MURCIA. Damasco. Un hombre desconocido arenga a las masas. Habla de resistencia, de unión, de amor. Su aspecto y, hasta cierto punto, su mensaje, recuerdan a Jesús de Nazareth. La ciudad está a punto de ser atacada por el Daesh, pero el ataque fracasa y la gente lo atribuye a la intervención milagrosa del desconocido, que empieza a ser llamado Al-Masih, El Mesías. Este es el sorprendente arranque de Mesías, otra de las muchas series que invocan la presencia de lo divino, tema que ya comentamos no hace mucho. Solo que aquí, a diferencia de estas, que se adscriben, en mayor o menor medida, al género fantástico (Good Omens, Lucifer, American Gods, Evil), son la actualidad y la realidad las que importan. Mesías es una ficción de contenido altamente político y un thriller de espías.
La llegada de este supuesto mesías, del que todo el mundo intentará conocer la identidad, incluida la CIA, provoca todo tipo de situaciones. La acción se expande a varios lugares y líneas narrativas, conformando otro ejemplo de relato globalizado, esos que se construyen en torno a cómo se conectan diversas acciones a lo largo del mundo. Aquello de la mariposa que bate las alas en China y provoca efectos a miles de kilómetros. Claro que en este caso se trata no de una mariposa, sino, nada menos, de un mesías, la supuesta vuelta del Salvador al mundo, así que los efectos y consecuencias son muchos. Un mesías, por cierto, que no se adscribe a una religión y tiene seguidores cristianos, judíos, musulmanes y ateos. Y que, lejos de tranquilizar o traer la paz, acaba provocando más caos.
Esta globalización del relato es lo propio de muchas películas y series de espías, que es lo que, a la postre, acaba siendo Mesías. No falta su correspondiente agente obsesionada y sombría, interpretada por Michelle Monaghan, que es ya un cliché desde la aparición de Carrie Mathison, la protagonista de Homeland. Con esta última tiene Mesías varios puntos de contacto y es lícito pensar que sin la serie de Claire Danes no existiría. Como en aquella, también tenemos un protagonista ambiguo, ese elusivo supuesto mesías de quien no adivinamos las intenciones, y un escenario social y geopolítico en el que el miedo al terrorismo y al enemigo exterior o interior son esenciales.
Tras su intervención en la plaza de Damasco, Al-Masih comienza, seguido por cientos de personas, una larga marcha a pie hasta la frontera con Israel, donde el grupo de refugiados es rechazado por el ejército, pero decide permanecer junto a la alambrada. Y aquí es donde la serie atrapa nuestro interés. Toda esta trama de los dos primeros episodios tiene una indudable fuerza por sí misma y un altísimo interés dramático. En parte porque expresa, de forma muy eficaz y directa, lo que está sucediendo, al dialogar explícitamente con una realidad en la que Europa rechaza, incluso con disparos y ataques violentos, a la población refugiada que intenta llegar a nuestras fronteras (hechos que han quedado relegados por la urgencia del coronavirus, pero que siguen sucediendo).
El gran grupo de refugiados provoca una situación que pone en jaque a varios gobiernos y, por supuesto, al de Estados Unidos. La CIA comienza a interesarse por el sujeto al que llaman Mesías: ¿quién es? ¿un terrorista? ¿un agitador social? ¿qué pretende? El problema es que la propia serie no parece tenerlo claro, y es una pena. Mesías comienza bien, con buenas dosis de suspense y atrapa mucho más de lo que esperas. La historia de los refugiados, la situación de Oriente Medio, las implicaciones políticas de toda la situación y la especulación en torno a la aparición de una figura mesiánica conforman una historia compleja y con varias aristas. La serie, sin ser gran cosa, tiene algo, tal vez por la ambición de una premisa que invoca nada menos que a dios, en una producción que es, claramente, de serie B.
Porque no deja de ser audaz y ambicioso plantear qué pasaría si, hoy en día, volviera Dios, el que sea, un dios, a la Tierra. Aunque la verdad es que el mundo, por lo menos el del audiovisual, está poblado de dioses y diosas como Superman, Thor, Thanos, Wonder Woman o la Capitana Marvel, cualquiera de ellos lo suficientemente poderoso como para cambiar el curso de la historia y de la vida en la Tierra. Y como el mesías de la serie de Netflix, acaban provocando el caos.
En 1932, el gran Enrique Jardiel Poncela publicó una novela muy polémica y atrevida, La tournée de Dios (que está publicada en Blackie Books). En ella, Dios, que es un señor bajito, aburrido y más bien antipático, llega a Getafe desde donde fuera que residiera para echarle un vistazo al mundo. Novela profundamente amarga, aunque realmente hilarante, molestó por igual a creyentes y a ateos, quizá porque refleja un descreimiento profundo en la condición humana (como toda la obra de Jardiel, por otro lado) y sus creaciones, sea la religión (que no es cosa de Dios, sino de los humanos), la política, la familia o cualquier otra institución.
El Dios de la novela, que es el del Antiguo Testamento y, por lo tanto, cruel e insensible al sufrimiento de las personas, habla poco, mira mucho, camina de acá para allá, realiza algún que otro milagro y, cuando finalmente se decide a hablar, reparte estopa a derecha, izquierda, arriba y abajo, molestando y decepcionando a todo el mundo. La gente acaba harta de aquel molesto señor bajito, que acabará desapareciendo en medio de la indiferencia general.
Podríamos suponer que un dios, venga de donde venga y tenga el semblante que tenga, tendría su lugar en un mundo tan desconcertantes y nos vendría bien para enseñarnos el camino y ayudarnos a entender. Pero no es eso lo que nos dicen las ficciones: Dios no consuela, no mejora nada y las apariciones divinas no hacen más que añadir confusión a estos tiempos ya de por sí muy confusos. Este mundo es un sindiós y parece que es bueno que así sea.