Una de las fórmulas con las que cuenta la Administración para abastecerse, reactivar la economía y fomentar el empleo privado es la contratación pública. Aunque el problema de fondo es el de si la externalización tiene sentido – mientras que en algunos casos, si se trata una necesidad única y esporádica, o es compleja, por eficiencia y especialización, tiene cierta lógica hacer outsourcing, en otros que son estables y no se trata de funciones especialmente técnicas en las que la Administración de turno no está versada, esta externalización responde a una cuestión ideológica, cuyo objetivo es adelgazar la Administración- vamos a esquivar, de momento al menos, la cuestión. En cambio, con menos potencial para levantar ampollas, apuntaremos sobre los problemas autóctonos de esta forma de relacionarse con el sector privado y los remedios que se imponen.
Pues no os lo vais a creer, pero, en estos casos, hay empresarios que muerden la mano que les da de comer organizando licitaciones o pujas fraudulentas. Se trata de una conducta que las autoridades de la competencia suelen, muy acertadamente, perseguir con intensidad y a conciencia porque es especialmente dañina, además de para la competencia en general, para las arcas públicas llenadas con el sudor de la frente de los contribuyentes (en España, se estiman pérdidas de 48.000 millones anuales en este tipo de daños colaterales, en una actividad –la de la contratación pública- que mueve alrededor del 15% del PIB nacional).
La CNMC detectó, hace nada, un cártel de consultoras (lo de las consultoras empieza a ser ya de traca, la verdad). 22 consultoras salpicadas por la articulación de dos redes de colaboración (cárteles, hablando en plata) que ordenaban la concurrencia a las licitaciones con ofertas de cobertura. El resultado es que la empresa finalmente adjudicataria en el teatrillo “la licitación de tu vida” patrocinado por el cártel de turno, venía pre-asignada por el cártel, al igual que la módica contraprestación.
Éste es el último amaño de una serie de licitaciones fraudulentas, más numerosas que las novelas de Corín Tellado, que afectó a chorrocientas administraciones (en este caso, 200 contratos públicos). El resultado ha sido la imposición de la, en mi opinión, escasamente disuasoria multa de 5,87 millones de euros a las empresas, entre las que se encuentra la abanderada Indra (participada públicamente en casi un 20%; never forget), pero también otras conocidas del mundillo como Deloitte, KPMG o PWC. Adicionalmente, se multa con 450 mil euros a repartir entre algunos de los directivos. Y, como guinda, y siendo la sanción que hace más daño al empresario, especialmente si vive de licitaciones, y, por lo tanto, más efecto de prevención especial y general tiene, ha prohibido a algunas de empresas (excepto a Indra, por su disfuncional programa de compliance) participar en próximos concursos organizados por las Administraciones Públicas (con los detalles aún por determinar).
Personalmente, tengo mi alma ordoliberal dividida con esta última medida. Por una parte, el objetivo de las sanciones es el de disuadir. Y nada más preventivo que aquello que causa daño… y sin duda causa un daño cierto a las empresas no poder participar del pastel de la contratación pública durante un tiempo. Pero, a la vez, odio los tiros en el pie. ¿Es mejor estar solo que mal acompañado? Pues, como todo en la vida, depende.
Ésta es una medida que, por efectiva que pueda ser, se habría de utilizar con cautela y no como acto reflejo en todas las infracciones graves o muy graves de la competencia (art. 71 LCSP). Con ella, se permite a la Administración alejar de los procedimientos de licitación a determinadas empresas infractoras durante un cierto periodo de tiempo. Pero expulsar a operadores del mercado, aun tramposos, es también una bomba de relojería. Menos operadores, en mercados donde las empresas concursantes están ya en peligro de extinción (porque existen barreras de entrada elevadas, muchas veces justificadas), conlleva incrementar la concentración, algo que, así, a bote pronto, no promete resultados particularmente halagüeños.
Los mercados winner takes all son más peligrosos cuantos menos operadores los habiten porque será más fácil desestabilizar o neutralizar los efectos del cártel. Con que haya un operador al margen del acuerdo de pujas fraudulentas, con capacidad para hacer frente a la ejecución, será suficiente para evitar o reducir su efectividad.
La mejor defensa contra estos comportamientos es una de tipo maximalista: no externalizar si no es estrictamente necesario. Boom! Lo sé. Revolucionario. Pero, como habrá quien se rasgue las vestiduras con esto, y aquí tenemos para todos los gustos, hay una alternativa, que pasa por hacer las sanciones verdaderamente disuasorias, sin necesariamente atarnos la soga al cuello.
Sancionar a la sociedad de forma que el riesgo de la multa haga menos atractiva la infracción que pillarse los dedos con la puerta es indispensable. Pero, a la vez, conviene reconocer que la sociedad es una ficción jurídica. Sancionar a la sociedad es sancionar a los accionistas por unas decisiones que habitualmente se toman a sus espaldas por los administradores y directivos y son, por su propia naturaleza secreta a ilícita, complejas de fiscalizar solventemente (independientemente de que se lucren, como pasó con cierto miembro de la familia real).
El alma de la fiesta de la licitación fraudulenta es quien adopta la brillante, lucrativa, a la par que ilegal decisión de pujar cartelizadamente representando a la sociedad. Sin ellos, la estructura se cae. Por eso, es central eliminar los mecanismos que incentivan que estos individuos participen e, incluso, instiguen conductas anticompetitivas en la idea de que, si no se detecta, pillan bonus (oiga, que entrar en un cártel, aunque se “pierda” el concurso amañado, no se hace altruistamente, sino porque, a la larga, hay más beneficios esquilmando a la Administración), y si los pillan, paga la sociedad a través de la multa a la persona jurídica.
No, amigos, si se descubre el pastel ha de poder imponerse una sanción suficiente a los directivos y administradores que no sea susceptible de ser asegurada de ninguna forma, ni repercutida a través de pactos internos a la sociedad, que nos conocemos. Y estoy hablando de dinero, vil metal, claro. Y, sobre todo, de que no se vayan de rositas los que personalmente de forma más directa e inmediata acaban con beneficios en sus bolsillos, que vienen directamente, poderes públicos adjudicadores mediante, de todos los diligentes contribuyentes y de nuestro trabajo.
Sin embargo, ni siquiera esto es siempre suficiente para atajar estos comportamientos. Algo de lo que se han dado cuenta en algunas jurisdicciones, como, por ejemplo, la norteamericana. La Ley Sherman ofrece la posibilidad de sancionar con penas de hasta 10 años de cárcel, que efectivamente se aplican (en la última década, en 187 casos) y multas de hasta 1.000.000 $ para los individuos responsables. Poca broma. Sí, ya sé, la sanción penal ha de ser la última ratio y además no lo tenemos en nuestro ordenamiento jurídico ni en la cultura europea. Pero menos extraña es la posibilidad de, primero, hacer cirugía societaria, cesando fulminantemente al administrador o despedir al directivo, y, más aún, inhabilitar a la persona como administradora, como sí se hace en el marco de los concursos culpables.
No existe una fórmula mágica para detener los comportamientos anticompetitivos, porque el botín bien vale casi cualquier riesgo aparentemente, pero lo que está claro es que sancionar a las empresas no basta si lo que queremos es acabar de una vez, o minimizar todo lo posible, estas conductas.