VALÈNCIA. Con todo esto de la pandemia, está claro que van a aparecer, en los próximos meses, una cantidad considerable de publicaciones en forma de diarios, dietarios y autoficciones varias, por tierra, mar y aire. Esto es así. A poco que uno asome el pico en Twitter podrá leer la avalancha de reflexiones, chascarrillos, críticas y frases motivacionales o catastrofistas, movidas por el impulso humano, demasiado humano, de trascender, de formar parte, de decir la propia y —¿por qué no?— de expresar el miedo de una forma catártica.
Dicen que más vale lápiz corto que memoria larga. Y aunque ahora las gentes de la hierba mala se afanen en borrar los versos de Miguel Hernández o la cita de la carta de despedida de Julia Conesa, una de las Trece Rosas —“que mi nombre no se borre en la historia”—, la palabra escrita, aunque les fastidie, siempre hace por vivir, a pesar de los intentos por silenciarla en una suerte de recuperada damnatio memoriae: el cruelísimo y antiguo castigo de eliminar todo rastro de una persona y de su paso por el mundo.
Saben los sociólogos y los historiadores lo importantes que son las “historias de vida”, los testimonios de los nadie, de aquellos hombres y mujeres que, sin ocupar las hojas de los libros de historia, conforman el grueso, completan el puzzle. Así lo supo ver, por ejemplo, Lucía Boned (València, 1981) en esa joya de librito que es La voz del padre, la voz de la madre (Ed. Temporal, 2020, con diseño de Victoria Studio), recuperando la correspondencia que se pasaban de extranjis su abuela y su abuelo durante la estancia de éste en la cárcel de Montjuïc a través de pequeñas notas en miniatura ocultas entre las ropas y la comida, allá por 1939. Parecido es también el caso del artista LUCE (València, 1989) que, en su deliciosa publicación Correspondencia en el patio de luces (autoedición, con diseño de Iván Santana) publica las cartas que intercambió con su abuela María León durante el confinamiento de la pasada primavera a través del deslunado del edificio en el que viven. En ambos casos, sin saberlo e incluso sin darle la menor importancia más allá del acto comunicativo, sus palabras, como protagonistas y testigos de su contexto, suponen —y supondrán— una microhistoria-eslabón con la que continuar engarzando la gran cadena.
Que levante la mano quien no se arrepienta de no haber tomado registro de las anécdotas, los recetarios, las frases hechas de nuestros mayores cuando aún estaba a tiempo. Un día, sin darnos cuenta, el viejo, con sus historias, se consumió —cantaba Ismael Serrano— y desgraciadamente, muchas veces llegaremos tarde a fijar/escribir/grabar; otras, sin embargo, son los mismos protagonistas quienes, incluso sin pretenderlo, contribuyeron a acrecentar el patrimonio inmaterial de la humanidad con sus testimonios de puño y letra.
He visto un pájaro carpintero Polonia, 1939.
El niño Michał Skibiński tiene 8 años y debe cumplir con la tarea de mejorar su caligrafía escribiendo en su cuaderno una frase diaria durante las vacaciones de verano. Sus anotaciones, lacónicas, sin dejarse llevar por un excesivo entusiasmo, se suceden día tras día al ritmo pausado de su calma cotidiana en Anin, cerca de Varsovia: “He ido al río con mi hermano y mi maestra” (15.7.1939), “he visto un precioso pájaro carpintero” (28.7.1939), o “he estado trabajando en el huerto con mi abuela” (21.8.1939). De pronto, el lenguaje se agrava, el tono se agria y la congoja atenaza al lector: “Ha empezado la guerra” (1.9.1939), “los alemanes han ocupado Milanówek” (8.9.1939), “han empezado a racionar el pan” (13.9.1939), o “Varsovia se defiende con coraje” (14.9.1939).
Ocho décadas después, Skibiński (Poznan, 1930) es un venerable anciano de 89 años que ha guardado todo este tiempo aquel relato de los días previos a la invasión nazi de Polonia; un ataque que supuso el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la más mortífera de todas, y que sólo en el país polaco causó más de siete millones de muertos.
