VALÈNCIA. Me quité la mascarilla. A vosotros no os puedo engañar. Fue durante unos segundos, pero qué segundos. Si pudiera guardar en una botellita un poco de esa brisa, lo haría. Era perfecta. En temperatura, velocidad y humedad. Una bocanada para no olvidar. Fue durante el turno de mañana de este sábado de gloria. No pude esperar. Madrugué como quien se levanta para abrir los regalos de Navidad. Me preparé con la solemnidad que corresponde. Nunca me he casado, pero imagino que así se deben sentir las novias y novios cuando se engalanan para pasar por el altar. Cuestiones de ceremonia. Aunque la mía, eso sí, fue por el rito de Decathlon. Todavía no estoy preparado para pasar a la fase de vaqueros y camisa. No me agobien.
Salí a la calle como feligrés que se encamina a su parroquia. Buscando respuestas, sí, pero sobre todo paz. En este primer paseo me topé con una ciudad que me resultaba tan extraña como familiar. Me descubrí mirando fijamente edificios, contenedores de basura o escaparates, buscando pistas que me llevaran hacia no sé qué. Bien alerta, como quien se prepara para el susto final en una película de terror. Cada detalle era importante. Pero nada. Ni un solo grito. Ahí estaba todo, devolviéndome la mirada con cierta chulería. Como si no hubiera pasado el tiempo. Y si lo había hecho, se negaba a contármelo. Quizá salí demasiado pronto. Quizá un sábado de buena mañana ni el cubo de basura ni el escaparate tuvieran ganas de parlotear conmigo. Probaré a salir por la tarde.
Me crucé con algún que otro corredor (ellos prefieren que los llamemos runners, aunque me he fijado bien y lo que hacen no es muy diferente a correr); trabajadores subiendo persianas (pocos) y almas solitarias que, como la mía, veían por primera vez en casi dos meses tal gentío. Nos lanzamos miradas cómplices. Para todos la ciudad era extraña. Y familiar. Era tensión y calma. Era más nuestra que nunca. Y qué bien se sentía. Fue en ese momento de comunión que decidí sacarme durante unos segundos la mascarilla y llenarme los pulmones como quien saborea la última croqueta.
Cómo echo de menos las croquetas :(
Vuelvo a casa con las pilas cargadas. Todavía es pronto. Hora de bol de fresas y prensa. Pero, tras el sueño matutino, llega una hostia de realidad de 34 segundos de duración. Quizá el mismo tiempo que anduve sin mascarilla. Dos policías locales agreden verbalmente a una persona transexual en Benidorm. Las palabras que dijeron no las voy a reproducir porque imagino que ustedes ya las han leído. O visto, porque no contentos con jugar a ser los machotes alfa de la ciudad decidieron redondear su hazaña grabándolo con su teléfono móvil, para regocijo de esos grupos de WhatsApp donde sobran cojones y falta cabeza. Tendremos que hacer hueco en el Bioparc para meter a tanto mentecato.
Ahora que volvemos a ocupar los pueblos y ciudades, que nos desconfinamos en cuerpo y alma, conviene recordar que esas calles que volvemos a conquistar no son seguras para muchas personas. Son violentas, pinchan, expulsan. Una violencia tan enraizada que forma parte de la propia arquitectura pública. Ese vídeo de 34 segundos es solo un ejemplo de una realidad que no podemos obviar. La calle no es igual para todos. Quizá las respuestas sobre el futuro inmediato en esta nueva normalidad no estén en los edificios o mobiliario urbano, que sigue ahí como si nada hubiera pasado, sino en nosotros mismos. Ahora que podemos salir conviene preguntarse, ¿qué calle queremos?