VALÈNCIA. La ansiedad se presentó sin avisar en la vida de Juan Carlos Viñas (Valencia, 1987) cuando apenas contaba 16 años. Su vocación inequívoca era dibujar, pero el escepticismo general del entorno acerca de los estudios de Bellas Artes hizo mella en su voluble personalidad adolescente. El miedo a no encontrar trabajo, a no poder ganarse la vida con el arte, le agarraba las entrañas. Quién iba a decirle que años después se convertiría en un reputado ilustrador profesional, y que acabaría plasmando en una novela gráfica su larga lucha contra esta enfermedad.
Juan Carlos dio paso a Jotaká. El chico forzosamente antisocial, que durante años apenas se atrevía a pisar la calle, actualmente es capaz de mezclarse entre el tumulto para ver una mascletà. La sombra de la ansiedad nunca se disipa del todo en quienes la padecen, pero él ha aprendido a cabalgarla. Bajo el glaciar (Ediciones Hidroavión, 2019) es el relato personal de cómo lo ha logrado.
El 57% de los españoles ha sufrido ansiedad
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la incidencia de la ansiedad y la depresión en la población aumentó un 50% entre 1990 y 2013, hasta alcanzar los 615 millones de personas. Según estudios más recientes, el 57% de la población española reconoce haber sentido ansiedad en alguna ocasión; un porcentaje que se dispara si nos movemos a la franja de edad entre los 18 y los 25 años, convergente con ese momento crucial y angustioso en el que todos tenemos que plantearnos qué narices queremos hacer con nuestra vida. En un contexto de paro juvenil salvaje y un mercado laboral sembrado de personas sobrecualificadas e infrapagadas, no debe extrañarnos que la ansiedad esté considerada como la peor epidemia de nuestro tiempo. Una certeza que no ha evitado que siga siendo una enfermedad estigmatizada e incomprendida.
Los síntomas de Jotaká se recrudecieron durante el periodo universitario, hasta derivar en una terrible aprensión: “Pensaba que podía morir en cualquier momento porque me podía dar un ataque al corazón; porque me desmayaría y nadie me encontraría jamás; porque me explotaría la cabeza de los nervios o me volvería loco”. Actividades cotidianas como ir a un concierto, subirse al autobús o hacer la cola del supermercado se erigían en su imaginación como un ochomil insuperable. Incluso cuando entraba en una cafetería tenía que estudiar a fondo dónde estaban las salidas de emergencia. Incapaz de enfrentarse a estos retos, su casa se convirtió en su fortaleza, y el dibujo en su única vía de escape.
Finalmente fue diagnosticado por un facultativo: sufría agorafobia. Cuando escuchamos esta palabra pensamos en el personaje de Sigourney Weaver en Copycat, donde la actriz norteamericana interpreta a una experta en asesinos en serie que se recluye en su apartamento durante años. Pero a Jotaká le sacaron de la confusión. La agorafobia es un trastorno de espectro más amplio, que afecta a más personas de lo que parece. “Es el miedo a sufrir un ataque de pánico en una situación en la que no tienes la seguridad de que vas a estar bien o de la que sería muy embarazoso salir”, explica en esta novela gráfica, profusa en textos manuscritos por el propio autor. “Te encierras en casa porque piensas que es la única solución. Llegas a la conclusión de que, si te pasa algo, mejor que sea en un sitio seguro. Esto afectó mucho a mi vida social, y también me habría perjudicado mucho a nivel profesional si hubiese tenido un trabajo convencional. Menos mal que el mío consistía en dibujar en casa”.
“Me ayudó mucho saber que había mucha gente a la que le pasaba lo mismo que a mí. Eso, y que me aseguraran de que nadie se había muerto nunca de agorafobia -explica a Cuturplaza-. Creo que es bueno que se hable de ello abiertamente, por eso cuando la editorial Hidroavión me encargo una novela gráfica, decidí hacerla sobre este asunto”.
Bajo el glaciar es la crónica del viaje que cambió la vida a Jotaká. A Oliver, el protagonista cuyo alter ego es Jotaká, su hermana le regala un billete para Islandia a modo de terapia de choque. El magnetismo telúrico de las auroras boreales y los paisajes silenciosos de llanuras y acantilados de hielo le atraían y aterrorizaban al mismo tiempo. “Pero me di cuenta de que era demasiado joven para quedarme el resto de mi vida en casa”. Así es como la novela se transforma en un road trip de mochileros por el país nórdico, con la música nostálgica de Bon Iver como banda sonora y el telón de fondo de la laguna de icebergs Jökulsárlón, el volcán Eyjafjallajökull o el parque nacional de Pingvellir (considerado como el lugar energéticamente más potente de la Tierra). “Creo que viajar a cualquier sitio me hubiera ayudado, pero las peculiaridades de Islandia, con su naturaleza prácticamente virgen, me dieron una paz que creo que no habría encontrado en otro lugar”, confiesa.
Un estilo gráfico naíf para tratar un tema oscuro
En esta novela gráfica no hay recetas de autoayuda ni bosquejos negros al carboncillo. Es, por el contrario, un libro inundado de luz y paletas cromáticas vivas, fiel al estilo gráfico del ilustrador valenciano, conocido sobre todo por su dominio de la acuarela y el rotulador, y por la combinación de ilustración tradicional con papercraft. “Quería contraponer mi estilo amable, que es un reflejo de mi personalidad, con un tema que a priori es muy oscuro. A mí me gusta transmitir buen rollo, luminosidad, huyo de las cosas complicadas”.
Ese trazo naíf -que en origen bebe de referentes tan dispares como la pintura cubista de Picasso, el cine de Wes Anderson, los artistas falleros y la estética camaleónica de David Bowie, aunque también cita entre sus ilustradores preferidos a Steve Simpson y a los hermanos Brosmind de Barcelona- es una seña de identidad que le ha granjeado más de 90.000 seguidores en redes sociales y numerosos encargos en publicidad, un sector que precisamente se distingue por la enorme presión de los plazos de entrega.
Jotaká ha trabajado para marcas como Netflix (con la serie de “Stranger Things”), Starbucks, Coolway, Hyundai, Iberia o Estrella Damm, y su obra se ha expuesto en países como Polonia, México y Chile. “Efectivamente, da la impresión de que me he metido yo solo en la cabeza del lobo -ríe-. Mi truco para poder compensar la locura de los plazos de entrega frenéticos es trabajar con una organización muy estricta. Y sí, sigo sufriendo ansiedad; la diferencia es que ahora he aprendido a vivirla como una emoción más. Cuando viene una oleada fuerte -que suele empezar con una sensación de calor muy intensa-, la considero una señal de alarma. Un aviso de que tengo que dejar de trabajar un poco y salir a dar una vuelta con amigos o ir a ver una exposición para relajarme. Ahora, por fin, siento que lo puedo controlar”.