VALÈNCIA. Desde que El silencio de los corderos (The silencie of the lambs, Jonathan Demme, 1991) puso de moda eso de que los investigadores tengan que pedir ayuda a un psicópata encerrado para entender a otro psicópata libre y en activo y poder pararle los pies, no son pocas las películas y series que utilizan esta premisa. La idea original no es de la película, sino de la novela de Thomas Harris en la que se inspira, pero fue la adaptación cinematográfica la que lo hizo popular, además de reavivar la fascinación por el monstruo, el “encantador” caníbal Hannibal Lecter, fascinación de la que aún no hemos escapado.
Que el agente de la ley tenga que acudir al agente del caos para resolver una investigación no es tan original: malhechores que ayudan a la policía o ladrones que acaban resolviendo crímenes lo hemos visto antes; la novedad estaba en ese “vamos a hablar con este asesino a ver si nos ayuda a atrapar a este otro asesino”. Y al hacerlo, el relato se contamina con esa presencia inquietante y aterradora que crea (con el o la investigadora, pero también con el público) una relación sinuosa entre la atracción, la repulsión y la necesidad.
En los últimos tiempos, títulos como The blacklist, The enemy within o La mantis explotan esta idea con mayor o menor fortuna, y Mindhunter, la extraordinaria serie de David Fincher va al origen del asunto, a la creación de la Unidad de Análisis de Conductas del FBI que se dedicaba a entrevistar asesinos en serie. Pero ninguna había llegado a los extremos de Prodigal Son. Porque, ¿qué pasa si el serial killer es tu padre y tú te dedicas a resolver crímenes para callar todos tus demonios y has de pedirle colaboración? Los autores de Prodigal Son, Chris Fedak y Sam Sklaver, la han definido como una serie con misteriosos asesinatos mezclados con un drama familiar que tuviese un retorcido sentido del humor y, la verdad, es una perfecta definición.
Aunque el planteamiento suena terriblemente melodramático y truculento, que lo es, lo cierto es que se trata de un procedimental muy entretenido y bastante por encima de la media tanto en interés como en calidad. El protagonista es el joven Malcolm Bright, muy bien interpretado por Tom Payne, agente expulsado del FBI por un grave error y ahora perfilador, especializado en psicología criminal, que asesora a la policía. El personaje forma parte del subsector ‘investigador rarito’ dentro del género policiaco, que tantos ejemplares está ofreciendo en los últimos años. No duerme, preso de terribles pesadillas nocturnas, y arrastra unos cuantos traumas ocasionados por el hecho de ser el hijo del doctor Martin Whitly, apodado “El cirujano”, y encerrado en una celda de máxima seguridad tras haber asesinado a 23 personas. En la piel de este asesino está el gran Michael Sheen, quien, no encuentro mejor modo de decirlo, se lo pasa pipa, y nosotros con él, interpretando a este asesino terrible y padre engatusador que quiere ganarse el afecto de su hijo. Un festival. Es una delicia oírle pronunciar con una sonrisa melosa ese “My boy” que incomoda y desespera al protagonista.
Porque claro, Malcolm no quiere saber nada de él. Tras negarse a verle durante muchos años, no le queda más remedio que visitarle en su celda porque alguien se dedica a imitar sus crímenes. Comienza así la serie y la complejísima relación que establecen padre e hijo y que vertebra todo el relato. Aquí no hay cristal de por medio, como entre Clarice y Hannibal, pero sí una distancia de seguridad, el criminal está limitado por un cable que le impide ir más allá de cierta línea, que se impone en las conversaciones y a la que la puesta en escena le saca mucho partido.
La serie acaba de finalizar su segunda temporada y no ha sido renovada a pesar de su interés y de las buenas críticas, a las que no han acompañado las audiencias, aunque esto, en estos tiempos, no significa que sea necesariamente el final, puesto que alguna cadena o plataforma puede repescarla. No estaría mal, no nos importaría saber más de Malcolm, sobre todo tras el impactante (y quizá un poco excesivo, todo hay que decirlo) final de temporada.
¿Está el mal dentro de mí? ¿Esto se hereda? ¿Si le acepto como padre le estoy aceptando como el terrible asesino que es? ¿Cómo aceptar su amor sin convertirme yo también en monstruo? Todo esto pesa sobre el pobre Malcolm, cuya capacidad para entender las mentes criminales que persigue le hacen dudar constantemente de su cordura o de su inclinación hacia el bien. Esa pesada mochila le obliga a analizarse sin piedad, lo cual es una forma de vivir particularmente torturada y muy incapacitante para mantener cualquier tipo de relación.
Esto, en realidad, le sucede a toda la familia. Su madre (Bellamy Young) y su hermana (Halston Sage) también forman parte del mundo de la serie y cada una de ellas acusa de formas diferentes el impacto de un marido y padre asesino. También el policía que detuvo a su padre (Lou Diamond Phillips) y que se convirtió en una figura paterna. Perece todo retorcido y forzado pero lo cierto es que los personajes y sus dinámicas, no solo la de padre e hijo, también las del resto de la familia y la del grupo de policías, son interesantes y fluidas. Además, tiene ese retorcido sentido del humor del que hablaban sus creadores, muy evidente en la caracterización del Cirujano, pero también presente en algunos de los casos, en la forma en que Malcolm se enfrenta a sus demonios y en el personaje materno, en el filo de la caricatura, pero al mismo tiempo conmovedoramente humana. Y, por supuesto, en el propio título, tan irónico, puesto que aquí el hijo pródigo es el bueno y el “hogar” al que vuelve es el reducto del mal. Todo al revés.
Ah, el mal. El gran tema de tantas series y películas. Esa fascinación por los malvados, psycho killers, psicópatas, asesinos en serie, terroristas, mafiosos, pederastas, monstruos de todo pelaje, demonios, jokers o cruellas que llenan miles de horas de espectáculo audiovisual, en forma de informativo, documental o ficción (y las redes, no nos olvidemos de las redes). ¿Cómo convivir con él? Para Malcolm es un padre al que no quiere parecerse, aunque a veces se descubre, horrorizado, pensando igual que él. Dexter le llamaba el oscuro pasajero. Pero todos convivimos, en mayor o menor medida, mejor o peor agazapados, con nuestro lado monstruoso, de ahí esa fascinación. ¿Cómo escapar del influjo del mal? Es una buena pregunta y no solo para la ficción.