El derecho a una vivienda digna está reconocido internacionalmente y en muchos textos legales estatales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) manifiesta que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. El artículo 47 de la Constitución Española (1978) asegura que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.”
Habitar no significa solo tener un techo bajo el que vivir. Habitamos en comunidad y en vecindarios. Habitar dignamente es una precondición para desarrollar el hecho de ser. El mercado de la vivienda tiene una influencia central en las estructuras económicas, sociales y territoriales. La vivienda no es sólo refugio sino también es un bien de consumo, de estatus y, crecientemente, un producto de inversión.
A pesar de la universalidad del derecho a la vivienda, los estados y sus gobiernos cierran sus ojos ante su incumplimiento. La creciente financialización del mercado de la vivienda lo ha ido desconectando de su función central; la de proveer a las personas de un lugar decente para vivir con dignidad y seguridad.
La pandemia nos ha enseñado con claridad cómo la situación de la vivienda influye en la reproducción de las desigualdades. La covid-19 está teniendo una mayor incidencia en los vecindarios donde viven ciudadanos más pobres, donde el número medio de personas bajo el mismo techo es más alto o dónde la gente no dispone del privilegio de teletrabajar. Es posible que la covid-19 haya contribuido a desvelar un problema que muchos se han negado a ver: el de la pobreza, la informalidad y la exclusión.
Pero, afortunadamente, de manera similar a las intervenciones de urbanismo táctico que muchos gobiernos locales están implementando en el campo de la movilidad y del acceso al espacio público —desde carriles bicis temporales a incrementar el espacio disponible para las personas—, algunas ciudades están implementando medidas temporales de políticas públicas centradas en los derechos sociales.
Al igual que las intervenciones de urbanismo táctico, esas acciones de políticas sociales tienen una dimensión exploratoria —nos permiten probar nuevos instrumentos y soluciones—, una dimensión demostrativa —permiten enseñar alternativas—, y una dimensión de hábitos, al empujar cambios de comportamiento, como coger más la bici, que se pueden quedar para siempre.
Por distintas razones y a distintas escalas la situación actual está permitiendo, en distintos lugares, que se paralicen temporalmente desahucios, se platee controlar los precios de los alquileres (se ha contemplado en la negociación de los presupuestos nacionales de 2021), se busquen soluciones habitacionales ágiles y dignas para las personas en riesgo de exclusión o se fomente el retorno de apartamentos vacíos o en alquiler vacacional al mercado de alquiler residencial.
Sea como fuere, lo más relevante es que la vivienda digna ha ganado centralidad en el debate público y que se empieza a extender la idea de que lo que no es digno es que se especule, básicamente que se extraiga beneficios a costa de otros, de lo que tenemos que entender como un derecho.
A largo plazo, por supuesto, es importante aumentar el stock de viviendas sociales y en alquiler, y sobretodo entender la política de vivienda como una política industrial y no solo social. Una política de fomento que influya positivamente en el desarrollo de los sectores del diseño, la construcción o la sostenibilidad.
Dicha cuestión requiere, como contempla la Constitución, que la comunidad participe en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos. También dependerá sin duda de la capacidad de las ciudades de influir sobre los fondos europeos de recuperación y resiliencia. De hecho, los alcaldes de Barcelona, Bratislava, Budapest, Hannover, Lisboa, Milán, París, Praga y Varsovia escribieron la semana pasada una carta a la Comisión demandando la gestión directa de al menos el 10% de los fondos