Mi hermano aporta sepia fresca y un denton de playa recién pescado, yo he traído su tarta favorita. Abril abre una tregua entre nubarrones y nos permite homenajear a la matriarca de la casa con una comida sencilla y un blanco fresquito que entra fácil. En la mesa familiar, frente a su abuela, Rocío pregunta de sopetón cuándo es el día del hijo. “Esa no es la pregunta, cariño ─le incito a pensar─, quizá tendrás que darle vueltas a por qué no hay un día internacional del patrón, del sano, del patriarca blanco europeo, de…” La niña ya se ha escurrido hacia la cocina para esquivar nuestras parrafadas. La sorna. Las risitas. El momento en que los mayores van de listos. Detrás de una pregunta siempre se topa con otra más larga todavía; efectivamente merece su Día Internacional de.
Mientras tanto, hay que celebrar machaconamente el día de la Madre. Aunque no seamos una minoría maltratada, ¿o sí lo somos? Como los aplausos de las ocho para los sanitarios, el Día de la Madre se me antoja cargado de hipérbole y sometimiento. Un homenaje embriagador y coercitivo a partes iguales. Seguid siendo así, mujeres. No desfallezcáis. La conciliación será real pronto. No conviene que olvidemos lo esenciales que somos, abnegadas, incondicionales. Pero yo quisiera recordar que hay otras madres. Las que resbalan del mito. Las que no pueden mimar porque no fueron mimadas. La madre ambivalente, la colapsada, la madre niña. Incluso las no madres.
En su libro Mujeres que corren con los lobos, Clarissa Pinkola reivindica los arquetipos de la Mujer Salvaje. “La mujer moderna es un borroso torbellino de actividad. Se ve obligada a serlo todo para todos”, lamenta. La psicoanalista, poeta y cantadora (guardiana de los antiguos relatos) desglosa las categorías del instinto escindido a través de relatos tradicionales y lamenta cómo “en el transcurso del tiempo hemos presenciado cómo se ha saqueado, rechazado y reestructurado la naturaleza femenina instintiva”. En su elegía describe la psique femenina como el territorio devastado del Amazonas. Dos mil años deberían ser suficientes, pienso al cerrar el libro. Ya es hora de que la hegemónica Virgen María deje de llevarse el Oscar a la mejor actriz protagonista.
Pero el caso es que el domingo he amanecido obsequiada y no me amargan los mimos. Declaro que pasaré la tarde en la cama para luego no cumplirlo. Como tantas madres de confinamiento, atesoro manufacturas diversas: portavelas decorados, libretitas tuneadas, collares de macarrones, flores escogidas entre los geranios de una maceta. Este año amanezco con un whatsapp escueto, un emoticono amoroso y una cartulina en la que Rocío y yo ocupamos el centro del retrato. Mi hija nos ha dibujado a lápiz y se supone que sonreímos a la cámara con la torre Eiffel al fondo. Está inspirado en la escena de un viaje remoto. Los abrigos y los gorros son reconocibles, la pose, el encuadre, la misma composición de aquella instantánea que guardo con el Sena perdiéndose hacia el punto de fuga. Pero en lugar de nuestras caras hay dos óvalos en blanco y se me encogen las tripas. El tiempo se ha vaciado. La niña me pide que sea yo quien dibuje los rasgos pero no lo haré. Somos un dúo enigmático y no tengo valor para coger el lápiz, me conecta con los óleos surrealistas de Magritte y despierta una pregunta, ¿cómo nos va a someter el tiempo? ¿Qué queda dentro y qué queda fuera cuando se dispara el minutero? Y cuando yo sea una anciana en sus manos, ¿cómo será mi cara convertida en hija de mi hija? ¿Y ella en madre de su madre?
En el espejo del ascensor, de camino al súper, Rocío vuelve a jactarse de que ya es más alta que yo y descubro que a su lado se yergue una señora menguante, reposada, con el gesto de mi abuela Gregoria. La broma se repite mucho en los últimos meses y he acabado acostumbrada a verla sacar la cinta métrica del cajón con gran jolgorio. Lo insólito sucede minutos después, cuando pierdo de vista a mi hija entre la fruta y los precocinados. Camino un instante junto a una joven en zapatillas y vaqueros rotos y me pregunto dónde andará metida pero una sacudida me descubre que la joven no es otra que ella, Rocío.
Por la noche, en vez de abandonarme a mi tablet debo preguntarle el examen de sociales. Pasan de las once pero ella recita incansable, me ha provisto de una manta y unos cuantos cojines, se enfada cuando escondo mis bostezos detrás del folio. Debe recordar cifras, tecnicismos, nuestra maltrecha pirámide poblacional. Memoriza tasas de natalidad, ahora ya sabe que están heridas de muerte en Europa. Pero qué hermoso día hemos tenido. Las madres. Las abuelas. Las flores y los dulces. El denton tan fresco. La felicidad tranquila, la tibieza del cielo, el prodigio de vernos. Dibujos, recuerdos, viajes a París, anécdotas. La foto vibrante que le he mandado a mi hijo Manuel donde lo sostengo en brazos y luzco un modelo antiguo de gafas y una mata brillante de pelo.
No cumplía los treinta y sostenía orgullosa a mi bebé, mi bata roja lucía llena de rodales. De pronto era sabia y era ignorante, absolutamente iletrada con mi carrera y mi examen Mir, desprovista del conocimiento con el que me habían medido y cifrado hasta ese día, a punto de investirme Honoris Causa en cacas y retortijones de lactante. En mis ojos veinteañeros sé captar hoy lo poco que sabía y lo completo de ese instante. Ser madre podría comenzar por un desnudo al completo. Un nuevo comienzo, un vaciado. La foto viene sin sonido, pero en mi caja de música suena una canción alemana que elegí para las madrugadas que le rompíamos al vecindario. Maikäfer fliegt, mein Vater ist im Krieg. Una canción de la Guerra Mundial cargada de nostalgia y mundos devastados, ¿cuál era mi mundo en ruinas en esos meses de madre primeriza?
Minna Salami, en su ensayo El otro lado de la montaña, defiende un modo de conocimiento sensual sensorial alejado del que impera en la sociedad colonial y mueve los hilos del imperialismo patriarcal y blanco. Acusa a Francis Bacon de promover una forma depredadora de adquirir conocimiento, “conocimiento es poder”, proclamaba el célebre filósofo del siglo XVII. En oposición a esta forma robótica, binaria, reflexivo-deductiva de razonar que se hizo hegemónica en el mundo moderno, Salami defiende un conocimiento que no deba adquirirse para “en última instancia clasificar, competir y dominar”. Y apunta las virtudes de este conocimiento vinculado a la experiencia y tan lleno de alma que germina en la expresión artística, la música, la poesía, los arrullos maternales y toda la oralidad de las madres negras. Un conocimiento “en busca de elevación y progreso, no por apetito de poder”. Maikäfer fliegt. Nanas capaces de trazar puentes hacia el fondo palpitante de las cosas. Versos que descifran un mal de amores o un sentimiento melancólico mejor que una ecuación o un mapa. Que invocan la fuerza para superar un mal paso. La sabiduría iletrada de tantas madres anónimas. La que mueve el subsuelo de los muchos mundos que guarda este mundo.