El filósofo político habla sobre la fragilidad de la democracia y hace hincapié en la necesidad de afrontar los conflictos actuales en toda su complejidad
VALÈNCIA. Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política, investigador Ikervasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática, pasó el lunes por la Fundación Cañada Blanch para presentar su nuevo libro Una Teoría de la Democracia Compleja. Gobernar en el siglo XXI. Minutos antes, atendió a las preguntas de Culturplaza, acerca de problemas como la crisis climática, la negligencia de los gobernantes, la xenofobia y la necesidad de actuar frente a las carencias de las democracias.
-¿Cuál es el problema actual de la democracia?
-Vivimos en una sociedad en la que la desconfianza se ha instalado en una doble dirección. Del sistema político respecto a la gente, en el sentido en que el sistema político no quiere poner en manos de las personas ciertas decisiones importantes; pero también desde la gente, que administra muy celosamente esa delegación de confianza en sus políticos. Esa desconfianza en doble dirección es fatal, porque la democracia es un sistema que tiene que articular una dosis de recelo y de confianza que sea razonable. Creo que hemos pasado un cierto umbral que ha hecho que la situación sea completamente disfuncional. Es una desconfianza que obedece a causas muy diferentes. La hay de derechas y de izquierdas. De clases populares que ven su puesto de trabajo precarizado, pero también de poblaciones del norte de Europa respecto a las del sur. Del diferente, del inmigrante. La desconfianza actúa en direcciones muy contrapuestas, ese es el problema fundamental.
-¿Crees que es útil desde el punto de vista práctico, criminalizar a la extrema derecha? Quiero decir, ¿es la mejor forma de combatirla?
-No. La mejor manera de combatir a la extrema derecha es dialogando con ella. No concediéndole el estatuto de víctima tan alegremente. Hay que dejar de considerarlos víctimas. No hay que excluirlos, hay que darles oportunidad de hablar. La exclusión no es una solución en democracia. Además, lo que más debilita a la extrema derecha es la confrontación con los argumentos, con los hechos. Por ejemplo, a un terraplanista hay que dejarle un espacio para que discuta y argumente con evidencias. No será capaz, hará el ridículo. Pero si le excluimos y le damos ese estatuto de víctima, le podemos estar haciendo un favor. Tampoco quiero decir que esto signifique que haya que gobernar con ellos.
-Según tú, uno de los problemas más importantes de la democracia es la simplicidad. En un sistema cada vez más sometido a la inmediatez, ¿hasta dónde llega nuestro marco de actuación?
-Es un gran desafío. Estamos ante problemas como la crisis climática, la redefinición de los roles del hombre y la mujer, la robotización, la financialización de la economía, etcétera. Son problemas que no se pueden abordar con una excesiva simplificación. Con esto no quiero decir que haya que hacer argumentaciones especialmente sofisticadas, porque la gente tiene que ser capaz de acompañar los procesos políticos. Que una cosa sea compleja no significa que sea complicada. Para abordar los desafíos que tenemos, o conseguimos que la sociedad se movilice en su conjunto, o no llegaremos a nada. Un ejemplo muy concreto que puede ilustrar esto es el coronavirus. Se dice que a quien más afecta es a la gente mayor, pero a lo que más afecta es al populismo. El coronavirus ha subrayado la necesidad de tres cosas que el populismo detesta: saber experto, institucionalidad y comunidad global. El populismo lanza mensajes simples y lo que se ha puesto en evidencia es que ante este tipo de crisis necesitamos que los expertos tengan un lugar destacado. En segundo lugar, la institucionalidad. Esto no es un tipo de crisis que se resuelva con una relación entre una autoridad carismática y el pueblo. Esto requiere instituciones, procedimientos y protocolos. Y en tercer lugar, la comunidad global. Frente a la idea del America First o del Take Control Back de los británicos, este tipo de crisis pone de manifiesto que por su origen, sus efectos y su gestión, requiere marcos de colaboración más allá del Estado nacional.
-¿A qué te refieres cuando dices que la democracia actúa con herramientas del siglo XIX?