La historia de la recuperación del cuaderno cuenta con varios protagonistas y un final feliz: la madre del autor lo recuperó de los escombros de su casa al estallar la guerra y después sobrevivió a varias mudanzas hasta que el sobrino de Michał, Marcin Skibiński, seguro de su impagable interés histórico, entregó el cuaderno a la editorial polaca de libros ilustrados Wydawnictwo Dwie Siostr; una vez devorado por una de las editoras, ésta pensó en su hija para ilustrarlo. Así, Ala Brankoft —el pseudónimo de la ilustradora Helena Stiasny, estudiante de artes gráficas en la Academia de Bellas Artes de Varsovia— ideó las hermosas ilustraciones a página completa, realizadas con pintura acrílica y evocadoras de los exhuberantes paisajes de los veranos de su propia niñez que le valieron una mención especial a la Opera Prima en los Bologna Ragazzi Awards de 2020, uno de los galardones más prestigiosos del mundo del libro infantil y juvenil. Un año después, llega ahora su versión en español para todo el mundo de la mano de la editorial Fulgencio Pimentel, en una excelente edición de tapa dura y con traducción Katarzyna Moloniewicz y Abel Murcia.
Las ilustraciones de Brankoft no sólo aciertan en representar el bucólico paso de los primeros días del verano, con grandes escenas de paisajes de una calidez y una sinuosidad idealizada y vitalista sino que, conforme avanza la contienda, la paleta de color se oscurece y la naturaleza se agita acompañando el creciente estado de zozobra en el niño y en el lector/espectador. Un lector cómplice que se echa las manos a la boca presagiando lo peor, ante el devenir cotidiano de una vida tranquila, ajena al desastre que se avecina, de un modo parecido al que retrata la película Menschen am Sonntag (Gente en domingo), de Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer (1929) en la que se nos presenta una plácida escapada dominical a un lago por parte de un grupo de amigos y cuyas vidas, sabemos hoy, se verían truncadas poco tiempo después —para un análisis en profundidad de esta y otras dos grandes películas recomendamos la lectura del capítulo “Berlín y Hollywood un domingo” de nuestra compañera de Culturplaza Áurea Ortiz en Berlín-París-Hollywood: más allá de la historia del cine, de Carlos Loosilla, de 2009—.
Un álbum ilustrado conmovedor, hermoso y escalofriante al mismo tiempo, que nos sitúa de una manera inmisericorde ante la calma que precede la tempestad. Y es que, como bien hemos conocido en este infausto año pandémico, todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Como apunta César Sánchez en la nota de la edición española, He visto un pájaro carpintero nos habla “de la necesidad de valorar lo que tenemos y de lo insalvables peligros que acechan en el odio colectivo (…) sea como sea, creemos que en el libro se oculta una enseñanza.” Ojalá esta enseñanza pase por poner en palabras todas esas microhistorias —las nuestras y las de aquellos que nos precedieron— para que no las borre el viento.
Vida extra: en el audiovisual hay nutridos ejemplos de cómo los materiales encontrados —generalmente, escritos— han servido para reconstruir algunas de esas vidas más o menos anónimas, dándoles así una segunda vida. Recomendamos aquí: Ni una sola palabra de amor (cortometraje de El Niño Rodríguez, de 2011), dramatización a partir del audio de una cinta de contestador comprada en un rastro; Los Modlin (libro de Paco Gómez, de 2013) y Una historia para los Modlin (documental de Sergio Oksman de 2012), que reconstruyen la historia de una excéntrica familia norteamericana a partir del hallazgo de cientos de fotografías y objetos personales en un cubo de basura del centro de Madrid; y El último abrazo (cortometraje documental del valenciano Sergi Pitarch, de 2014) que sigue la pista al autor de dos cartas de suicidio sin enviar, fechadas en 1946 y compradas en una subasta informal en València.
Ficha técnica
Título: He visto un pájaro carpintero
Autor: Michał Skibiński (1939)
Ilustraciones: Ala Bankroft
Traducción: Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia
Edita: Fulgencio Pimentel
Año: 2020
Número de páginas: 132
Tamaño: 19,2 x 26 cm
Encuadernación: Cartoné holandesa
ISBN: 978-84-17617-29-5
Precio: 19€