Mis padres siempre han querido lo mejor para mí. Me enviaron a un colegio privado, y posteriormente me pagaron la universidad. Incluyendo también el jardín de infancia, fueron casi dos décadas invertidas en mi educación y en hacer de mí un hombre de provecho. Yo se lo agradezco, pero en tiempos de zozobra inmobiliaria no puedo evitar especular con un escenario alternativo: yo me tiro esos veinte años en el sofá viendo la tele, y en vez de en mi educación (incluyendo extraescolares y viajes) hubiésemos ahorrado ese dinero para dar la entrada de sucesivas viviendas que luego pagar poniendo en alquiler. Yo ahora sería el dueño de una vivienda pagada, y además de una o dos más (o tres, o cuatro: ¡a precios de los años 80 no sería imposible!). Quizás no sabría hacer la O con un canuto, pero tendría resuelto de por vida el problema de la vivienda, y además unos ingresos equivalentes a mi sueldo actual sin necesidad de poner el despertador por las mañanas. En lugar de eso, tengo que madrugar porque vivo de alquiler, y lo mismo vale para la mayoría de mis compañeros de quinta.
Obviamente, se podría decir lo mismo con casi cualquier otra inversión: si mis padres hubiesen comprado Apple/oro/bitcoins, ahora seríamos ricos. Pero jugar en Bolsa es una lotería, algunas inversiones suben y otras bajan. Los pisos, en cambio, han subido todos, y casi todos los años. Y lo han hecho en gran medida gracias a subvenciones, exenciones fiscales, rescates bancarios y otras ayudas estatales, que incentivaban la compra sobre el alquiler. Es decir, por decisiones de los sucesivos gobiernos, que al mismo tiempo se han llenado todos la boca con discursos muy convencidos sobre la importancia de la educación, y que la educación es la base del progreso, que las diferencias de renta se explican por el nivel de educación, y no sé cuántas cosas más. Cuando lo que deberían haber dicho (y de hecho han incentivado) es “comprad pisos para exprimir a los que vengan detrás, tonto el último”.
Algunos lobbies liberales han creado el concepto de “Día de Liberación Fiscal”, que sería el día del año en que un asalariado medio dejaría de trabajar para Hacienda. Para 2020 habría sido el 26 de junio. A mí, en cambio, me resulta mucho más relevante el Día de la Liberación Inmobiliaria: el día en que dejas de trabajar para tu casero/tu banco. Como mi alquiler me ha supuesto siempre entre un 30% y un 40% de mi salario neto, para mi más o menos coincide con el de la Liberación Fiscal. Quitando la cuota empresarial de la Seguridad Social (que no sale de mi salario, pero sí de mi trabajo), pago más en alquiler que en impuestos directos. Los impuestos me dan un país entero, con su sanidad, educación, infraestructuras, seguridad, y una red de embajadas que me da cobertura en todo el planeta (excepto quizás Kosovo y Corea del Norte). El alquiler me da un noveno piso sin garaje ni trastero y con vistas a una autopista.
Otras circunstancias hacen la situación más sangrante aún. Aunque los precios se han movido desde los años 80, las administraciones públicas parecen seguir ancladas ahí: mi comunidad autónoma en concreto considera que a mi edad lo de vivir de alquiler es propio de mataos que han pecado contra la Diosa Hipoteca, y no ofrece ninguna ayuda para arrendatarios mayores de 35 años. Para las desgravaciones que el gobierno del PSOE quiere ofrecer a los caseros no me constan límites de edad. Las dos últimas viviendas que he alquilado ya tenían más de 35 años y habrían sido por tanto excelentes adquisiciones en mi hipotética “Vida Alternativa de Sofá y Ladrillo”. Una de ellas fue en su día una VPO, y la otra era una herencia familiar. En otras palabras: yo estoy trabajando de enero a mayo para unos señores cuyo único mérito es haber estado ahí cuando el 50% de la vivienda construida era VPO, o haber nacido en una familia más cínica que la mía.
