VALÈNCIA. En Las ciudades invisibles, Italo Calvino recorre diversas polis asombrosas que solamente existen en su imaginación. Como si de un pasaje más de este libro se tratara, València cuenta también con una microurbe de cimientos efímeros que cada domingo se monta y desmonta en un puñado de horas. Es el rastro, en el que conviven el esplendor y la decadencia, lo vulgar y lo extraordinario, la capacidad de maravillarse y la sordidez. Un espacio algo caótico e incierto, rebosante de claroscuros. Camuflados entre cacharros destartalados, dormitan prodigios de distinta naturaleza que esperan a ser rescatados. Recuerdos de vidas ya vividas que ansían instalarse en otras memorias. El pasado asalta a caballo al presente. Transitamos durante una mañana de sol otoñal por este cosmos que muta al son de quienes lo habitan. En el horizonte, el anuncio del Ayuntamiento de trasladar el mercado hasta un espacio vallado del barrio de Beteró, cerca de Tarongers. Una intervención, prevista para 2019, que quizás suponga el fin del rastro tal y como lo conocemos. Mientras tanto, exprimimos las potencialidades del ahora.
Maniquíes y sillas se entremezclan sin prejuicios con cuadros, radios, tocadiscos y piezas de loza desportillada…Las calles de esta ciudad en miniatura se trazan cada domingo a partir de las seis de la mañana en el aparcamiento de Mestalla. Allí se descargan los materiales y los vendedores organizan sus tenderetes para comenzar a recibir a los visitantes más madrugadores. Los puestos de este mercado se nutren por igual de objetos cotidianos y de rarezas, de singularidades y elementos rutinarios. Si alguna vez ha existido, es posible que acabe apareciendo por aquí.
Pronto comienza el trajín de paseantes, fijos u ocasionales, que buscan algún tesoro concreto o ansían dejarse sorprender por lo que los rincones de este ecosistema les ofrezca. Señoras, artistas, hípsters, coleccionistas, bibliófilos… la fauna resulta tan variada como la mercancía expuesta. Voluble como es, el rastro jamás puede asegurar qué tendrá a la vista el siguiente domingo. Y es esa fugacidad la que lo convierte en un lugar para dar rienda suelta a la curiosidad y el deseo. “Rápido, rápido, que me lo quitan de las manos”.
“¿A cuánto están estos Mafalda?”, pregunta una clienta a Carlos, quien lleva casi 15 años en el rastro. Desde su reino portátil ofrece tebeos antiguos, libros de segunda mano, álbumes de cromos y discos. Un pequeño rincón en el que conseguir por un euro ese volumen que llevabas tanto tiempo buscando sin éxito: “Hay ejemplares descatalogados que no es posible encontrar ya en las tiendas y nosotros los tenemos a buen precio”, apunta. En su caso, tras unos años difíciles comienza a ver la luz: “Cuando vino la crisis notamos una bajada en la clientela, pero se está recuperando”, explica. No es demasiado optimista respecto a la nueva ubicación, pues cree que se perderá parte de la afluencia. Al final, la mujer se marcha sin las historietas de Quino.
Víctor y Álvaro frecuentan los mercadillos de ropa y han comenzado hace poco sus incursiones por esta jungla dominical. Su visita parte de una motivación concreta: buscan fotos antiguas “para intervenirlas” como parte de un trabajo de Bellas Artes. Nada más llegar, su exploración se salda con éxito: volverán a casa con una revista de 1925 adquirida a un precio irrisorio. Apuestan por un rastro en el que se dé nueva vida a los objetos de otras épocas, pues “ahora se lleva mucho lo vintage”. Respecto al nuevo emplazamiento, lo tienen claro, seguirán acudiendo. “De hecho, está más cerca de casa”, comentan.
Raúl lleva seis años dedicado a la compraventa de miniaturas en Mestalla, actividad que complementa con su caseta Star Toys en el Mercado de Russafa. En ambos enclaves ofrece figuritas de plástico de Marvel, DC, Star Wars o Dragon Ball. También reclaman su sitio packs de princesas Disney, Pitufos o Playmobil. “Los más antiguos que tenemos son de los 70”. Se inició en este mundillo como coleccionista y acabó convertido en comerciante. Además, sus estudios de Bellas Artes le ayudan a restaurar las piezas en peor estado. En cuanto a su clientela más fiel, lo tiene claro: “el 70% son mayores de 35 años que buscan recuperar parte de su infancia”. Nostálgicos rebañando recuerdos. “Si el cambio de ubicación es como nos han dicho, con área de sombra, baños dignos, zona de juegos para niños…me parece bien”, sostiene.
