Estos días hemos aprendido a la carrera que el distanciamiento físico no tiene porqué ser un distanciamiento social. Hay vínculos de proximidad que se refuerzan con la forzada distancia física. Nos mantenemos separados pero lidiamos con esto juntos. La ciudad sigue viva aún quitándole la vida urbana.
Además de las relaciones con los nuestros, hemos (re)descubierto a nuestras vecinas, a las que ahora vemos la cara a las ocho y saludamos como nunca habíamos hecho. Hay ejemplos de sobra de la gestapo de balcón, de personas dispuestas apuntar con el dedo a quien se tome la cuarentena de manera demasiado laxa; pero en general la actitud vecinal es próxima y cálida; como también lo son las numerosas iniciativas espontáneas comunitarias que han surgido estas últimas semanas, muchas de ellas agrupadas en la web colaborativa frenalacurva.net.
Por obligación descubrimos la fragilidad del diseño y la ejecución de nuestras viviendas, a fuerza de pasar horas en ella, y nos sentimos afortunados los privilegiados que tenemos balcón. Balcones, terrazas y galerías han dejado de ser trasteros para convertirse en plazas, lugares de vida pública, música e incluso procesiones de Semana Santa.
Lo que vemos desde nuestra ventanas, la dimensión del espacio a nuestra disposición o el número de personas con las que habitamos difiere según la geografía. Los datos disponibles nos enseñan ya una correlación por barrios entre la renta y los contagiados. El coronavirus no entenderá de territorios, pero sin duda se ceba más con aquellos que no tienen los medios para aplicarse una distancia física suficiente de los demás. Es evidente que no es lo mismo para una persona compartir un piso de ensanche con su pareja que vivir con otras cinco, muchas de ellas obligadas a trabajar, en sesenta y cinco metros cuadrados.
Aún así, qué suerte la de aquellos que viven en la ciudad en mayúsculas, mediterránea la nuestra, que nos ofrece, a una distancia razonable, todo lo que podemos necesitar. La sonrisa del frutero y el frescor de temporada, el pescado de mercado, el pequeño súper de la esquina. Nuestra ciudad, con estrechas calles, densidad razonable y comercio de proximidad, sigue latiendo a pesar de todo.
Pero no todos los barrios mantienen su energía a la espera de volver a las calles; esta crisis está mostrando de una manera increíblemente evidente la diferencia entre lo que es una ciudad y lo que no lo es.
Mientras hay calles de balcones llenos y tiendas de comestibles, hay manzanas enteras donde no se escucha nada. Edificios en los que nueve de cada diez apartamentos esperan vacíos a ser alquilados por días como alojamiento turístico. Presuntos barrios dónde no hay donde comprar el pan. El triste trozo de ciudad funcionalista dónde nadie duerme por las noches. Calles enteras en las que no hay un solo habitante que salga a aplaudir.
Podríamos medir, con los decibelios de las ocho, el nivel de (potencial) vida urbana de cada trozo de la ciudad, reconocer los barrios de verdad entre aquellos sucedáneos que, ladrillo a ladrillo, hemos construido durante las últimas décadas para enterrar nuestro dinero.