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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

La fiesta de la irrelevancia

14/05/2021 - 

La lluvia de mayo arrecia. El Estado de Alarma termina. El voto por la tapa y la birra ha triunfado en Madrid. La agencia AEMET pronostica días limpios y perfumados. 

Los nubarrones imprevistos se escurren sobre la ciudad y arrastran nuestro estado de ánimo, nos hacen hablar del tiempo como si fuera la primera vez que el verano y el invierno se dan la mano. Cada año lo mismo. Y la culpa nunca es de nadie. Si acaso, de la primavera. 

Pero sólo se trata de un par de chubascos alegres, cielos movedizos y oscuros, gotas densas que tañen los tendederos del barrio y suenan como guijarros cayendo por un tobogán. Se crea una resonancia nueva, un silencio natural y breve. Todas las ventanas aguantan la respiración. ¿Quién puede temer este tiempo indeciso? El domingo trascurre entre sombras y contrastes de luz, brechas de sol, verde lavado y embebido. En el parque me bajo la mascarilla y tomo una bocanada, los charcos ribeteados de polen me hablan de vida germinal. Pero el frente nuboso repta hacia el noreste y parece llevarse a mi hijo, que ya empapa sus retinas de meseta desde una ventanilla del AVE y vuelve a la capital. Ya le echaos de menos. Escribe sobre los duelos, me pide Rafa, sobre los pequeños, los que pasan desapercibidos. Camina ufano detrás de la perra y me suelta ideas como calderilla, las buenas se las guarda, no quiere que le vampirice su pensamiento y lo desarrolle en mis Bitácoras. 

Sucede que es domingo, nada más. Cada tarde de domingo es un pequeño duelo, me digo, un costurón que cierra y tira y luego ni se nota. Muertes invisibles que se apilan dentro de nosotros y juntan una galería de despedidas minúsculas. De tiempo materializado. O vaciado. Hemos hecho venir a la perra a la estación y ha movido la cola excitada hasta el final, imaginamos que le atraviesa la misma congoja al ver a Manuel traspasar los controles, convertirse en gente, en figura espigada con mochila al hombro que mengua y desaparece. 

No tengo gran cosa que decir de los duelos, pero a menudo tengo la sensación de que estamos despidiendo para siempre una época. Todo parece un duelo inmenso construido a partir de pequeños adioses. La vida se ha llenado de ellos y no sé cómo ha pasado. Envejezco rápido, me consuelo, eso es todo. Y quiero recordar que el tiempo antes de la pandemia ya era así, pero ahora se me antoja apelmazado, impropio, precipitado en la vida de otra que ya no soy yo. Ahora todo son cielos rápidos, descargas breves, caras que no se quedan, que se emborronan o son remplazadas por las que llegan. 

Esta semana despedimos el Estado de Alarma pero también yo me despido del trabajo hospitalario. Como en un paseo frívolo por Instagram, debo deslizar el dedo por una story y meterme en otra pero parezco incapaz. Dedico la mitad de mi primer día libre a pasar por la consulta (con la excusa de mirar la web de nóminas) y termino (intento terminar) con las llamadas y los informes del viernes. 

No ha sido fácil colgar la bata estos días. Hay líneas de trabajo conectadas, vastas, laberínticas. Intentaba despedirme de todos los pacientes y en ocasiones los comandos se multiplicaban, me devoraban, me sentía como un ingeniero intentando apagar los reactores de una central nuclear. Francino ha vuelto a la radio después de una larga hospitalización por Covid y nos describe como un enjambre en eterno movimiento. La primera de sus emocionadas reflexiones la dedica a los sanitarios, ¿es posible que nos hayamos podido olvidar de los aplausos?, lamenta. Nos describe hiperquinéticos, ocupados “brrrr, a toda hora, es que no paran nunca, y eso que hay momentos en que les notas cansados, asustados y cabreados…” Se interroga sobre lo que pudieron sentir en la UCI del Clínico madrileño desde la que se escuchaba el botellón en la calle. Remite a la pura estadística, ya que a mucha gente el virus no le ha afectado y “en ese segundo colectivo las alusiones a muertos molestan un poco… ¿dónde nos deja como país y como sociedad?” Yo ya no siento rabia, sólo intento entender, salir del juego dicotómico de la protección vs. negación, desenfreno vs. autohostigamiento. Los seres humanos somos más complejos que un sistema binario.

La mañana del escrutinio electoral madrileño interrogo a Rafa sobre lo que dicen los analistas. Caliento mis palmas en el tazón de café y dejo que el vaho suavice las aristas de mi pregunta. ¡¿Los analistas?! Brama. Su irritación me termina de despertar. Asegura que glosan las mismas obviedades que acabamos de listar él y yo entre el trajín matinal y el remoloneo del sueño. La frivolidad, el arpón populista. El manoseo del término libertad. Un vaticinio atribuido a George Orwell en los años 30 reza “cuando el fascismo llegue finalmente a Occidente lo hará en nombre de la libertad”. Es un meme con el que desayuno pero no compartiré. Invocar al fascismo ha traído más polarización, me trae a la cabeza la profecía autocumplida de los neuróticos: de tanto rastrear la llegada de la ansiedad, la viven de lleno. 

Apuro el café y pierdo la vista en Noa, que sujeta su hueso entre las patas y se afana con sus potentes mandíbulas. La imagen que se me abre paso no es la del fascismo sino la batalla perdida de la irrelevancia. Las élites económicas que en breve no nos necesitarán. Que corra la cerveza y los cacaos. En sus 21 lecciones para el siglo XXI, Harari nos recuerda que las revoluciones populistas las peleaban personas vitales para la economía pero sin poder político. En la sociedad posmoderna, nos anuncia Bauman, un  algoritmo no hará nunca huelga ni pedirá vacaciones pagadas, no podremos competir con él. Aún tenemos poder político pero estamos a punto de perder el poder económico. Una generación mejor preparada que ninguna se debate en un mundo que no va a necesitarla, ¿tiene que seguir preocupándose por su abuela?

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