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tribuno libre / OPINIÓN

El Tribunal Constitucional: tarde y mal

Foto: EDUARDO PARRA/EP
19/07/2021 - 

Hace apenas unos días, el Tribunal Constitucional desencadenaba el terremoto jurídico-político de la semana al declarar, por seis votos contra cinco, la inconstitucionalidad de los preceptos del Real Decreto 463/2020, por el que se estableció el primer estado de alarma de la pandemia, que impusieron el denominado «confinamiento domiciliario».

El Tribunal no cuestiona la pertinencia ni la proporcionalidad de este confinamiento, sino el instrumento jurídico elegido para establecerlo, por cuanto esta medida suponía la suspensión de la libertad de circulación y fijación de la residencia, suspensión que sólo es constitucionalmente lícita si se dispone mediante un estado de excepción o sitio. La principal diferencia de régimen jurídico entre los estados de alarma y de excepción es que el primero puede adoptarse por el Gobierno sin necesidad de autorización previa del Congreso, que sólo se requiere para prorrogarlo más de quince días. El estado de excepción, en cambio, siempre necesita dicha autorización.

Esta sentencia merece un juicio negativo, cuando menos por las siguientes razones. La primera es que llega demasiado tarde. El Tribunal ha tardado casi quince meses en resolver el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por Vox, excediendo con creces el plazo máximo de treinta días establecido a estos efectos por el artículo 34 de su ley reguladora. El retraso es injustificable, habida cuenta de la extraordinaria relevancia de los intereses en juego y, sobre todo, del riesgo de que durante esos meses millones de personas sufrieran en sus derechos fundamentales lesiones de difícil o imposible reparación, como al parecer así ha ocurrido. Resulta incomprensible que el Tribunal no haya dado prioridad absoluta a este recurso y lo haya resuelto en unas pocas semanas.

Cabe estimar, además, que el retraso ha podido influir en el sentido de la decisión. De un lado, porque el magistrado 'progresista' Fernando Valdés, al que inicialmente se asignó la redacción de la ponencia y que luego renunció a su cargo en el Tribunal en octubre de 2020, consideraba, según dice la prensa, que el Real Decreto impugnado se ajustaba a la Constitución. No es descabellado pensar que, de haberse dictado sentencia antes de la renuncia, se hubiera producido un empate a seis en la votación que se hubiera resuelto con el voto de calidad del Presidente, partidario de considerar que el estado de alarma era constitucionalmente válido.

Fernando Valdés. Foto: TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

De otro lado, es posible que el Tribunal Constitucional hubiera visto con otros ojos el confinamiento en unos momentos en los que este todavía estaba produciendo efectos jurídicos y constituía, según sus propias palabras, una medida adecuada y proporcionada para combatir una grave pandemia. Es probable que los magistrados hubieran tenido en consideración que el coste para la salud pública de declararlo inconstitucional y dejarlo inmediatamente sin efectos era entonces muy elevado, mucho más que ahora.

En segundo lugar, no resulta muy presentable que tanto las tensas deliberaciones del Tribunal como la propia sentencia se hayan filtrado a la prensa antes de su publicación oficial. Esta circunstancia constituye un claro indicio de que el funcionamiento interno de este órgano jurisdiccional está seriamente deteriorado, deterioro al cual tal vez haya contribuido esta decisión.

En tercer lugar, la sentencia hace una interpretación muy cuestionable de los preceptos constitucionales aplicables, que puede tener consecuencias prácticas muy perniciosas y, en particular, comprometer la gestión eficiente de futuras pandemias. El Tribunal da al concepto "suspensión" previsto en el artículo 55 de la Constitución un significado distinto y más amplio que el que comúnmente se le da en el Derecho español. Si el Tribunal hubiera entendido que la suspensión de un derecho consiste en la cesación total de su eficacia durante un tiempo, como es normal entender, no hubiera declarado la inconstitucionalidad de los preceptos impugnados, pues estos preveían una amplia lista no cerrada de supuestos en los que los ciudadanos podían circular por las vías o espacios de uso público. Sin embargo, el Tribunal interpreta que también la "restricción drástica" o de "altísima intensidad" de un derecho implica su suspensión. Esta interpretación seguramente generará en el futuro una gran incertidumbre, en la medida en que el término "restricción drástica o de altísima intensidad" es enormemente indeterminado, lo que hace muy difícil predecir inequívocamente qué restricciones encajan bajo el mismo y cuáles no. Así las cosas, es probable que, ante la duda, el Gobierno tienda a decretar el estado de excepción, incluso en casos donde el de alarma parece mucho más pertinente, lo cual puede tener consecuencias indeseables. Por ejemplo, puede propiciar que el Gobierno 'aproveche' la situación para imponer medidas restrictivas de la libertad excesivas, permitidas en un estado de excepción y que no hubiera podido adoptar bajo un estado de alarma, como, por ejemplo, la intervención de las comunicaciones y la suspensión de publicaciones.