Los candelabros hacen buenas migas con las ilustraciones y las plumillas congenian con los juegos de café... Abonada a estos paseos dominicales, las capturas predilectas de Justa son las cerámicas. En esta mañana de marras ha cazado un plato con motivos frutales por cinco euros. Reconoce que podría haberlo conseguido por menos, “la gente regatea mucho, pero yo no sirvo para eso”. Por otra parte, si oyes hablar del ‘puesto de las muñecas’, probablemente se refieran a los dominios de Esperanza, quien desde hace cinco años exhibe sobre el asfalto juguetes adscritos a todos los estilos, tamaños y épocas. “Empecé con las antigüedades, pero me encantan las muñecas, así que decidí centrarme en ellas. No es fácil conseguirlas: visito otros rastros y compro lotes”, señala. ¿Necesitas un mantel? Probablemente acabes recalando en el rincón de José, con más de veinte años como vendedor de telas en su hoja de servicios, y una clientela fija “que lleva ya mucho tiempo con nosotros”, apunta.
Aquí y allá asoman vinilos sesenteros, cámaras de fotos con más de cinco décadas a sus espaldas, máscaras antigás y uniformes militares de tiempos pretéritos…También sábanas y calcetines a cambio de unas cuantas monedas. Para algunos, la cita con el rastro forma parte ya de su ritual de fin de semana. Es el caso de Joaquín, que acude cada domingo acompañado de unos amigos. Buscan pinturas, “aunque últimamente lo que viene por aquí es de baja calidad. Cuando estaba ubicado en Nápoles y Sicilia era más interesante”. Advierte también sobre una de las grandes sombras que persiguen al rastro: el comercio con productos obtenidos de forma ilegal. “Hay que tener mucho cuidado con los objetos robados y falsos. Algunos puestos merecen garantías, pero otros no”.
“Si vienes 50 domingos puedes encontrar cuatro o cinco piezas interesantes, pero hay que investigar, ver la procedencia, estudiarlo bien…”, añade con cautela. En cuanto al cambio de ubicación, es rotundo: “me parece muy mal, mucha gente dejará de acudir. Aquí dando un paseo llegas en un momento, mientras que allí tienes que ir expresamente, con lo cual, creo que va a perjudicar a los vendedores”. Y pese a que su fidelidad a este mercadillo está asegurada, no puede evitar las comparaciones: “en ciudades europeas como Múnich o París hay unos rastros impresionantes, de mucho más nivel”. Su tarea del día ha finalizado y camina satisfecho con una pieza de Nassio Bayarri, “ya la conocía y se la he comprado a un comerciante de confianza y a buen precio. Ha sido uno de esos días en los que merece la pena venir”.
A Paula y Santi no les caben en las manos todos los trofeos conseguidos en su excursión por Mestalla: figuritas de Toy Story, libros antiguos, una taza y algún otro cachivache. Han triunfado. “Venimos mucho porque nos encanta buscar y reutilizar cosas que otras personas han desechado. Es una experiencia en sí. Hay objetos antiguos que para mí tienen más valor que si los comprara en una tienda”, apunta la joven.
En cuanto a las piezas de origen algo turbio, señalan que en alguna ocasión han adquirido aparatos electrónicos “muy baratos” que no funcionaban. “Al no ser un comercio estable, a veces das por hecho que no es muy clara la procedencia de los objetos. Mientras no sean bicicletas, que nos da mucha rabia…”. Paula aborda así una de los grandes estigmas del rastro: la venta de velocípedos robados, un lugar común entre la ciudadanía valenciana. El presidente de la Asociación de Vendedores del Rastro Nogal y Palisandro, Alberto Maeso, defiende que estas prácticas se daban hace años en los alrededores de Mestalla por parte de “oportunistas que no eran los vendedores del rastro. Antes, de madrugada, había personas ofreciendo bicicletas ilegalmente, pero ya no ocurre”. “El cliente habitual sabe lo que hay, pero el que no, se puede dejar llevar por rumores. No es cierto que aquí se vendan objetos robados, es una leyenda que tiene su fundamento en épocas anteriores”. Para él, este mercado es, ante todo “un lugar cosmopolita y barato, una oferta de ocio para la ciudad”.