-A que la mayor parte de los conceptos que manejamos, como soberanía, territorio, poder, representación o democracia como tal, fueron concebidos por pensadores de hace doscientos o trescientos años. En ese punto las sociedades eran relativamente homogéneas y autárquicas, más simples y con tecnologías muy básicas. Ahora las sociedades han cambiado. Tenemos tecnologías de gran sofisticación y, en buena medida, todos esos conceptos a los que me acabo de referir, se siguen manejando como si las cosas no hubieran cambiado. Esa incongruencia es tremendamente disfuncional. No hemos hecho un esfuerzo suficientemente grande de readaptación a las circunstancias. En buena medida aludo también a quienes nos dedicamos a pensar esto, porque tenemos un enorme trabajo por delante.
-Hablas de que la democracia es frágil por el hecho de que todos tienen acceso a ella, con toda la deriva moral o la irresponsabilidad que eso puede conllevar. ¿Hay que limitar la democracia para que gane en complejidad?
-No. Una de las grandes rupturas que tenemos en las democracias contemporáneas es la existente entre tecnocracia y populismo. La solución tecnocrática sería prescindir de la gente y darle el poder a los expertos. Eso es una tremenda simplificación. Y el populismo propone que sobre un asunto decida el pueblo espontáneo en referéndum, sin tener en cuenta la complejidad de los asuntos. Tenemos que conseguir combinar y articular esos dos momentos, que hoy en día se han separado de manera trágica. Estamos ante una gran ruptura entre la racionalidad y las emociones.
-¿Es responsable seguir pensando la vida a través del filtro izquierda-derecha?
-Sí, pero a condición de que hagamos varias cosas con ese eje. En primer lugar, hay que atenuarlo un poco, porque hay infinidad de matices más allá de la lógica de mercado y la lógica del Estado. Por otro lado, hay que pensar que estamos ante un tipo de conflictos que se gestaron en torno a la cuestión de la redistribución de la riqueza, que ahora comparten protagonismo con otro tipo de conflictos que tienen muy poco que ver con esa redistribución, como la lucha feminista, la ecología, la digitalización en igualdad, etcétera. La agenda política estaba muy simplificada en torno a ese eje derecha-izquierda, y ahora predomina la policonflictividad.
-Estamos viendo cómo la crisis de los refugiados es gestionada de manera pésima por los gobernantes. Y por otro lado, también cómo algunos sectores de la sociedad no empatizan lo más mínimo con esta realidad e incluso criminalizan a los refugiados. ¿Hasta qué punto el simplismo puede acabar con la humanidad de las personas?
-Yo le daría la vuelta al argumento. A veces uno no tiene que saber muchas cosas para entender la política. Si uno tiene una empatía con el vulnerable, con el de fuera, con el desfavorecido; no hace falta que sepa demasiado de derecho tributario ni que conozca el Convenio de Dublín sobre inmigración. Pero la empatía y la emoción son básicas para que podamos construir una gestión adecuada de este tipo de situaciones.
-Piensas que las reacciones que han surgido de centralismo, autoritarismo y repliegue son resistencias coyunturales sin posibilidad de tener un largo recorrido. ¿Cómo estás tan seguro?
-Bueno, yo no estoy seguro de casi nada [ríe]. Me parece percibir, si uno ve la historia de la humanidad de los últimos dos siglos, que las lógicas de pluralización, reparto del poder, de poliarquía y diversidad, son más estables y poderosas que los momentos de repliegue, de monopolización y de cierre.
-Pero antes no existía la inmediatez que hoy nos da la digitalización. ¿No puede ser que ahora estas fuerzas adquieran una capacidad mayor de permanencia?
-Adquieren capacidad de penetración en el debate social. Se impone la lógica de la inmediatez, sí, pero al mismo tiempo estas fuerzas se desprestigian. Las redes sociales permiten que cualquiera, incluso los más fanáticos, se hagan presentes en el espacio público; pero al mismo tiempo se devalúa el valor que damos a esas opiniones. Y en el mundo del espacio público, yo advierto por parte de la ciudadanía una nostalgia de voces autorizadas e interpretaciones razonables de las cosas. Se buscan voces que estén en un nivel superior, por encima de la rumorología y el ruido.
-¿Crees que el tratamiento tremendista y distópico de los medios acerca de la crisis climática es efectivo?
