La democracia consiste en votar al menos cada cuatro años y quejarse entre medias de lo mal que lo hace el gobierno, de las promesas que no cumple o de cómo coloca a sus amiguetes con sueldos que pagamos todos. Hasta que nacieron las redes sociales digitales, el lugar habitual de ‘protesta’ era la mesa del bar o la comida familiar con cuñados incluidos, con reivindicaciones que nunca llegaban al gobierno de turno. Con Twitter, Facebook e Instagram, la crítica y la natural réplica se han trasladado a las redes, magnificadas, manipuladas, intoxicadas hasta convertir estos foros en lo que Javier Carrasco llama con acierto "las redes fecales".
Sobrevive, afortunadamente, la tradicional protesta en la calle, que tiene su versión vil en los escraches, tan condenables ahora como cuando Pablo Iglesias los consideraba jarabe democrático. Jarabe democrático son las manifestaciones y concentraciones de toda la vida, a las que suele ir poca gente en relación al número de afectados. Los manifestantes, de alguna manera, también representan democráticamente a quienes preferimos compartir nuestro malestar en una columna de prensa, en la barra del bar o en las 'redes fecales' antes que emplear nuestro valioso tiempo en salir a la calle.
Desde hace algún tiempo y gracias a la visibilidad que dan las redes, cualquier manifestación tiene la réplica de un ejército de 'manifestantes' virtuales –reales o inventados– llenos de prejuicios, ira y, sobre todo, incoherencia. Aburren de tan previsibles que son. Se manifiestan miles de personas por el crimen de George Floyd y salen en tromba en las redes a afearles que no se manifiesten por los 43.000 muertos "del Gobierno" en lugar de por un negro en EEUU; se manifiestan los hotros contra el Gobierno por los 43.000 muertos de la pandemia y para los hunos son todos unos "fascistas", insulto despojado ya, por abuso, de su significación original, igual que idiota o imbécil (la necesidad de estar contra algo ha dado lugar, además, a una curiosa especie de individuo, el que se define como "antifascista" sin más, que lógicamente necesita que haya muchos fascistas para dar sentido a su lucha).
Tanto odio acumulado alimentado por mentiras interesadas –las fake news que quizá habría que rebautizar como hate news– ha despertado en los últimos años una corriente a favor de limitar la libertad de expresión –que ya tenía unos límites en el Código Penal y la jurisprudencia–, corriente que ha cogido fuerza durante la pandemia, con la Guardia Civil persiguiendo bulos antigubernamentales –contra un Gobierno que miente cada vez más– y los tribunales recibiendo querellas por afirmaciones o expresiones que se quieren elevar a la categoría de delito.
Es una buena noticia que muchos jueces, a veces el Tribunal Supremo o, en último término, el Constitucional, estén poniendo freno a esta deriva, pero los magistrados no son ajenos a la presión social y uno teme que, igual que el legislativo aprueba cortapisas a la libertad de expresión como la 'ley mordaza' –en vigor después de dos años de Gobierno de Sánchez, que prometió derogarla–, los tribunales acaben castigando como delito la mentira o la burla no por unas consecuencias concretas –que entonces sí merecen condena–, sino por su mera expresión.
Del exagerado "no estoy de acuerdo con lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo" (Evelyn Beatrice Hall) hemos pasado casi sin solución de continuidad a querer una condena penal para quienes dicen cosas que nos repelen. La condena debería ser social, de rechazo y desprecio, pero la condena social ya no funciona porque detrás de cada mentira, insulto o provocación hay un ejército de palmeros defendiendo al autor. Defender la libertad de expresión no es avalar lo que diga cualquier idiota sino defender que pueda decirlo.
En este sentido, hay que celebrar la absolución de Willy Toledo, procesado por cagarse en Dios y en la Virgen –con Alá y su profeta no se atreve–; la de César Strawberry por sus tuits burlones sobre Ortega Lara y ETA; la del autor de los ripios satíricos machistas sobre Irene Montero –mucho más suaves que los de cualquier explicació de la falla–; el archivo de la causa contra aquellos titiriteros que, ¡ojo!, pasaron cinco días en la cárcel, y el más reciente archivo en València de la causa abierta contra un community manager de Vox por delito de odio al afirmar en Twitter que los autores de una violación múltiple eran magrebíes cuando eran españoles. Y hay que lamentar que, ante estas sentencias, lluevan las críticas sobre los jueces que defienden nuestra libertad de expresión, la de todos, también la del partido de Santiago Abascal.
Si la mentira fuera delito, el actual colapso de la Justicia sería una anécdota. Para combatir la mentira hace falta un poco de inteligencia –el mentiroso te engaña una vez, a lo sumo dos– y más educación en valores, algo complicado en un momento de relativismo en el que se confunde la libertad de expresión con aquello de que todas las opiniones son respetables. Para nada. Hay opiniones deleznables, empezando por las que se basan en una mentira, pero la forma de combatirlas no es prohibir su expresión.
Hace falta, en definitiva recuperar la condena social y no fiarlo todo al Código Penal. Recuperar la vergüenza. Cabe recordar que Carmen Montón tiene el honor –dicho sea sin retranca, pues le honra– de ser la última política que ha dimitido en España por una mentira, y de eso hace ya 21 meses. Desde entonces, ha llovido mucho y se ha mentido aún más.