Objetarán los liberales que los impuestos son obligados, en el alquiler me he metido libre y voluntariamente. Efectivamente, puedo elegir si mi Día de la Liberación Inmobiliaria cae en mayo o junio, pero no llamaría “libertad” a poder elegir el grado de explotación en un mercado claramente ineficiente. O a lo mejor lo dicen porque siempre tengo la opción de irme a vivir debajo de un puente. Si es así, acepto la objeción, pero entonces los impuestos también son voluntarios: váyanse a vivir debajo de un puente y a comer de la basura, y ya verán como Hacienda deja de molestarles.
Afirman algunos que el problema del mercado inmobiliario es de oferta: solo hay que dejar construir y los precios bajarán. Pero cuando más subieron los precios en España es cuando se construían un millón de viviendas al año, el triple que ahora. Y los precios llevan subiendo 40 años, casi ininterrumpidamente, y muy por encima de los salarios. Estudiando cualquier periodo histórico, llama la atención que la gente antes pagaba muy poco por la vivienda. Según el portal Idealista, en 1966 la familia media solo se gastaba una cuarta parte respecto a hoy en vivienda. La mayor parte del gasto iba a la comida, ya solo en carne se pagaba más. Y no es solo que hoy la vivienda tenga otras calidades: por los mismos pisos de 1966 sin reformar se piden precios igualmente inflados. En otras palabras: desde hace medio siglo, cada vez que un avance tecnológico ha abaratado productos de consumo, el ahorro resultante se ha ido a subidas de alquiler o de compra de vivienda por la simple razón de que caseros y constructores podían pedirlo, ya que controlan un producto de primera necesidad.
Esta tendencia a la inflación de los activos inmobiliarios no es solo nuestra, claro, la tenemos en común con el resto de Europa occidental y Estados Unidos. En todas partes, Desde que el boom de posguerra empezó a griparse en los años 70 y el rendimiento del capital se estancó, empezó a haber burbujas masivas. Sobre todo, en aquellos productos que no se pueden obtener más baratos por Internet o en la tienda de chinos de barrio, es decir, principalmente la vivienda (o la Sanidad y Educación en Estados Unidos, así que me temo que ahí nos aguardan subidas similares a la vivienda si alguna vez triunfan los enemigos de los sistemas públicos). Todo esto está dando lugar a una sociedad casi estamental, en la que tu posición y tus posibilidades vienen determinados desde tu nacimiento por la situación inmobiliaria de tu familia, y no por tus méritos o tus capacidades. Algo que recuerda precisamente a aquella sociedad contra la que surgieron los liberales: el feudalismo, pero con pisos en lugar de tierras de labranza, y el alquiler como nuevo Diezmo. Casi cualquier problema de nuestra sociedad viene de aquí, incluyendo aquellos denunciados por la derecha y los propios liberales: la baja natalidad (el retraso y coste de la emancipación hacen que los jóvenes pospongan e incluso reduzca la formación de una familia), la falta de emprendimiento (¿para qué vas a meterte en líos montando una empresa, si invirtiendo el mismo dinero en ladrillo obtienes rendimientos del 10% o superiores?), la comercialización de los barrios que acaba con el pequeño comercio (las únicas tiendas que aguantan frente a las grandes franquicias son precisamente aquellas cuyos dueños tienen el local en propiedad, generalmente desde 1991 o antes), o la falta de movilidad (la gente se queda a vivir donde tiene la hipoteca). Si alguien se animara a escribir la Gran Novela Social de nuestra época, tendría que ser como La Colmena de Camilo José Cela, presentando a cientos de personajes, pero desde la situación inmobiliaria de cada uno, y cómo afecta y condiciona a sus decisiones vitales.
Una sociedad feudal es un sistema que acaba colocando en cabeza a personas cuyo único mérito es haber nacido en la familia correcta, y donde la principal virtud para mantener el puesto en la pirámide no es el trabajo o la competencia, sino la lealtad a los superiores. Es una sociedad centrada en el mantenimiento del status quo, que desincentiva las innovaciones, y que es cada vez más incapaz de reaccionar a los cambios. Quienes defienden que los sacrosantos derechos de propiedad nos impiden intervenir en el mercado inmobiliario deberían preguntarse si esa es la sociedad que quieren para el futuro. Y, tal vez, si no estamos viviendo ya en ella.