Uno de los grandes del cómic de ciencia ficción, cuyas historias aparecieron publicadas en España en Zona 84, 1984 y la edición local de Metal Hurlant, siempre tuvo muy presente el sexo. En entornos futuristas, situaciones post-apocalípticas, siempre planteaba problemas de naturaleza distópica, pero sexual. Así, sus personajes tenían relaciones con Inteligencias Artificiales, alienígenas o defendían el matrimonio cristiano por toda la galaxia sin excluir la hipocresía que conlleva.
Es una fantasía recurrente, tanto, que se ha repetido varias veces en el cine. El último hombre sobre la Tierra, de 1964; The Omega man, en 1971; El último superviviente, en 1985; Soy leyenda, en 2007 y, recientemente, la serie El último hombre sobre la tierra En el cómic también sedujo la idea de qué pasaría si uno se despierta y ya no hay nadie, que han muerto todos. Paul Gillon tiró del mito a principios de los 80 en La Superviviente, aparecida en la revista Zona 84 (última edición, Glenat, 2011). Un tebeo que no es otra cosa que el mito de Robinson, pero en un contexto post-apocalíptico en lugar de en un naufragio.
La idea tenía de fondo más inteligencia que las desarrolladas en el cine. La hipótesis que planteaba era que, en un planeta en el que habían muerto todos los humanos, los robots seguían funcionando con normalidad realizando sus tareas rutinarias. La protagonista se instalaba en París y se dedicaba a no hacer nada junto a su ayuda de cámara. Tal y como eran los tebeos en aquella época, la ciencia ficción pronto daba paso al sexo. La protagonista se acostaba con su robot, Ulyses, y lo que conseguía al final era que este acabase comportándose igual de mal, como un celoso violento e impulsivo, que un humano posesivo y controlador.
En la segunda parte, El heredero, la protagonista daba a luz. Se había quedado embarazada de un encuentro con el último humano vivo. El interés estaba en que de nuevo las características humanas pasaban a los robots. Ella no quería al niño, ordena que lo machaquen, pero el androide que está a su servicio no está programado para hacerlo y se convierte en niñera de un crío que bautiza con el nombre de Jonás. Al padre lo había asesinado el robot, pero ese mismo androide es el único que puede dar sexo a la superviviente, por lo que ella se encuentra en una paradoja y piensa: "Qué ironía, tú el asesino eres el único capaz de hacerme olvidar a tu propia víctima".
En cuanto al sexo, en esta entrega la protagonista encuentra en el Sena, donde se baña tranquilamente, una mascota. Es una especie de madre de xenormofo, la podríamos llamar jocosamente Alien ponedora, que coloca en un acuario en su habitación. No obstante, dados sus tentáculos, no tarda en juguetear con ella metiéndose en la pecera para darse placer con sus extremidades. La inteligencia artificial de Ulyses, de nuevo rabioso, intenta electrocutarlos preso de los celos y la psicopatía.
La escena culmen del androide es cuando empieza a disfrutar del sexo también con violencia. Hace daño a la superviviente, la desgarra, y ante sus lloros contesta: "Palabras vanas, quejas vanas, ridículos lamentos de una humanidad perversa... sepa que la alteración de sus sentidos no tiene ningún significado para mí... si siento algún tipo de satisfacción se trata simplemente de un placer metafísico, un goce metódico... la prueba de nuestra dominación del ser biológico. El control del éxtasis es el símbolo del poder de los servoprocesarores sobre la especie humana". Un monólogo como el de Roy Batty (Rutger Hauer en Blade Runner) pero al revés.
Sin robots, solo con alienígenas, era el relato de la astronauta de Proceso de Supervivencia, una historia que apareció publicada en 1983 en la revista Metal Hurlant. Era un arquetipo de aquel tipo de ciencia ficción en viñetas. Los autores se podrían permitir absolutamente todo y el género estaba de moda, hasta la sobresaturación para muchos lectores, y todo eran excesos. Si en lo erótico todo eran penes gigantescos y en la llamada línea chunga, priva y porros, en los tebeos de ciencia ficción las idas de olla eran puro delirio.
Esta comenzaba así: "Tras dos siglos de oscurantismo, bajo el reinado de Thol Teodorich, la confederación galáctica reemprende su conquista científica del universo, y en el año 286 del Nuevo Imperio, el módulo de exploración Espéride se estrella sobre la cuarta luna de Taurydis, en la constelación del Pez Austral". Todo esto para contar que Anhyele, la tripulante astro-mineralogista, es la única que sobrevive. Se encontrará en un planeta inhóspito, durmiendo de mala manera junto a los restos de su nave. La soledad hace que vaya enloqueciendo y a la vez verse de alguna manera embriagada por los olores y las formas de un gato-mono que le acecha. Al final, tienen sexo. El resultado, que la bestia engendrada devorará el interior de la mujer antes de nacer. Se alimentará de sus entrañas. Parecido a Alien otra vez, que se ve que le gustó, pero más bestia.
