirigirse con furia a un obrero que le lanzara piropos machistas por la calle. Le señaló el camino. Fue cuando RBG inició su cruzada y, junto a su marido, revisó todas y cada una de las leyes que contenían elementos de discriminación sexual en su país; cambió la historia de la igualdad en EEUU. El clima ya había cambiado.

Celebramos esta semana el Día Mundial por la Salud Mental y me digo que a muchos otros derechos civiles aún no les ha llegado el clima. Mi hija de doce años puede enrabietarse si su hermano le pregunta por lo “buena” que está una amiga, pero después lo llamará bipolar si cambia de humor. Frivolizamos impunemente con las etiquetas. Un paciente me cuenta que salió de un grupo whatsapp después de que alguien calificara de esquizofrénico a un político corrupto. En una viñeta de la revista de los alumnos de medicina llaman puto pirado al que oye voces. “No lo llames ansiedad”, titula El País un magnífico artículo por el Día de la Salud Mental. No estamos aún maduros para entender el sufrimiento que les provoca nuestra broma. El uso insustancial y veleidoso del lenguaje causa estragos y los enfermos no piden respeto como quien pide una limosna: piden su derecho humano a una mirada que no los marque.

En España aún no hay clima para defenderlos. Disponemos de 10 psiquiatras por cien mil habitantes cuando la OMS recomienda un mínimo de 18. La ratio de psicólogos, que debería ser mayor aún, no llega a 3 por cien mil. Esto se traduce en que todo el que hace una mueca o llora frente a su médico de cabecera sale con un manojo de recetas. El sufrimiento emocional se tapa a golpe de talonario. En los 80, cuando la reforma psiquiátrica se emprendió en este país, se logró cerrar los manicomios pero no se completó la provisión de una red alternativa para que tuvieran una vida digna en su casa, en su barrio. Los románticos psiquiatras que la emprendieron no encontraron eco en la administración ni en la calle. El enfermo grave sigue aplastando la vida de su familia y en Salud Mental tiene quince minutos de consulta cada tres o seis meses. El fracaso está servido. Cuando los cuidadores se rompen, se agotan o mueren, el sistema incapacita al enfermo y lo entierra en vida en un centro. La idea es “rehabilitarlo”, pero muchos no vuelven a pisar la calle. Dado que no hay plazas suficientes en los CEEM, los nuevos manicomios, tal rehabilitación no se da y acaban varados en residencias de la tercera edad aunque sólo tengan 40 años. Van aseados y peinados, impecablemente limpios. Pero fuman y fuman entre octogenarios atados o que deambulan por los pasillos mascando frases inaudibles. Ahora, desde marzo, ni siquiera pueden salir al bar del pueblo a tomarse un cortado.

José Luis era uno de ellos. Tenía 50 años y media vida en salas de psiquiatría. Mirada de gelatina, manos amarillentas. Ojos redondos y castaños que hubieran pertenecido a un buen conserje o taxista si no fuera por. Era un magnífico dibujante. Sólo pedía un sitio donde ver gente joven, le insistía yo a sus hermanos. Había que conseguirle una vivienda tutelada y ellos me seguían el hilo, pero lo tomaban como un capricho. Uno más en una vida sin otra cosa que el capricho. El capricho de enloquecer, que todo lo abarca. De que el gen de la esquizofrenia no les tocara a ellos.

Foto: DANIEL RECHE/PEXELS

Yo parecía la única en tomar en serio lo que había hecho. Mortadelo (o Filemón) se había intentado estrangular con el cable del radiador en la sala de gimnasia y desde entonces todo el mundo pedía que le subiera el antidepresivo. Una tarde las monitoras habían apagado la luz ignorantes de que él se quedaba rezagado allí, avanzaban aéreas y felices por el pasillo hacia un fin de semana plagado de series y citas y parques de bolas. Cuando dieron con él lo subieron a la sala de grandes asistidos. Varios nonagenarios sujetos a los sillones, cuerpos distónicos, torsos mustios, volcados, con la mirada de yeso que ya no atiende al televisor ni al nuevo compañero.

Con los meses vi brotar una sonrisa en la consulta y varios centímetros más de gaznate al hablarme. Mis propuestas eran complejas, fundamentadas, había hecho llamadas estratégicas, informes sociales. Pero todo tardaba una eternidad. Su barbilla empezó a ceder otra vez porque no pasaba nada. Lo cierto es que los 2.200 euros al mes para la vivienda eran un atraco. La paga de orfandad no llegaba y la de hijo-a-cargo había cesado con la muerte de su madre, ¿por qué se extingue uno antes como hijo que como huérfano?

Él no dejaba de dibujar. Como Van Gogh en sus meses agonizantes, con techo de cristal pero más ahínco que nunca, me traía unos carboncillos de trazo seguro y expresión viva. Todos lo interpretaban como una mejoría anímica. Yo pegué con celo en la pared su retrato de un perro triste, ignorante de que era nuestra última consulta. Le agradecí el obsequio que resbaló hasta el suelo con la siguiente visita y ahora los ojos del perro me miran desde la estantería.

José Luis ya no está pero los ojos de su animal se me clavan de ocho a tres, de lunes a viernes. Me dicen (me ladran) que no consienta ni uno más, ni un solo día. Emparedados para siempre, sus ojos son los de todos los que aún languidecen en residencias de ancianos. Con el corazón de perro. Un perro que me censura cada mañana con la cadena al cuello. ¿Hasta cuándo?

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