La representación habitual de la política como un espectro izquierda-centro-derecha tiene sutiles implicaciones que a lo mejor no resultan obvias a simple vista, pero de las que queremos hablar hoy. La más obvia, que un espectro tiene dos extremos, y por lo tanto allí es donde por definición estaría el extremismo. El centro político, en cambio, sería siempre moderado, e incapaz de extremismos, ya que está a equidistancia de los extremos políticos. El centro representaría entonces la democracia, mientras cuanto más te alejes del centro, más te acercas a la dictadura, del pelaje que sea.
Tradicionalmente se ha considerado al fascismo como una ideología de derechas. Más recientemente, algunos polemistas liberales prefieren resaltar sus aspectos más intervencionistas (“los nazis son socialistas, ¡si lo llevan en el nombre!”) para establecer un nuevo espectro político basado exclusivamente en el intervencionismo, con nazis, bolcheviques y cualquier otra ideología totalitaria en un lado, y en el extremo opuesto el no-intervencionismo liberal, donde estarían “los buenos”. La intentona, de puro obvio, no resulta ni siquiera interesante (si alguien de veras se cree esto, le recomendamos buscar una pandilla nazi en lo más oscuro de la noche y gritarles “viva el socialismo”, o cualquier otra consigna izquierdista, a ver cómo le va), pero hay otras teorías marginales que sí lo son, como la teoría del “Extremismo del Medio” del politólogo Seymour Martin Lipset.
La teoría de Lipset se puede resumir así: los términos “izquierda”, “centro” y “derecha” son arbitrarios, podríamos usar igual “rojo”, “amarillo” y “azul”, o “dulce”, “amargo” y “salado”. Lo que representan estas tres posiciones políticas son intereses de clase: lo que llamamos “izquierda” es la defensa de los intereses de las clases bajas y de la clase trabajadora, “centro” es la política de las clases medias, y “derecha” de las clases altas. Y estas tres posiciones, a su vez, se pueden presentar tanto de forma moderada como extremista, resultando en seis posiciones fundamentales. Las tres formas moderadas Lipset las identificó como la socialdemocracia (para la izquierda), el liberalismo (para el centro) y la democracia cristiana (para la derecha). ¿Y las extremistas? La forma extremista de la izquierda, para Lipset, era el comunismo (Lipset formuló su teoría en los años 50, cuando “comunista” era sinónimo de “estalinista”, y cuando la socialdemocracia perseguía un programa que hoy muchos calificarían de comunista).
Sin embargo, el extremismo de la derecha para él no era el fascismo, sino el tradicionalismo ultramontano: grupos como los carlistas españoles, los legitimistas franceses, los imperialistas japoneses, o los confederados estadounidenses. Grupos que pueden tener sinergias circunstanciales con el fascismo, pero que en última instancia solo lo verán como una herramienta para sus propios fines. El fascismo, en cambio, para Lipset era la versión radical del “centro” político, el extremismo de la clase media.
Esta teoría gozó durante mucho tiempo de gran predicamento en los círculos académicos de Alemania, donde siempre están abiertos a nuevas teorías para explicar la “Catástrofe Alemana”. La teoría de Lipset permitía explicar que el NSDAP, tras empezar como un partido minúsculo de extrema derecha, hubiera crecido gracias fundamentalmente a votantes “de centro” y de clase media, al tiempo que se vaciaban los partidos liberales. También Mussolini logró sus primeros diputados en alianza con el Partido Liberal Italiano. Los fascismos de entreguerras, además, gustaban de presentarse como “tercera vía” entre los conservadores y la izquierda, aunando elementos de un lado (el patriotismo, la nación) y del otro (proteccionismo y “socialismo”, al menos tal como lo entendían ellos: para los miembros de la nación o raza “correctos”).
