Por mucho que el Gobierno intente vender la idea de que el coronavirus pilló por sorpresa a todo el mundo y que su manera de gestionar la crisis no ha sido peor que la de los demás, la verdad es que resulta imposible defender que esto sea cierto; al menos, es imposible si nos fijamos en los compases iniciales, justo hasta establecerse el estado de alarma. La verdad es que, hasta ese momento, el gobierno no había adoptado prácticamente ninguna medida, ni siquiera disposiciones preventivas elementales como prohibir las aglomeraciones de gente o limitar la movilidad internacional con los países más afectados, como China o Italia.
Se comportaron, con un virus del que se sabía muy poco, pero lo que se sabía era preocupante a juzgar por las cifras de China e Italia, como si el coronavirus fuese la gripe; no por su gravedad (la temporada de gripe también provoca miles de muertes y somete a mucha tensión al sistema sanitario), sino por tratarse de un viejo conocido y cuyas medidas profilácticas también eran conocidas. Pero este coronavirus se propaga con mucha más eficacia que la gripe, entre otros factores porque nadie tiene inmunidad y porque los contagiados asintomáticos (que quizás sean mayoría) también pueden contagiar. Así que el asunto se descontrolo como en pocos países desarrollados del mundo.
La escalada de casos ha crecido abruptamente, con cifras durísimas. Los graves errores del gobierno por su falta de previsión también han provocado una situación poco común en otros países, donde todo el mundo tiende a congregarse en torno a los que han de gestionar la crisis; aquí, por el contrario, parte de la oposición (PP y Vox) piensa que puede beneficiarse políticamente de dichos errores, que el gobierno es vulnerable (lo es, y más que lo será cuando el confinamiento se relaje y se pongan en primer plano los efectos económicos de la crisis) y que, en fin, es factible derribarlo, cuando estaban resignados a esperar unos cuantos años.
Todo esto es cierto, pero también lo es que la oposición puede pasarse de frenada y generar tanto rechazo que los votantes que apoyaron a la coalición gubernamental decidan repetir su apuesta, contra viento y marea (y más en un contexto de crisis económica y con la "alternativa" rechazando las medidas sociales que permitirían sostener a los más necesitados, como la renta básica); así como los aliados circunstanciales del Gobierno, nacionalistas e independentistas catalanes y vascos, se verían obligados a escoger el "mal menor" para ellos, de nuevo. Tal vez, en ese escenario, pueda pescar votos el partido más insospechado: Ciudadanos, que está siendo dirigido en esta crisis por Inés Arrimadas, a nadie se le escapa, en un sentido totalmente diferente a como lo haría Albert Rivera. Ciudadanos está haciendo de oposición civilizada en un contexto como el que vivimos, y es posible que muchos de sus antiguos votantes se lo reconozcan (con la alternativa, emular el choque frontal de PP y Vox, no parece que tengan mucho que ganar).
Pero para esto, para dirimir las responsabilidades políticas, queda mucho tiempo. Por el momento, el Gobierno ha intentado enderezar el rumbo por una vía tradicionalmente española: pasarse de frenada en un sentido opuesto. Si al principio no hicieron nada, o casi nada, ahora han aplicado a su población un confinamiento mucho más estricto que el de los demás países occidentales.
El confinamiento, llegados al punto en el que estábamos, era necesario e inevitable. El Gobierno actuó al principio peor que la mayoría, y por eso tendremos que soportar un confinamiento más duro y más prolongado que la mayoría. Que es algo, de hecho, de lo que a menudo presumen, como si fuera un mérito del gobierno meter a todo el mundo en su casa y multar a la gente a mansalva. Día a día, asistimos a lisérgicas ruedas de prensa donde se anuncian las cifras de multas y detenciones como gran ejemplo de eficacia, en el sentido en que son eficaces los estados policiales, y se saca pecho por actos heroicos como recuperar un saco de naranjas. Historias que se narran en ruedas de prensa de ámbito nacional mientras mueren quinientas personas al día.
El confinamiento y los poderes excepcionales derivados del estado de alarma han arrojado preocupantes efectos colaterales. Por ejemplo, las acciones policiales desmesuradas: bajar en helicóptero para detener a una señora en un camino rural, multar a mansalva porque los productos que adquieren los ciudadanos no son los que la policía considera que deberían comprar, y un etcétera tan largo como las 600.000 sanciones, de las cuales ya veremos cuántas se cobran luego. O bien la falta de transparencia del gobierno central (y de algunos autonómicos también) en cuanto a las cifras de contagios, de fallecidos, de test, o el origen de algunas compras (como los famosos test rápidos que resultaron inservibles, que a estas alturas aún no sabemos quién vendió al ministerio de Sanidad). O la clara tentación censora que subyace detrás de algunas iniciativas para sancionar los bulos e informaciones falsas que circulan entre la población, como se deduce no sólo de las declaraciones de portavoces del gobierno central, sino también de la propia encuesta del CIS, "dirigida" como herramienta de propaganda, como siempre hace su director, Félix Tezanos.
Con todo ello, el gobierno quiere demostrar la firmeza que no mostró hasta la implantación del estado de alarma, y de paso mandar mucho más, y en muchos más ámbitos de la vida, de lo que le correspondería mandar al gobierno. El problema que tiene ahora es que cuando uno se aferra a la dureza de las medidas como un valor en sí mismo es muy complicado desescalar. La situación, en términos de contagios y fallecidos, parece ahora mismo estancada, pero al menos también parece claro que ya ha pasado lo peor. Así que cualquier medida que relaje el confinamiento, si las cifras empeoran, recibirá muchas críticas.
Por otra parte, el confinamiento al que están sometidos los ciudadanos españoles es, en efecto, el más duro de Europa Occidental. Y esto significa, como exceso más contraproducente, que los niños españoles, siete millones de personas, que también tienen derechos, y que además tienen unas necesidades muy específicas, están totalmente confinados desde entonces; no pueden salir, con el argumento de que podrían contagiar a otros. También los adultos pueden contagiar (quizás en mayor medida), pero los adultos pueden salir para una serie de actividades muy tasadas... Y para trabajar, si su trabajo así lo requiere.
También hay muchas dudas sobre cómo será la desescalada. Sabemos que la escalada fue uniforme, a pesar de que había regiones mucho más afectadas que otras. ¿Realmente el gobierno se plantea hacer lo mismo ahora? ¿Qué sentido tiene mantener en sus casas a los ciudadanos de municipios donde no hay contagiados, con escasa densidad de población, como si fuera lo mismo pasear por un camino vecinal donde apenas pasa nadie que por los túneles del metro de Madrid?
Son también cuestiones que urge resolver, y asumir que si la escalada fue uniforme, la desescalada no tiene por qué serlo. Ni por colectivos de ciudadanos, ni por las obvias diferencias que podemos encontrar entre entornos rurales y urbanos, zonas con más contagiados y con menor (o ninguna) incidencia. Sin duda, hacer una desescalada adaptada a la realidad es más complicado que lo que ha hecho el gobierno: meter a todo el mundo en su casa y echar la llave.