VALÈNCIA. Hacía tiempo que el piano del aeropuerto en la ZonaZero-BXL había enmudecido. Aquél piano de paso, el piano colectivo de la solidaridad y de la identidad restaba en silencio, aparcado y apartado como símbolo de un tiempo que ya no volvería. Compartir música con el viajero desconocido, con el acompañante o para uno mismo, en voz alta, es uno de los ejercicios más grandes de generosidad. Compartir un don con la colectividad nos acerca a la humanidad.
Las colectividad fue el concepto que miles de adolescentes comenzaron a asumir aquel verano de 2021 d.C. -después de la covid-. Miles de ellos pasarían sus vacaciones confinados en un habitación con 38,5 grados de fiebre y una bandeja con comida a la puerta, que se les dejaba oportunamente tres veces al día. Prohibido salir, tocar, convivir… Vivían en familia y sus padres tuvieron que asumir esa obligación como una responsabilidad social colectiva. Los jóvenes aprendieron, de repente, lo que significaba la pérdida de libertad.
Pero no todos respondieron de igual modo. El individualismo de una sociedad en decadencia llevó a algunos padres a denunciar ante los tribunales a las autoridades que obligaban a retener a sus hijos en hoteles lejos de casa, cuando el virus se había detectado lejos del hogar. Por su lado, algunos jóvenes optaron por romper la cuarentena escapando de su habitación. Todas las alarmas se dispararon ante una alta incidencia del virus sin control. LasTech estaban preparadas para actuar en un mundo donde la libertad se escapaba entre los dedos y donde las emociones gobernaban el mundo.
Ello obligó al gobierno de la Unión a prevenir el uso de la Inteligencia Artificial (AI) parea control automatizado de las emociones en el Territorio-Europa, pese a que muchos gobiernos comenzaron a utilizarla para rastrear a sus ciudadanos y sus intenciones. En principio, y obviando la situación de emergencia de la covid-19, Europa legisló para que no se abusara de los controles biométricos de reconocimiento facial, no obstante ser tan útil en aquellos momentos de pandemia para, por ejemplo, agilizar el paso por los controles en los aeropuertos. La Unión estaba obsesionada con la protección de los datos personales del individuo y se olvidaba del colectivo.
La identificación de los individuos con el control biométrico remoto a través del reconocimiento de voz, el reconocimiento facial o el de ADN permitiría su acceso a los espacios públicos sin necesidad de mostrar el DNI o las huellas dactilares. El artículo 21 de la Carta de Derechos Fundamentales estaba en juego. La Unión consideraba que el uso de la AI iba más allá de un simple control de acceso y podía interferir en las emociones de una persona, por lo que era algo “altamente indeseable” y debería ser prohibido, “excepto para casos muy específicos como una emergencia sanitaria, donde el reconocimiento de las emociones sería muy útil”.
El uso de la inteligencia artificial para “categorizar al individuo en grupos basados en la etnia, género, ideología política u orientación sexual” pronto se convirtió en algo común, pese a que en los primeros años del siglo XXI se aconsejaba su prohibición e incluso se llegó a legislar en contra. Andrea Jelinek, presidenta del European Data Protection Board, alertó de que “la implementación de identificación biométrica remota en espacios de acceso público significaba el fin del anonimato en esos lugares”.
Mientras la Tieta discernía entre los derechos de la sociedad como colectivo y el fin del anonimato de sus ciudadanos, Laura desconectó el chip y voló en su imaginación sin ninguna interferencia, ni siquiera para conectarse mentalmente con David. Ya no hacía falta. El eHealth consideró que su incipiente relación entre terrazas y drones no interesaba a la colectividad…