Esto puede parecer contradictorio, pues el centro y la clase media tienden al liberalismo, y el fascismo en cambio es un régimen liberticida. Pero, y ahí está la clave, solo es mortalmente liberticida para aquellos que no forman parte de la comunidad de elegidos, sea esta nacional, religiosa o racial. Entre los “elegidos”, en cambio, la igualdad y libertad es absoluta. O al menos tan grande como lo permita la necesaria defensa de la comunidad, que los fascistas pintan como continuamente asediada por el “otro”, que además usa prácticas ilegítimas y juego sucio. Y ocasionalmente, este discurso cala. Porque frente a la aristocracia de derechas (que se ve como la punta de una jerarquía eterna y natural) y al proletariado de izquierdas (que se considera dominado por poderes económicos y sociales más fuertes que cualquier individuo aislado), la clase media es meritocrática y afirma que todo el mundo debe ocupar y ocupa el lugar que le corresponde por el mérito que realiza en libertad. Pero si la situación normal se ve alterada por una profunda crisis como la Gran Depresión y la clase media se encuentra en caída libre… eso solo puede interpretarse como “demérito”. Si caes es culpa tuya. Perdiste según tus propias reglas. Y ahí está el fascismo, presto a explicar el fracaso con alguna teoría de la conspiración, con apelaciones a enemigos ancestrales, y un líder fuerte que restituya la situación anterior. Es lo que pasó con el nazismo alemán y el fascismo italiano: capturaron a las clases medias desencantadas con la Gran Guerra y la Gran Depresión.
A esta teoría caben ponerle muchísimas objeciones. Para empezar, que es una teoría vieja, formulada en los años 50 del siglo XX, todavía bajo la impresión de la Segunda Guerra Mundial y el estalinismo. Difícilmente, Lipset (que empezó en la universidad en grupos trotskistas y acabó cercano a los primeros neoconservadores) consideraría a la actual Izquierda Unida como “comunista” en el sentido de su teoría, ni consideraría a VOX un partido fascista, sino de corte tradicionalista, elitista y reaccionario. Tampoco encajan en su teoría los partidos ecologistas, ni los muy diversos populismos de la última década.
Y por supuesto Lipset tenía más en mente los países de Europa Central, pero aplicar su teoría a España es, cuanto menos, interesante. Porque desde la izquierda se suele caracterizar la Guerra Civil Española como una guerra contra una “agresión fascista”, pero lo cierto es que en la España de los años 30 no había mucha clase media que pudiese sustentar tal fascismo desde el punto de vista de Lipset. El más genuino representante de un fascismo en España, la Falange Española, fue un movimiento minoritario que no logró ningún diputado en unas elecciones: el único levantamiento genuinamente popular en apoyo del golpe de estado de julio de 1936 no provino de falangistas, sino de los carlistas ultramontanos. Estaríamos ante una curiosa paradoja, un régimen fascista sin fascistas (por otra parte, el número de verdaderos comunistas en Rusia antes de la Guerra Civil Rusa también era minoritario, y nadie duda que aquello era un régimen comunista).
El franquismo tuvo que “fabricarse” sus apoyos populares… y el resultado de sus políticas desarrollistas, dicen explícitamente sus apologistas, fue precisamente “la creación, por primera vez, de una clase media en España”. Algo que la historiografía más mainstream interpreta como que la dictadura sentó las bases de su propia destrucción, pero que desde el prisma de Lipset se ve distinto: si el fascismo es el extremismo de la clase media, entonces la creación de una clase media en la que se englobe toda la sociedad sería su culminación lógica.
El régimen franquista fue un complicado equilibrio entre varias familias, las más importantes de las cuales fueron los tradicionalistas y los falangistas. Y la “creación de la clase media” supuso en cierto modo el triunfo de los falangistas sobre los tradicionalistas, certificado durante la Transición en el desmontaje de las instituciones y arreglos que habían permitido a estos mantener su influencia. Y aunque el falangismo político ha desaparecido, lo que permanece es una sociedad donde todo el mundo se considera clase media. Desde la anciana cobrando 500 euros de pensión de viudedad, hasta el vicepresidente de la CEOE diciendo sin pestañear que “la clase media española tiene más de 700.000 euros de patrimonio”. Una constante del fascismo es su pretensión de superar la lucha de clases… y, en España al menos, esta ha desaparecido completamente del debate público. Casi todos los partidos, desde luego los principales, emiten políticas y propaganda de clase media. Sería interesante preguntar a Lipset qué opina de todo esto, pero murió en 2006. Quizás lo que hay que quedarse de su teoría es que el extremismo no es solo una cuestión de ideología sino también de actitud. El extremismo también se esconde en el centro político, y tener la ideología “correcta” (o no tener ninguna, que para muchos también es la actitud “correcta”) no te salva de nada.
El Gobierno aterrador ha enseñado sus cartas a dos años de las elecciones. Como no convence con sus políticas, empleará dinero público en asegurarse votos. Ahora van a por los jóvenes. Una estrategia burda que tal vez le funcione. Es el caciquismo de toda la vida