Conversamos con Fernando mientras camina por el recinto con un cartel de Michavila y varias ediciones antiguas de Julio Verne bajo el brazo. Arquitecto de profesión, lamenta que no se cuide mejor el aspecto y la disposición de los puestos: “algunos tienen todo el material tirado en el suelo sobre una manta, hecho un desastre…Es una pena porque hay cosas muy buenas que están mal cuidadas”. Sara y su marido Antonio ofrecen menaje y, con la Navidad acechando, también figuras de Belén. Su hijo, de unos ocho años, les acompaña durante la mañana sin perder detalle de lo que acontece en estos metros cuadrados. El progenitor, dedicado desde pequeño a la venta ambulante, no aspira a que su retoño siga el negocio familiar: “ahora la gente estudia, eso es lo mejor que hay. Este trabajo es muy duro, con mucho frío y poca tranquilidad. La gente no es consciente de todo el esfuerzo que supone venir y montar el puesto”.
La heterogeneidad es el sello distintivo del puesto de María, en el que se entremezclan muñecas de porcelana por cinco euros, cafeteras, figuras religiosas, espejos, vajilla y un tarro rebosante de variadísimos botones (nunca se sabe a qué camisa le va a hacer falta). Lleva 24 años dedicados a este negocio. “Voy recogiendo lo que me dan o lo que encuentro”, resalta. Visiblemente frustrada, apunta como foco de problemas a los vendedores ilegales, que se apostan en los alrededores del aparcamiento y ofrecen todo tipo de mercancías. “Yo pago mi licencia, pero ellos no”, denuncia. Maeso subraya que esos mismos comerciantes irregulares ofrecen también “comestibles hurtados en supermercados”.
Pocos domingos del último año habrán amanecido sin que Ana se haya dejado caer un rato por el mercadillo junto a Blasco Ibáñez. Eso sí, el botín logrado bascula mucho según el día: “a veces no consigues nada y otras tienes que ir a sacar dinero al cajero porque encuentras algo que no piensas dejar. Yo vengo a la aventura”. Nuestro encuentro tiene lugar en una de esas jornadas apoteósicas: se ha hecho con un perchero de madera por un euro y una colcha de ganchillo por dos. Triunfante, y muy cargada, regresa al hogar.
Tres décadas son las que lleva Agustín como vendedor de antigüedades en el rastro de València. Con precios que van desde un euro a 60, su mesa plegable permite realizar un viaje a través del tiempo con un par de pestañeos: jarrones checos, figuras de cristal, sifones de los años 40, ferretería de hechuras vetustas… “Me gusta montar un buen escaparate para que el público se recree la vista. Voy buscando objetos especiales y, si hace falta recomponerlos, los recompongo. En este mercado hay joyas. Si necesitas una pieza para arreglar un mueble, un botón especial…lo que sea, sabes que, en el rastro, tarde o temprano, se encuentra”, apunta. Pero más allá del romanticismo del lugar, también señala su aspecto más prosaico: “son cuatro días al mes y si alguno de ellos llueve, comemos agua”. Respecto a la futura ubicación, asegura estar “deseándolo”. “El rastro necesita una limpieza, un lavado de cara, actualizarlo un poquitín, ya que llevamos muchos años con el mismo sistema”.
Casi en las antípodas opinativas se encuentra Gabriel, que lleva en el rastro desde 1986 y se muestra bastante pesimista respecto a su presente y su futuro. “Ha ido a peor, está de capa caída. Internet ha fastidiado toda la venta. Antes venían personas con una capacidad adquisitiva media-alta, pero ya no. Y creo que, si nos mudamos de sitio, la mayoría de gente no va a seguir viniendo: esto está más céntrico, aquí vienen caminando, traen a los nenes y a sus perros…Eso no va a seguir sucediendo”. En su caso, ofrece objetos de colección, piezas antiguas y algo de miscelánea. “El rastro tal y como lo conocemos está acabado. La gente lo que más busca es electrónica, no antigüedades de valor”, explica resignado.
Sobre las dos de la tarde la ciudad ha replegado las frágiles estructuras que dan sentido a su trazado, las calles que la forman ya no se pueden distinguir, sus habitantes –tras recoger y apilar las mercancías sobrantes- se desvanecen hasta el siguiente domingo. Anhelos, decepciones, sorpresas y miserias. Supervivientes de los vaivenes del tiempo, historias que aguardan a ser contadas de nuevo. Búsquedas infructuosas, triunfos insospechados, contradicciones, certezas en forma de pieza de porcelana o de madera lacada. La vida también es una mañana de paseo por el rastro.