Foto: KIKE TABERNER

En cuarto lugar, el Tribunal considera que lo adecuado hubiera sido la declaración del estado de excepción, a pesar de que de la Ley Orgánica 4/1981 se desprende que el estado procedente para luchar contra una epidemia grave es el de alarma. Esta Ley, en efecto, contempla explícitamente la declaración del estado de alarma para gestionar "crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves" (artículo 4). Y autoriza al Gobierno a tomar las medidas con las que usualmente se han combatido tales epidemias: cuarentenas y confinamientos. En concreto, prevé la posibilidad de "limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos" (artículo 11). 

En cambio, el estado de excepción sólo es posible "cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo" (artículo 13). Resulta forzado interpretar que la crisis de la covid-19 encaja en alguno de estos supuestos legales. Además, las restricciones de la libertad de circulación que el Gobierno podría imponer justificadamente para enfrentar una pandemia tampoco van más allá de las previstas para el estado de alarma (artículo 20).

En quinto lugar, de la Constitución y el sentido común se deduce igualmente que el estado de excepción no constituye un instrumento apropiado para combatir una pandemia. El artículo 116 del texto constitucional establece que la duración de este estado y su eventual prórroga no puede exceder de sesenta días. Y es obvio que para encarar una pandemia puede hacer falta adoptar medidas restrictivas de derechos –como el confinamiento domiciliario cuestionado– que se prolonguen más allá de ese escaso plazo. La covid-19 constituye precisamente un buen ejemplo.

Foto: EP

Además, la autorización parlamentaria previa tampoco tiene mucho sentido en un caso como este. La finalidad de esta autorización es garantizar los derechos fundamentales afectados frente al riesgo de que el Gobierno los restrinja arbitrariamente. Se supone que el Congreso controlará si efectivamente las restricciones están justificadas, y enervará así el peligro de que se produzcan abusos y excesos. Pero para que este control sea efectivo se requiere que los diputados dispongan de los conocimientos, la información y el tiempo necesarios para evaluar cabalmente tanto los riesgos epidemiológicos, sociales y económicos a los que hay que hacer frente como las medidas propuestas por el Gobierno. El problema es que, en una grave pandemia, en la que es necesario adoptar urgentemente medidas de protección de la salud pública, el coste social de esperar un tiempo considerable a que los diputados puedan efectuar dicha evaluación será normalmente excesivo. En el ínterin puede contagiarse mucha gente. De ahí que el control parlamentario posterior, como el previsto para el estado de alarma, resulte mucho más razonable en estos casos.

Por último, la interpretación del Tribunal Constitucional implica que las próximas crisis sanitarias que requieran restringir drásticamente derechos deberán gestionarse por el Gobierno y el Congreso, a la manera del primer estado de alarma, cuyas riendas tomó este último el 25 de marzo de 2020, prorrogándolo quincenalmente seis veces con amplísimas mayorías. La deseable futura "Ley de pandemias" no podrá optar por un modelo descentralizado y administrativo de gestión, en el que la responsabilidad de evaluar los riesgos y adoptar las medidas de protección previstas por la ley se atribuye a las Administraciones autonómicas, que son las que tienen las competencias ordinarias y, seguramente, mejores medios materiales y personales, información y experiencia para afrontar una crisis sanitaria con acierto. Salvo que se reformen los artículos 55 y 116 de la Constitución –evento altamente improbable–, el legislador no tendrá más remedio que disponer una gestión centralizada y parlamentaria, a pesar de que esta demostró tener resultados funestos durante el primer estado de alarma, de que por esta razón fue abandonada posteriormente y de que prácticamente ningún otro país europeo la ha seguido.

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