VALÈNCIA. Aquella mañana, cuando el ministro llegó a su despacho, un selecto grupo de altos funcionarios le estaba esperando. El motivo: la víspera, el ministro había aprovechado que su departamento formaba parte del comité organizador de un torneo internacional de golf para jugar algunos hoyos con uno de los campeones participantes. Un medio de comunicación les había fotografiado y denunciaba ahora, con grandes titulares, que el ministro se entretenía aprovechando el dinero de los contribuyentes. Como en otras ocasiones, el ambiente en el ministerio oscilaba entre el propio de un ataque de nervios y el más próximo a un zafarrancho de combate. Todo el mundo disponía de su propia teoría y, entre éstas, abundaban las presunciones de traición por parte de alguien del ministerio, oculto enemigo de su actual titular, cuando no el señalamiento de posibles filtradores de la noticia, fieles a los partidos de la oposición y ocultos en la maquinaria administrativa.
La cúpula directiva del ministerio consumió horas tratando de imaginar la respuesta más airosa para neutralizar el efecto de la noticia. Durante ese tiempo se asumió que los intereses públicos del centro ministerial quedaran aparcados. Sólo horas después los altos cargos regresaron a su trabajo ordinario. Ocurrió cuando se supo que el origen de lo publicado se encontraba en una inocente nota de prensa emitida por el departamento de comunicación del torneo, tras considerar que la presencia del ministro constituía un hecho noticiable. El afectado tuvo que arrostrar las críticas iniciales, si bien su intensidad se alivió con una nueva e insólita nota aclaratoria de los organizadores, en la que se afirmaba que había sido el campeón de golf quien había solicitado al ministro mantener el encuentro para discutir futuras oportunidades de expansión del deporte en las áreas turísticas del país.
La anterior es una historia apócrifa en sus detalles, pero verosímil en su argumento central. Cada día, la primera tarea de la mayor parte de los responsables públicos, incluidos quienes dicen leer sólo prensa deportiva o seguir los documentales de la BBC, se destina a conocer las noticias que les afectan y a responder a su contenido, aun cuando sea haciendo punto de gancho con hilo de acero. La dureza de lo publicado y la personalidad del político abren un amplio espectro de acciones y reacciones. El silencio, la llamada amable o arisca al redactor de la noticia, la elevación de la queja a la dirección del medio y la referencia más implícita que explícita a las cuentas de publicidad y patrocinio, forman parte del espectro de respuestas posibles que pueden surgir de la autoridad aludida o de su entorno protector. A un segundo grupo pertenecen las reacciones que se difieren en el tiempo, a la espera de una oportunidad más propicia; quizás sea la futura concesión de una entrevista a un medio rival, la limitación de los contactos profesionales con el medio calificado de hostil, los retrasos en atender sus llamadas, la reluctancia a ampliar el contenido de las notas de prensa, la negativa a renovar suplementos patrocinados…
Si lo anterior es un ejemplo de la cruz de las relaciones entre poderes públicos y medios de comunicación, merece reconocerse la existencia de una cara amable que completa la panoplia de las interacciones mutuas. Ambos poderes se necesitan más allá de sus choques ocasionales y es la creación de un estado de neutralidad dinámica el que permite avanzar hacia la optimización de las aspiraciones mutuas. El problema se encuentra en la permanencia de los límites; por ejemplo, cuando el alcance de los intereses compartidos se desborda para abarcar la creación de canales privilegiados. Muchos políticos aspiran a disponer de un periodista de cabecera y, entre los profesionales de la comunicación, lograr un interlocutor único en el gobierno también se contempla como un objetivo deseable. Sin embargo, son vínculos que, junto a la complicidad, asumen un claro grado de riesgo. De una parte, la concesión de un monopolio informativo agravia a otros medios de información. De otra, facilita el uso oportunista de la relación; así, el responsable público puede encontrarse en una posición comprometida y, para zafarse de ésta, recurrir, con el apoyo de su comunicador favorito, a maniobras de distracción. Entre éstas, una de las más socorridas consiste en desvelar el sacrificio de alguna pieza destacada del organigrama departamental. De este modo se desvía la atención, aprovechando el morbo que suscitan los nombramientos y ceses.
La presencia de relaciones expuestas se produce, asimismo, cuando el medio de comunicación se aviene a reflejar acríticamente un tipo de enredo que podría denominarse el milagro de los presupuestos. Bien conocido `por la Comisión Europea, consiste en reordenar las piezas presupuestarias de modo que puedan otorgar presunción de autenticidad a un falso conjunto de diferentes iniciativas públicas. Así, una medida de apoyo a los parados, -la única realmente existente-, se desglosa en varias ficciones: un plan en favor de los jóvenes, otro destinado a las mujeres, un tercero orientado a las personas de más de 55 años, y así sucesivamente. El mismo puñado de euros, adscrito a objetivos susceptibles de organizarse por categorías diferentes, permiten que este tipo de espejismo alcance y confunda a la opinión pública.
Otra maniobra de confusión surge cuando el organismo público concentra su actividad en una o más de las siguientes acciones: cambiar de logo, renovar su web, rediseñar sus oficinas, cambiar la estructura organizativa o encargar, a una conocida consultora, un plan estratégico que fijará su futura actividad. Cuantos más ítems de los anteriores se acumulen, mayor es la probabilidad de que el correspondiente alto cargo ignore para qué ha sido designado y bucee en las aguas de la inoperancia. Lamentablemente, si el medio de comunicación amigo no adopta un alejamiento crítico, puede que acabe alabando las anteriores iniciativas como ejemplo de capacidad y dinamismo del incompetente.
Atinar los límites de la cara y la cruz de las relaciones entre medios y poderes públicos es más que deseable para que exista una sana, recíproca y profesional relación; pero, incluso cuando las tonalidades fronterizas son grises, más vale pecar de prudencia en beneficio de una mutua profilaxis. Confundir la relación con un mercado de favores o con un drama de amores y desamores deforma el hecho noticiable y sitúa la proyección de los intereses particulares en objetivo preferente, con un perdedor fijo: el espectador público.