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La nave de los locos / OPINIÓN

El mar y el mal

La vida siempre es una huida a ninguna parte. Huimos de nosotros y de los demás. En estos tiempos con mayor motivo. La enfermedad y la histeria nos acechan. Hay que escapar de la fiebre amarilla, de los profetas del viejo Apocalipsis. El mar, siempre el mar, será nuestra cura

16/03/2020 - 

VALÈNCIA. El día después de la tragedia, una mañana de miércoles hui a la Malvarrosa para alejarme de la mala gente de la ciudad. Necesitaba ver el mar para calmarme. No podía más con el peso de tanta histeria. En València todo el mundo hablaba del mal. Y el mar era la mejor manera de protegerse del mal. 

Aparqué cerca del hotel Las Arenas. Tuve que sortear a un gorrilla negro. Era una mañana que anunciaba la primavera. A esa hora del mediodía, el paseo marítimo estaba tranquilo. Vi a madres paseando con sus pequeños; a ciclistas italianos que conversaban en voz alta; a un jubilado que tomaba el sol casi medio desnudo y a dos jóvenes que leían y luego escribían en un bloc de notas. Todos parecían ajenos al fin del mundo.  

El bichito chino ha comenzado a pudrirlo todo. Se comerá nuestra forma de vida, arrasará las libertades individuales y sumirá la economía en una crisis profunda

Estoy sentado en un banco escribiendo este artículo. Un adolescente muy delgado pasa por delante de mí. Es rubio y luce una melena ondulada. Va vestido con una camiseta sin tirantes y unos pantalones cortos. Calza unas chanclas. Me recuerda a Tadzio en la playa del Lido, bajo la mirada del famoso escritor Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia de Thomas Mann. Bella e intelectual novela sobre un cincuentón enamorado que fue llevada al cine por Luchino Visconti. ¡Cómo no recordar la escena final de la muerte de Aschenbach a consecuencia de la epidemia de cólera que asola Venecia, con música de Mahler de fondo! 

Pie de foto 2: Un hombre pasea tranquilo por la playa mientras otro pesca, indiferentes al clima de histeria general.

Nunca se aprende nada

Aquel mal es el nuestro. Todo se repite y nunca se aprende nada. El pavor de entonces es el pavor de estos días. El bichito de hoy, como el de ayer, ha comenzado a pudrirlo todo. Se comerá nuestra forma de vida; arrasará las libertades individuales; sumirá la economía en una crisis más profunda; convertirá lo que queda de las democracias occidentales en carcasas vacías. Y todo se hará a mayor gloria de tiranos como Xi Jinping

La fiebre amarilla ya está aquí. Nos vino importada de China, el gran culpable en este drama que ha comenzado a escribirse. Pero disfrutemos del momento. No vamos a morir, por ahora. Al menos nos queda el sol de la Malvarrosa que se asemejará al de Orán, en la otra orilla del Mediterráneo. Ese sol argelino que Camus inventó para sus personajes en La peste, el bueno de Camus —lástima de aquel accidente de coche—, Camus, el enamorado de España, que aún creía en la solidaridad entre los hombres. 

Me adentro en la arena para hacer unas fotos. Dos perritos se pelean por una pelota de goma. Me tranquiliza el ruido de las olas de un mar en relativa calma. Cierro los ojos. Huelo a salitre. Una mujer regaña a su hijo debajo de una sombrilla. 

Me acerco a la orilla. Una pareja cogida de la mano se aproxima. Son jubilados. Se detienen cerca de mí, ajenos a mi presencia. No saben o no les importa que los esté mirando. Mi curiosidad morbosa se ve colmada cuando se besan unos segundos que parecen una eternidad. Vuelven a abrazarse antes de reemprender el paseo. La escena que acabo de presenciar hace que dude de mi pesimismo. Tal vez el mundo tenga aún solución; tal vez ofrezca un resquicio para los creyentes en el futuro. 

El hombre tumbado de la foto no está infectado del bichito; simplemente toma un baño de sol saludable y muy mediterráneo.

Un paquistaní vende bebidas 

Oigo vocear a un hombre a mis espaldas. Me doy la vuelta y lo veo acercarse. Por su aspecto deduzco que es paquistaní. Carga con una bolsa. “¿Coca-Cola, cerveza, Fanta?”, pregunta. Muevo la mano para indicarle que no me interesa. Luego se pone a hablar con un compatriota, que se dedica al mismo negocio. 

Salgo de la playa con el recuerdo vivo de los jubilados enamorados. Cruzo el paseo y busco un bar en Eugenia Viñes (entonces era fácil encontrar locales abiertos porque aún no se había declarado la Ley Seca). Me siento en la terraza de La Ola, al lado de las vías del tranvía. Pido una caña y me sirven un doble. Decido no protestar. A mi lado charlan tres profesores. El más joven, de maneras delicadas, les cuenta los planes para sus vacaciones no falleras.   

Del local emerge la voz cavernosa de un locutor, que da el último parte de guerra. Conecta con hospitales y con algún ministerio. Durante unos minutos cumple con su papel de agitar el miedo. Tiene tablas. No espero a apurar la cerveza. Me alejo sin sentir ni miedo ni esperanza. Pero me noto vacío y triste, y mi tristeza es vulgar, nada heroica, y pienso que también esto pasará. 

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