Artesanos de la palabra reunidos en Rambleta esbozan sus predicciones sobre el verso y sus periferias.
VALÈNCIA. Si la poesía fuera un perro de porcelana aposentado en algún pasillo de alta alcurnia, con pasarle el plumero de vez en cuando bastaría para hacerse una idea de su situación, una foto fija con más o menos polvo. Pero resulta que no lo es, y en lugar de quedarse anquilosado bebiendo de melancolías ajadas, este género literario se empeña en seguir explorando cauces y maneras de estar en el mundo. Por ello, comprender su estado de la cuestión implica, sí o sí, echarse al monte de las preguntas. En este caso, tomamos como coartada El futuro de la poesía, charla que tuvo lugar en Rambleta el pasado viernes con la colaboración de Jotdown con motivo del centenario de Mario Benedetti (recordad, hay que “defender la alegría como una trinchera” y más teniendo en cuenta la temporadita que llevamos). Moderados por el periodista Ricardo Jonás, en esta conversación de tintes líricos participaron los autores Alfonso Vila Francés y Azahara Alonso y el científico y escritor Javi Burgos. Y a ellos recurrimos precisamente con dos objetivos: establecer un minuto y resultado de los versos y aventurar hacia dónde se dirigen.
Comencemos por un asunto obvio: en los últimos años la poesía ha multiplicado sus apariciones en medios de comunicación generalistas, suplementos especializados, eventos culturales…Lo que no está tan claro es si esa presencia se está traduciendo también en un aumento de lectores. Vamos, que es posible que se hable mucho más de poesía, pero se siga leyendo (y vendiendo) como antes. Lanzamos este primer interrogante a nuestros entrevistados.
Abre fuego Burgos, para quien la poesía ejerce como un reducto “que suele estar muy alejado de las ventas de la novela, por compararla con algo. No sabría cuantificar si hay más o menos lectores en los últimos años, pero desde luego sí que creo que es un género que tiene y tendrá su público, independientemente de las modas”. En la misma línea de flotación se mueve Ricardo Jonás, quien recuerda que este género cuenta con un núcleo duro de “lectores fieles, como la literatura de terror o de ciencia ficción. Y esa audiencia va a seguir ahí, como ha estado hasta ahora”. Con el universo 2.0 en el retrovisor, para Azahara Alonso la clave reside no en un aumento de la lectura, sino de la visibilidad que estas piezas tienen: “los lectores de poesía, muchos o pocos, podemos amplificarla más que antes. Se lee poesía –supongo que no demasiado, como siempre– y se muestra más lo que se lee”.
Y ahora, unas cuantas cucharadas menos de optimismo, pues Alfonso Vila, fotógrafo además de escritor, afirma rotundo que la poesía “no tiene futuro y mucho menos si los que dicen que la van a salvar son los que más hacen por destruirla. Por ejemplo, si queremos que los adolescentes escuchen música clásica ¿cogemos a Beethoven y le ponemos un ritmo de reguetón o de rap? ¿Eso sirve para algo o es una simple campaña publicitaria? No se puede adulterar tanto la poesía para hacerla muy comercial sin que deje de ser poesía. Pero claro si lo único que te interesa es ganar dinero…”
Precisamente esa tensión entre los éxitos pecuniarios y la calidad en las esferas poéticas ha sido protagonista en las últimas semanas. ¿La causa? El reciente premio Espasa de poesía a Rafael Cabaliere, un autor que triunfa en las redes sociales pero cuyas piezas han sido vilipendiadas por especialistas y aficionados. De hecho, muchos acusan a los responsables del galardón de premiar el eco virtual y la consiguiente legión de fans dispuestos a pasar por casa frente al valor literario de la obra. Una polémica, la de los poetuiteros y compañía que lleva años en danza. Aunque en este caso, al revuelo habitual se le ha sumado una anécdota de aires distópicos ciberpunks: la propia editorial se ha visto obligada a confirmar que el autor era un ser humano y no un bot que creaba versos de forma robotizada. Así está el panorama.
Para Azahara Alonso, esa reacción tan poco complaciente con el galardón surge “aparte de por lo obvio, quizá por darle todavía demasiada importancia a los premios literarios, un terreno de arenas movedizas donde los haya. No comparto en absoluto los criterios del Espasa Es Poesía y por eso tampoco tengo curiosidad por sus galardonados”. Y aquí, la autora de los libros Bajas presiones (Trea) y Gestar un tópico (Ril) esboza una nota a pie de página: “no creo que la popularidad (o su falta) en redes sea una premisa para juzgar inicialmente a un poeta: al revés, por ejemplo, hay muy buenos poetas que son populares en redes”.
