Hay que ver lo rápido que las administraciones públicas pueden llegar a actuar en algunos asuntos de su responsabilidad y la dejadez ante otros que no les conviene ni interesa lo más mínimo. En esto de la arquitectura civil y urbana, por ejemplo, todo tiene un porqué muy especial, que es lo que parece en este caso que nos ocupa hoy a la vista de los acontecimientos y las explicaciones que se han sucedido en torno al derribo de una parte de la antigua Escuela de Agrónomos, obra del arquitecto Moreno Barberá, destinada a la ampliación urgente del Hospital Clínico de Valencia. Pero, sobre todo, lo son las contradicciones que se desprenden de las explicaciones formales y sumamente frívolas facilitadas por las administraciones implicadas en su destrucción.
Que si tenía protección y no; si existían permisos y no; si el expediente corrió como la pólvora y no; si aquí se actúa en función de los intereses políticos y no; si existían expertos o no o si es mejor derruir que proteger. ¿En qué quedamos? En fin, en un cúmulo de supuestas explicaciones para escurrir el bulto de la inmediatez y el atentado patrimonial, que si algo han dejado son más sombras que luces en este asunto que en una horas convirtió en polvo y montañas de escombros un edificio que los expertos valoran en su medida para recorrer la historia de la arquitectura moderna que afecta a un periodo comprendido entre las décadas veinte y sesenta del siglo XX.
Por poner un ejemplo, o dos. La Catedral ha estado años reclamando permisos para proteger algunas de sus instalaciones con serios problemas de mantenimiento, aunque los expedientes han estado guardados en cajones años y años para no llegar a ninguna parte. Por el contrario, nada se alegó sobre la reconstrucción de elementos del monasterio de la Valldigna; o el traslado de los restos del patio del Embajador Vich desde el Convento del Carmen, -con nuevas obras actuales muy dudosas al ser un espacio protegido por ley- al Museo San Pío V para su restitución, espacio, por otro lado, aún sin vestir desde hace más de una década. Por no hablar de Tabacalera, que alguien autorizó su destrucción, o el expolio del Convento de Sant Josep y hoy nos habla de proteccionismo.
Son las incoherencias de esa forma tan siniestra en que nuestra sociedad y nuestros gobernantes son capaces de actuar sobre la arquitectura histórica, una sociedad civil y política incapaz de ruborizarse cuando es testigo de que un patio renacentista amanece un día repleto de pintadas, como signo de modernidad para sus responsables, o no frena el ataque vandálico a nuestros monumentos mientras alimenta la realización de lo que ellos consideran arte urbano y los mortales, gamberradas.
No seré yo quien se encargue de defender el auténtico valor patrimonial e histórico de lo destruido porque esa labor le ocupa a arquitectos, historiadores de la arquitectura y críticos, que en este caso como otros, como el futuro derribo del antiguo cine Metropol, ha espoleado a los críticos “antisistema” aunque sin mucho éxito ante hechos consumados con nocturnidad. Pero si atenderé a quienes sostienen que la Escuela de Agrónomos fue diseñada como un todo y los pabellones arruinados formaban parte de un conjunto, como recuerda la familia del arquitecto quien donó al Colegio de Arquitectos el archivo personal de su trabajo realizado en Valencia: la antigua Facultad de Derecho, la que fue de Filosofía y Letras o la Universidad Laboral de Cheste. Tampoco entraré a enjuiciar por higiene intelectual cuestiones relacionadas con vinculaciones políticas o no del creador. Si en esto del arte y la arquitectura empezáramos por ahí nos señalarían como talibanes, capaces de destruir ciudades enteras y museos en nombre de la verdad única y el pecado.
Sólo pretendo efectuar una reflexión sobre el gran daño que las decisiones políticas en nombre del progreso puede hacer sobre nuestro patrimonio, el de todos. Pero también lo quiero hacer con relación a la forma en que respetamos nuestras leyes, las mismas que nos hemos dotado, y los preceptos y singularidades que éstas atienden en defensa de un patrimonio que quienes las han aprobado ahora incumplen impunemente sin que nadie ponga remedio social, y menos político.
Actualmente, muchos se arrepienten de lo escaso que nos queda en una ciudad que muy poco ha protegido su trama urbana y menos su arquitectura histórica y civil, una sociedad capaz de haber dejado caer barrios como el Carmen, romper otros como Velluters, aún en estado de abandono, y casi aniquila el Cabanyal. Los mismos que atronaban en su día en pro de la arquitectura histórica, permiten hoy su destrucción.
Pero lo mejor de todo es que cuando salimos por ahí volvemos sorprendidos por la forma en que sociedades modernas protegen sus centros históricos e incluso han reconstruido casi de forma idéntica después de conflictos bélicos. Nosotros siempre nos hemos de conformar con pastiches y esas franquicias de terraza y olor a fritanga con permiso municipal y autonómico que han acabado con las tiendas históricas del centro de Valencia, o antiguos barrios con solera que hemos visto arruinar en manos de los especuladores con el aval político de turno. Así somos y así nos va a base de una arquitectura y un urbanismo que ha crecido a base de actuaciones disparatadas en nuestras plazas y principales calles.
Por cierto, la antigua Escuela de Agrónomos no es el primer edifico de Moreno Barbera que nuestros políticos contemporáneos han “arruinado”. Casualmente, los mismos que ahora gobiernan la Generalitat y forman parte de Derribos Botànic, acabaron con la fisonomía del auditorio del complejo de Cheste con la excusa de que aquello sería un nuevo edificio modélico, de gran futuro cultural y bien protegido frente a las inclemencias ambientales. Ahí está desde hace décadas su resultado. Un muro de ladrillo con ventanales como fachada que no dice nada pero sobre el que había que actuar a finales de los ochenta y comienzos de los noventa también en nombre de la supuesta modernidad y el nuevo progreso.
Menudo papelón de esta consellería que se llama de Cultura y Patrimonio. Pero es todo lo contrario. Todo, en el fondo, un gran sarcasmo de una clase política que da cierta vergüenza intelectual y real.