En el número 64 de la revista 1984 apareció el mismo año la historia La Nueva Venus. Era sobre un detective que tenía que acudir a una nave nodriza en búsqueda de un desaparecido. Solo se sabía que múltiples jóvenes habían desparecido cuando se encontraban rumbo a esa nave. Lo que ocurre es muy contemporáneo. Mediante la seducción y un espirituoso, la anfitriona se acuesta con los visitantes y, con el sexo, cuando bajan la guardia, los absorbe para acumularlos en un depósito. Lo que está haciendo es reclutar obreros para sus fábricas. Una historia corta, pero instructiva.
Con guión de JC Forest, también en Metal Hurlant, la obra más importante y extensa de Gillon fue Los náufragos del tiempo, publicada mucho antes, en 1962, en la revista francesa Chouchou, pero que duró hasta el 89. El futuro que planteaban los autores es ahora nuestro pasado, la obra empezaba a finales del siglo XX. Toda la cantinela de que el planeta está en peligro y vamos a extinguirnos era lo que daba pie a esta historia. Una mujer y un hombre eran lanzados al espacio para garantizar la supervivencia de la especie humana. Decía el experimento que de la humanidad "más que la muerte, se teme la degeneración".
Eran lanzados con una trayectoria elíptica para volver cada 125 años, a ver si los humanos ya eran capaces de garantizar su existencia. En este caso, la historia es clavada al Planeta de los simios, aunque la catástrofe ecológica no era solamente bélica. Unas esporas que cruzaban el universo, al contacto con la atmósfera terráquea producían unas amenazantes y enormes esferas indestructibles. Lo llamaban La gran calamidad. En un momento de madurez, las esferas estallaban y las esporas caían como ácido sobre la población.
¿Y el sexo? Pues lo había también incluso en esas circunstancias. El humano que regresa a la Tierra ha perdido a su mujer. Junto a una compañera, Mara, intentará recuperarla. Está dentro de una célula por ahí perdida. El problema es que Mara se enamora de él y quiere encontrar a su ex, Valeria, pero muerta. Cosa que expresa sin tapujos, por eso la relación que tienen es un tanto turbia. Ella le dice tras hacer el amor: "No dices nada, no me contestas... sé que me amas, Chris, estoy segura. Pero me sacrificas a una quimera... y me haces el amor como a una condenada, con una mezcla de compasión, ternura y rabia". Hermoso de leer, pero la chica cierra el capítulo suicidándose.
En la siguiente entrega, don Chris, muy afectado, se percata de que lleva mil años sin emborracharse y se va de putas, todo en un contexto de trepidante historia de ciencia ficción. Con la prostituta que se acuesta, sigue siendo el mismo de hace mil años, pues le confiesa: "Quinine, tienes los ojos de Valeria, los labios y los pechos de Mara... tú eres la una y la otra... y eres una prostituta". La conversación no termina bien, como era de prever, y acaba con la mujer rajándole la cara para que cuando encuentre su querido amor esta sepa que lleva la marca del que se ha ido de putas. Así se lo expresa, de hecho.
El enredo que sigue es difícil de explicar. Mientras el protagonista surca el futuro en busca de su amada, esta aparece y vuelve a desparecer, mientras resucita su amante, que cae enferma con un virus maligno, para luego encontrar a su mujer de bailarina en un prostíbulo en el que casualmente vuelve a encontrarse con Quinine y le falta tiempo para subírsela a una habitación. Haría falta un Jorge Javier Vázquez para que lo sintetice y sea entendible. Todo ello en el espacio, eso sí.
El triángulo amoroso se irá normalizando con el tiempo, Mara le llega a decir a Quinnie "En este mundo extraño y hostil nuestras rivalidades resultan ridículas, además los sentimientos cambian con los sufrimientos... entre tú, la prostituta y la bestia, y yo la diferencia es mínima". Aunque Chris sigue alternándolas y agravando el conflicto. Tanto es así que amor, celos y desamor son el principal motor de este culebrón galáctico no exento de aventuras por planetas exóticos y personajes extravagantes.
Los conceptos del sexo expresados por Guillon en los 60, 70 y 80 y proyectados al futuro son curiosos. Por un lado, muestran a una mujer liberada en los términos propios de la revolución sexual. Ella es dueña de su cuerpo y no tiene por qué ocultar que tiene deseos sexuales como cualquier ser humano, no se trata de algo sucio, como había sido impuesto hasta entonces por la religión y la moral tradicional. Sin embargo, al mismo tiempo, también ponía esos deseos al servicio de los hombres que básicamente se las tenían que ir apartando, porque más que con deseo sexual, estaban amoldadas a la fantasía masculina, eran criaturas desesperadas por ser saciadas sexualmente. A Chris, en Los Náufragos del Tiempo, se le llega a echar encima hasta una niña para que se acueste con ella. Eso sí, al final, quien sobrevive es el matrimonio. El de siempre. El de toda la vida.