VALÈNCIA. El pop se hunde, y con él una sensibilidad, una manera de imbricar la música y la propia experiencia, o de realizar en la imaginación, gracias a la hiperestesia propiciada por la música, ciertos idealismos, ciertas elevaciones del espíritu. El pop se hunde porque hace menos efecto que antes, y nadie sabe con certeza si esta mengua se debe a que ha perdido cualidades o a que las ha perdido su audiencia. Quizá se han combinado ambas cosas. La cuestión es que aquel pop inicial, aquel pop de carácter y tronío, aquel pop inspirado e inspirador, original y variado, rico y colorista va dejando paso a un pop vulgar y monótono, a una salmodia ordinaria y sicalíptica, obscena y exhibicionista que utiliza las vergüenzas corporales —propias o alquiladas— para disimular sus infamias intelectuales.
El pop, que siempre fue comercial, tuvo, hasta finales del siglo XX, la decencia de guardar un equilibrio entre lo sonoro y lo crematístico, de dar algo a cambio de la entrada. Últimamente, sin embargo, se ha roto la vieja proporción, y la fórmula cualitativa del pop ha ido perdiendo esencia musical en aras del puro espectáculo; el pop se ha desmusicalizado hasta el punto de ser hoy un buñuelo de viento, una fritura dorada, crujiente, llamativa y fofa. Tiene, como la política, muchas más figuras, muchas más cabezas de cartel, pero menos carisma.
El pop y el parlamentarismo están viviendo una insólita proliferación de cantantes y de partidos en los que no hay ningún amor a la música por parte de unos, ni al servicio público por parte de otros. Los partidos, en vez de mejorar la existencia de la ciudadanía, le sacan los cuartos; y los ídolos musicales no hacen música, sino caja. La política y el pop son dos realidades degeneradas de nuestro tiempo que se han echado en brazos del merchandising.
Del pop y de la política sólo se mantiene la carcasa: el fogonazo visual en el primero y la carátula digna en la segunda. Pero dentro no hay más que publicidad y negociete, promoción y taquilla. Del pop queda el resplandor, la puesta en escena, la promesa; de la política el rictus, la verborrea —empobrecida y trivializada, pero tan excesiva como siempre— y la ceremonia. No hay música. No hay enjundia. El público se contenta con muy poco, y nadie da razón de semejante conformismo.
Unos dicen que surgió espontáneamente de las multitudes idiotizadas por la televidencia; otros afirman que nada es casual en esta jungla mediática, y que si el populacho está como tonto es porque alguien, desde la sórdida tiniebla de algún cochino retrete, lo va dejando en tal estado. En cualquier caso, lo cierto es que la política y el pop se hunden; que la cáfila de caraduras que habita las anfractuosidades ibéricas ha descubierto en la política un atajo al salario público, y que la inmensa patulea de blogueros, influencers y otros atorrantes que ha traído internet ha visto en el pop una suerte de piedra filosofal que ocultará su falta de talento bajo el brillo de las lentejuelas.
El pop se ha vuelto política, y la política se ha vuelto pop —que se lo digan a Iceta—. Ya no hay, en consecuencia, políticos ni cantantes. Hay algo distinto: algo que discute, critica y procrastina, y algo que berrea mientras patentiza y contorsiona la corambre; cosas muy otras del pop y de la política, pero que han usurpado los espacios de una y otra sin que las masas, absortas en el whatsapp y el netflix, ebrias de pornografía y redbull, ciegas de porros y cocaína, engolfadas en el facebook y el instagram, sumidas en la crisis de los cuarenta y los flirteos de gimnasio, entregadas a la papanduja y al pizpiretismo, exasperadas por las arrugas y los michelines, pirrándose por el fútbol y despepitándose por la moda, idolatrando gañanes y despreciando eminencias, presas del infantilismo y la irresponsabilidad, mal dormidas y peor educadas, carne de cañón y bobas de Coria, no aciertan a decir esta boca es mía.
Les han dado el gato del aullido y el voyeurismo por la liebre del pop, y el torrezno del embuste y la rechifla por la ternera de la política. Y aun así mascan y degluten que da gusto. Muelen el tasajo a encía pelada y lo van ensalivando, infinitamente pacientes, lastimosamente rumiantes, hasta que aquéllo pasa por el gañote. Oyen estridencias, bailan compases tartamudos, y mientras pierden el ritmo y el oído sonríen como benditos y sueltan la pasta. Ni pop ni política. Ni música ni dialéctica. Ni sensibilidad ni gestión. Y aun así la gente ríe; gritan, carcajean, sacuden los mechones, muestran dientes badajos y guiñan pupilas eclipses.
Resulta extraño, aunque puede que su obtuso regocijo tenga una explicación: que habiendo acompasado su propio encanallamiento con los del pop y la política, gocen lo de ahora como se gozaba lo de antes.