VALÈNCIA. Todas las películas de Kelly Reichardt se encuentran de alguna forma conectadas. Ya sea por el paisaje, por la idea de tránsito, por sus personajes al margen del sistema que buscan una vida mejor y que se encuentran totalmente desprotegidos, por la dignidad que desprenden...
First Cow comienza de la misma forma que Wendy y Lucy. Una joven pasea con su perro por un bosque de Oregón hasta que encuentra unos huesos enterrados. Son dos esqueletos que descansan el uno junto al otro. Para saber quiénes son tenemos que remontarnos al pasado, a 1820, una época en la que Norteamérica estaba todavía por hacer y a la que ya se la consideraba como la tierra de las oportunidades.
Kelly Reichardt ya había testimoniado el flujo de colonos hacia Oregón en Meek’s Cutoff, pero ahora se adentra todavía más en los inicios de los pioneros a través de una sociedad extremadamente primitiva en la que sin embargo ya quedaban más que claras las estructuras del poder.
La zona, que había sido un asentamiento de las tribus Chinook, había pasado a formar parte del dominio británico, siendo explotada por una compañía de comercio de pieles. A su alrededor se habían ido agregando buscavidas de todos los lugares del mundo, muchos de ellos inmigrantes, como King-Lu (Orion Lee) procedente de China y otros, como Cookie (John Magaro), autóctonos sin un rumbo fijo. Los dos personajes se encontrarán en el bosque cuando King-Lu intente escapar de unos rusos tras un enfrentamiento. Cookie lo ayudará y unos años más tarde se reencontrarán en ese poblado miserable y hostil en el que solo se tendrán el uno al otro.
La directora habla de los orígenes del mito americano para certificar que la violencia ya se encontraba presente en sus raíces. Las diferencias de clase, el odio al diferente, marcarán esta historia de outsiders que mantienen la inocencia de poder hacer realidad sus sueños.
Entre los dos personajes se establecerá una hermosa relación de amistad marcada por el espíritu de supervivencia. Cookie es un sensible cocinero que no se acostumbra a la rudeza del ambiente, y King-Lu se amolda a las circunstancias y tiene las ideas claras acerca de cómo prosperar en ese mundo de las nuevas oportunidades. Pero, para hacerlo, como bien dicen ellos mismos, necesitan un milagro o cometer un crimen.
Su crimen será ordeñar de forma clandestina a una vaca (la primera en llegar a esas tierras), propiedad del magnate local inglés (Toby Jones) para hacer buñuelos y venderlos en el mercado. Su éxito será inmediato, en una tierra poco acostumbrada a las delicatesen, y poco a poco irán guardando sus ahorros para marcharse de allí y proyectar un futuro. Pero como todo relato de perdedores, pronto su secreto será descubierto y tendrán que escapar.
First Cow es una película serena, intimista y delicada, inundada de una enorme fuerza de carácter casi mitológico. Reichardt es una especialista en captar los pequeños detalles, los más sutiles y casi imperceptibles para, a través de ellos, configurar una narración tan minimalista como metafórica. Puede que sea un wéstern, pero tan particular como lo fue en su momento Dead Man, de Jim Jarmusch, con el que guarda algunas similitudes, como la presencia del nativo-americano Gary Farmer o los versos de William Blake. Ambas tienen un tempo hipnótico, que permite que el espectador abra sus sentidos, que se deje llevar por la riqueza del entorno natural, por el sonido de los pájaros, por el silencio de los paseos, por el rumor del agua. Las dos se encargan de crear un espacio de leyenda propio en el que las reglas del género se transforman por completo. Los dos tienen un alma profundamente melancólica.
Bajo sus imágenes reposadas encontramos además multitud de capas de significado. First Cow habla del capitalismo como forma de opresión, de la derrota individual frente al sistema que se encarga reventar al más débil, de la violencia de los hombres que terminaron construyendo un país a base de la destrucción de la pureza primigenia y de intentar homogeneizar la diferencia. First Cow es como un poema visual sobre todo eso. Duro, tierno, bárbaro, humano y atravesado de una exquisita no-épica.
El director sueco Ruben Östlund considera que su obra es una mezcla de Larry David y Michael Haneke. Ciertamente, los puntos más fuertes, que son los más divertidos, de sus últimas y premiadas películas se encuentran en las escenas que más incomodidad provocan al espectador. En la última, gente obscenamente millonaria intoxicada por ostras en mitad de una marejada en un yate. Parece una idea de la editorial Brugera, pero con esas carcajadas ha ganado en Cannes y aspira a los Oscar
Se llama afonía psicógena o mutismo. Cuando alguien sufre una experiencia traumática, pierde la voz. Le ocurrió a Khavaj, un luchador de artes marciales que, en el contexto de las campañas anti-homosexuales que tuvieron lugar en Chechenia en 2017, fue amenazado de muerte por su hermano y repudiado por su madre. Como refugiado, pudo iniciar una nueva vida en Francia y Bélgica. El autor del documental que se rodó sobre él, Silent Voice, también oculta su nombre por miedo a represalias del gobierno