Más de mil quinientos años después de la caída del Imperio Romano de Occidente, aún no está claro por qué se derrumbó el Imperio. Bueno, sí está claro: no se derrumbó, pues el Imperio siguió como si tal cosa en Oriente, en Constantinopla, durante mil años más. Pero en el 476 el líder bárbaro Odoacro depone al último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, y se convierte en gobernante de Italia, no del Imperio de Occidente, que teóricamente pasa a estar también representado por Zenón, emperador de Oriente.
La decadencia romana, que de una forma u otra se había venido desarrollando durante siglos, vino motivada por muchas razones, de muy diversa índole. Es imposible, en la distancia, saber si fueron más importantes las acometidas bárbaras, el ascenso del cristianismo, la dependencia de la esclavitud, los conflictos políticos, las epidemias de peste o las malas cosechas. Si fue una suma de estos factores o ninguno de ellos. No lo sabemos y probablemente nunca lo sepamos.
Una de las teorías más peculiares sobre la caída del Imperio Romano es la que busca en el plomo la explicación del hundimiento. El plomo es un metal muy tóxico, cuya ingestión excesiva puede generar todo tipo de problemas físicos y mentales. Sin embargo, eso los romanos no lo sabían, claro. Y como el plomo es un metal muy fácil de extraer y trabajar, en la antigua Roma, sobre todo en las ciudades, su uso era muy común, pues se empleaba en el alcantarillado, los recipientes, las pinturas y los cosméticos, e incluso lo mezclaban con el vino. Un paraíso de plomo que quizás estuviera detrás de algunos de los problemas con los que se vieron los romanos del Imperio tardío, obnubilados por siglos y siglos de plomo que les habrían dificultado enfrentarse a los bárbaros germánicos, sanísimos con su esperanza de vida media de 17 años "Sin Plomo". De hecho, incluso se ha buscado en el plomo la explicación de tantos emperadores romanos desquiciados, como Calígula o Nerón. Uno se imagina a Calígula nombrando emperador a su caballo mientras susurra: "No soy yo, es el dichoso plomo".
(Tampoco dramaticemos demasiado con el plomo, porque, a fin de cuentas, como recordarán, no es que cayera el Imperio Romano, sino sólo el emperador de Occidente. El emperador de Oriente siguió brindando con plomo, tranquilamente, cientos de años más, desde su imponente capital de Constantinopla, porque digo yo que seguirían usando el plomo con la misma prodigalidad que sus ancestros de Occidente; como mínimo, durante los primeros cientos de años. Y eso no les impidió resistir durante un milenio más).
Al menos, los romanos podían decir en su defensa que ignoraban que el plomo comportase tantos problemas para la salud. En cambio, los gobiernos del siglo XX, que durante décadas permitieron que el plomo siguiera formando parte de todo tipo de elementos (pinturas, botes, y sobre todo la gasolina, que hasta hace veinte o treinta años incorporaba plomo) no podían alegar ignorancia con la misma firmeza que los antiguos romanos. Y eso no les impidió usarlo en tal medida que hoy seguimos teniendo una concentración de plomo en la sangre muy superior a la que tenían los romanos, sobre todo proveniente de las décadas en las que quemamos combustible que contenía plomo. Combustible que lanzamos a la atmósfera y luego volvió a nosotros.
Viene todo esto a colación porque, viendo las medidas que están tomando nuestras autoridades de cara a la campaña de Navidad, a mí me recuerda bastante la cosa a las dudas y negacionismo que vivimos durante mucho tiempo respecto al plomo. No es que no se sepa cómo se difunde el coronavirus, cómo afecta a la salud y qué consecuencias económicas y sociales tiene en el medio plazo; eso lo sabemos perfectamente porque ya lo hemos vivido, en la primera y la segunda olas de la pandemia. En la primera ola, como los romanos, pudimos excusarnos en que no sabíamos que seguir como si tal cosa era tan perjudicial para nuestra salud, y que era mucho lo que ignorábamos de cómo se difundía el virus.
En la segunda ola, siempre podíamos aducir que bueno, que vale, que el coronavirus no se había ido, pero que pensábamos que con las mascarillas y otras medidas de prevención la cosa podía controlarse (y, de hecho, se ha medio controlado; estos meses no hemos vivido otro confinamiento). Pero en la tercera ola que parece estar comenzando ahora... Aquí ya no podemos decir nada. Sólo que desde septiembre los medios, la clase política y -para qué engañarnos- parte sustancial de los ciudadanos nos están bombardeando con la idea de que hay que "salvar la Navidad", como era preciso salvar el verano.
Salvar la Navidad y salvar también una serie de sectores de actividad económica particularmente golpeados por la pandemia. El jueves compareció el President de la Generalitat, Ximo Puig, para anunciar nuevas medidas restrictivas durante las Navidades, con el fin de contener en lo posible el virus mientras duren las fiestas, y que la tercera ola no golpee con la dureza con la que quizás nos llegue en enero. Sobre todo porque la Comunidad Valenciana, a diferencia de lo sucedido en las dos olas anteriores de la pandemia, tiene una tasa de contagios por encima de la media española. Es decir, el punto de partida es malo, con lo que actuar rápida y drásticamente resulta más crucial, si cabe.
Ahora bien, no se puede decir que las medidas sean drásticas. Seguro que tienen algún efecto, pero en esencia se mantiene todo abierto y lo único que se dificulta es la movilidad desde otras regiones o países. Y lo más surrealista del caso: desde hace unos días, los locales de ocio nocturno pueden abrir durante el día. Cualquiera que haya estado en alguno de estos locales (es decir: casi todo el mundo) sabe perfectamente que constituyen el caldo de cultivo ideal para propagar el coronavirus. De hecho, esto es algo que sabemos desde el verano, y sobre todo desde que se cerró el ocio nocturno y se vio que era una medida eficaz para contener la pandemia.
¿Qué sentido tiene caer otra vez en el mismo error? Ninguno. Y, además, ahora no es un error. Es, en el mejor de los casos, un afán absurdo por ignorar la realidad con el fin de beneficiar al sector. Pero al sector se le beneficiaría mucho más dándole apoyo económico, si es necesario, antes que permitir que retomen su actividad y contribuyan, con ello, a incrementar la tasa de contagios. No se entiende que se permita el retorno de la actividad en esos locales y que luego el president Puig comparezca ante la ciudadanía para anunciar medidas adicionales contra el coronavirus. O una cosa o la otra. O nos preocupa la situación y adoptamos restricciones más severas o decimos que todo está controlado y entonces aflojamos la mano. Las dos cosas a la vez no pueden ser. En estas condiciones, la estrategia de la Generalitat para contener el virus no alzará el vuelo: tendrá plomo en las alas, y puede acabar estrellándose.