-No creo que sea efectivo. Pasa lo mismo con la relación entre humanos y máquinas. La imaginación ha hecho mucho daño suponiendo un tipo de escenarios trágicos y antropomorfizando la robótica. La clave está en que la realidad de las cosas al final no es ni catastrofista ni neutral, es una cosa intermedia. Pensando en asuntos como la crisis climática o la relación entre humanos y máquinas, hay que tener en cuenta que se trata de realidades con subjetividades internas que chocan. Hay que buscar un ecosistema razonable.
-La clave está entonces en la actitud optimista que tengas a la hora de afrontar un asunto.
-Más bien en la comprensión del asunto. En que todas esas posiciones antagónicas y dualizadas de buenos y malos, en el fondo suponen una simplificación que no tiene nada que ver con la realidad de las cosas. En el caso de las máquinas en cuestión, estamos cooperando desde hace mucho tiempo en nuestros transportes, en la sanidad y en muchos otros ámbitos. Por tanto, esa estrategia distópica de dramatización de la realidad es más generadora de confusión que de claridad.
-¿El principio de Ashby, que dice que cualquier sistema complejo debe ser correspondido con una gestión que tenga una complejidad equivalente, es aplicable al conflicto catalán?
-Es aplicable a cualquier conflicto. Muchos conflictos se estancan y no se resuelven adecuadamente porque no se ha llevado a cabo una descripción suficientemente compleja de los mismos. Cuando un problema se aborda mediante una lógica de patologización y simplificación del adversario, como ocurre con las argumentaciones del estilo "se han vuelto locos" o "son unos fachas", podemos estar seguros de que eso no va a ninguna parte. Por tanto, en el inicio de la resolución de un conflicto, lo que tiene que haber es un diagnóstico compartido y matizado que excluya el enfoque de condena de quien no tiene la misma opinión. Debemos entrar en un ámbito más cognitivo que normativo. Más de descripción de la realidad que de esa formulación dualizada de buenos y malos.
-¿Cómo luchamos contra el cortoplacismo de la política si el mero hecho de intentarlo puede dejarte impotente y fuera de juego?
-Es un asunto de gran dificultad. Si yo dijera que hay que estar por encima de los intereses inmediatos y particulares, no tendría ningún éxito porque nadie se quiere quedar fuera de juego. Y en un juego donde no hay más que incentivos para jugar al corto plazo, nadie apostará por el largo. La única manera de salir de ese dilema es crear incentivos para la atención a largo plazo. Y eso solo se crea institucionalmente y mediante acuerdos.
-¿Acuerdos como el Pacto de Toledo?
-Exacto. El Pacto de Toledo es un caso, y todos los acuerdos del clima son también ejemplos de esto. Hay que evitar la lógica del freeryder (corredor solitario) que se aprovecha de la situación. Es muy complicado, pero es la única solución. Esto va de crear unas reglas de juego que vinculen a todos.
-¿El orgullo y el engreimiento de los líderes han arrinconado a la buena política?
-Yo creo que lo que ha arrinconado a la buena política es la tematización obsesiva del carácter del líder, de sus propiedades personales. Hacemos una política que gira en torno a las cualidades personales hasta el punto en que esperamos que llegue un líder providencial o vivimos con un pánico terrorífico a los destrozos que un Donald Trump pueda hacer en la política americana. En lugar de ello, deberíamos invertir el mismo esfuerzo en crear sistemas que resistan el paso de los malos gobernantes. Hay que llegar al punto en que no esperemos demasiado de las virtudes de los gobernantes ni tampoco temamos demasiado sus vicios. Esa sería la clave de la buena política.
-¿Qué libro o libros recomendarías a una persona que no esté familiarizada con todo esto que hemos hablado?
-Aparte de la Teoría de la Democracia Compleja (ríe), te diré mis autores favoritos. Yo creo que los que mejor han explicado todo esto son Pierre Rosanvallon, el filósofo francés más interesante de la actualidad; también Jürgen Habermas, aunque pertenece a una constelación un poco anterior; y un sociólogo que me fue especialmente cercano desde el punto de vista afectivo: Ulrich Beck. Con la idea de la "sociedad del riesgo" durante un encuentro en los 80 en Alemania, experimenté una verdadera caída del caballo. Cualquiera de estos tres.