VALÈNCIA. Hay estudios científicos que han investigado a los tripulantes de las cabinas de los aviones, los más expuestos a los problema de sueño por su trabajo, y los resultados eran preocupantes. Todos tenían problemas en las zonas de su cerebro relacionadas con el aprendizaje y la memoria, había una destrucción de células por estrés biológico y un deterioro de la memoria a corto plazo. Unos resultados que guardaban relación con los datos de mortalidad de los pilotos, que tienen una tasa mucho más elevada de cáncer y diabetes tipo 2 que el resto de la población.
Hace tres años, Matthew Walker publicó un tratado sobre el sueño que se convirtió en un best seller. En España lo ha traducido Capitán Swing, Por qué dormimos, la nueva ciencia del sueño. Para el académico, profesor de Neurociencia en Berkeley, fue todo un acierto, porque por lo que fuera no estaba tan extendido cómo debiera que la falta de sueño está estrechamente relacionada con las enfermedades más graves, además de con una cantidad importante de los accidentes y muertes al volante. Traerlo a colación viene a cuenta porque en España se duermen 6,8 horas de media. Una cantidad de sueño por debajo de lo recomendado y, por tanto, peligrosa para la salud. Algo que, además, no se puede resolver con pastillas porque "electrofisiológicamente, la sedación no es dormir", advierte en su obra este neurólogo.
Además de las mencionadas enfermedades, no dormir bien también sirve para que se concentre una hormona que te hace sentir hambriento a la vez que suprime la sensación de saciedad. Un fenómeno que influye en el sobrepeso y todas sus enfermedades asociadas. Walker se pregunta por qué en Atención Primaria no se diagnostica más algo tan simple dormir. De hecho, señala en el libro que muchas de las píldoras de melatonina que se venden sin regulación en los supermercados no contienen esa sustancia, pero funcionan como un placebo, "el efecto más fiable de toda la farmacología", opina.
Un curioso hallazgo que aparece en el libro es que el sueño monofásico es propio de los países desarrollados. En culturas sin electricidad, tribus de cazadores-recolectores, como algunas estudiadas en Kenya, el sueño es bifásico. Siete u ocho horas de noche y por la tarde de 30 a 60 minutos. Lo que llamamos siesta. En este punto, el autor documenta que siempre se ha seguido la luz del sol para dormir, algo que se echó a perder con la llegada de la bombilla, un invento que sentó las bases de la explotación de los trabajadores, en el Antiguo Régimen los siervos y campesinos al menos dormían sus horas. Porque, según explica este investigador, el sueño bifásico no tiene un origen cultural, es biológico. Todos los seres humanos, independientemente de su cultura, sienten a media tarde un declive genéticamente codificado de su estado de alerta. Luego se puede discutir quiénes sucumben más a ese sueño, también conocido como modorra, y quienes menos. La siesta tiene nombre español, pero los trabajadores españoles no a disfrutan ni por casualidad. Hay casos más extremos, en Japón, la falta de sueño en condiciones es tal que a quedarse dormido en cualquier parte, especialmente en el transporte público, también le pusieron nombre: inemuri.
Al no descansar bien por la noche, cuando el despertar se hace más duro, el despertador hace que nos suba la presión arterial. Lo peor que se puede hacer por la mañana es posponer la alarma, supone empezar el día con el corazón funcionando de manera anormal. Por otra parte, está también demostrado que sin el sueño necesario no se controlan las emociones, se desata la ira con más facilidad y el pensamiento lógico-racional se ve afectado. Esta es la explicación de muchos episodios de agresividad innecesaria y, también, el origen de problemas maniáticos y de depresión.
Una de las leyendas urbanas en las que más insiste Walker es en que el sueño no se puede recuperar. Aunque se duerma ocho horas durante tres días seguidos, si se viene de una pérdida de sueño, está estudiado que el cerebro sigue fallando. Aunque se duerman siete horas, el mínimo exigible, si se hace durante diez días seguidos, el cerebro llega a ser tan disfuncional como lo sería tras veinticuatro horas sin dormir.
En los niños, los más vulnerables, se observó en Estados Unidos que en muchas familias se les hacía levantarse en plena madrugada para estar en el centro educativo sobre las siete y los padres poder llegar a su trabajo. Con chicos en estas condiciones, se probó a dejarles dormir dos horas más al día y lograron mejorar automáticamente su rendimiento escolar. El cerebro por la noche consolida lo que se ha aprendido durante el día. De hecho, las últimas horas son las más importantes. En ellas el cerebro automatiza movimientos. Si se interrumpen, se pueden llegar a tener problemas de coordinación. Experimentos realizados con jóvenes a los que se les daba a estudiar lo mismo, pero a unos se les permitía dormir más que a otros, mostraban que los que podían hacer una siesta memorizaban mejor. Las diferencias no eran anecdóticas. Con un sueño adecuado, la capacidad para aprender aumentaba en un 20%.
Cuando envejecemos, hay partes del cerebro que se degeneran o se atrofian. Esa es una de las causas de que con la edad se pueda ir perdiendo sueño profundo y saludable, lo que iría relacionado con la mala memoria en la vejez. La falta de sueño es una de las causas que más contribuyen a las enfermedades cognitivas y mentales de los ancianos. Antes de que la pandemia arruinara nuestras vidas, la OMS ya había calificado que en los países industrializados la falta de sueño tenía características de epidemia. La sentencia de Walker ahí es palmaria: "Cuanto menos duermas, más cortas será tu vida".