“Personalmente, no me gusta distinguir entre alta y baja cultura, pero creo que se están publicando cosas que no tienen la mínima calidad exigible. El caso de Cabaliere ha sido el más llamativo, pero no se trata de algo excepcional”, hilvana Ricardo Jonás. En este sentido, el subdirector de Jotdown recuerda que según indican muchos profesionales del sector, “parece que los libros que llevan una faja con premio venden más. Algunas editoriales aseguran que necesitan publicar títulos que vayan a tener mucho éxito para poder permitirse lanzar obras más minoritarias pero que les gustan más”.
“Ese premio es un concurso de selfis y ya está. Y me parece bien. Pueden hacer un concurso de modelos pero que lo llamen por su nombre... Porque si no lo hacen entonces simplemente es una estafa. Y una estafa muy bien montada por gente que lo mismo te vende un poeta que un cocinero que un tenista”, denuncia con sorna Vila, firmante de títulos como El final del banquete (Pre-Textos) o Acto de clausura (Editum). “Lo que tendríamos que ver es si los lectores de autores con muchos seguidores en redes sociales son lectores puntuales de ese autor o consumidores habituales de poesía – indica, más magnánimo Burgos--. Si empezar a leer a un poeta por sus seguidores o porque le han dado un premio determinado hace que descubras y profundices en la poesía, entonces habrá merecido la pena. Tal vez esos autores famosos nos abran una puerta a los poetas consagrados”.
El presente lo tenemos ya diseccionado, pongamos ahora la lupa en el futuro. Y ahí toca otro dilema de esfinge: ¿nos encontramos ante un provenir homogéneo o las distintas corrientes poéticas que conviven actualmente se enfrentan a horizontes dispares? Al aparato Javier Burgos, flamante autor de Geografía de la locura (West Indies) y director general de Investigación y Alta Inspección Sanitaria de la Generalitat: “uno cuando escribe, cuando pinta o cuando hace música no está pensando en qué corriente artística estará clasificado su arte en el futuro. Los poetas escriben por necesidad, lo cual depende de la vivencia íntima del que escribe, de su coyuntura, del azar que experimenta en su vida. Las corrientes vienen luego”. En cambio, Vila aquí dispara a matar y restringe los experimentos a la gaseosa: “en esto soy muy radical, lo acepto: el único porvenir que tiene la poesía es seguir siendo lo que era antes... Si los adolescentes no leen a Cervantes, ¿la solución es coger sus libros y quitarles el 80% de sus páginas, cambiarle el vocabulario y sustituir a Rocinante por una moto para hacerlo más actual?”.
“Creo que pertenezco a una generación que ha aprendido a no plantearse qué va a suceder en el futuro, porque para qué. No veo clara mi posición y eso no me hace sentir incómoda—reconoce Alonso--. En lo referente a lo que escribo, me gusta enfrentarme cada vez a problemas distintos y que parecen irresolubles en la encrucijada entre la lectura, la escritura y yo misma, así que seguiré intentando aprender a resolverlos”.
A la hora de acercarse fervorosamente a la literatura, en general, y a la poesía en particular, surgen dos peligros complementarios: por una parte, existe el riesgo a volver una y otra vez a los grandes referentes, a esas figuras consagradísimas; pero también es posible caer en el otro extremo y vender nuestra alma a cambio de la penúltima novedad, del estallido más reciente, de la supernova detectada hace 12 minutos. Ahogarse en las firmas de siempre o cegarse con los recién llegados, he ahí la cuestión.
Filósofa de formación, Azahara considera que “casi siempre”, el problema no es regresar a esos nombres reverenciados desde hace décadas “sino hacerlo sin una actitud honesta, sin relativizar nuestra situación y sin reconocer cómo hemos llegado a ella”. “Creo mucho en eso de subirnos a hombros de gigantes y muy poco en intentar destruirlos. Así que cuando hay un éxito actual me gusta leerlo, disfrutarlo en lo posible y comprobar de dónde viene, si resiste o se desinfla”, subraya. Para Jonás, ambas opciones resultan “igual de peligrosas. No se trata de volver a los mismos nombres de siempre, pero muchos booms acaban en nada, son solo modas pasajeras que después olvidamos con facilidad”. En este punto, Javi Burgos da un salto con doble tirabuzón y convierte la amenaza en una oportunidad nutritiva: “no nos deberíamos cerrar a nada. Es interesante ver las propuestas de los nuevos poetas, pero eso no debería estar reñido con leer a los poetas canónicos. Entiendo que no se puede concebir la poesía sin haber leído a Lorca, a Neruda o a Benedetti”.
En la inmensidad de las palabras que la rellenan la poesía puede actuar bien como un refugio bien como un arma (cargada de futuro, sí). Puede erigirse como una reconfortante madriguera en la que protegernos de los horrores que campan a sus anchas en el exterior, pero también la podemos convertir en una herramienta para combatir nuestros fantasmas colectivos o individuales.
O quizás puede adoptar ambos roles al mismo tiempo, ser abrazo y revólver en una sola toma. Así lo cree al menos Burgos, para quien la poesía sirve para expresar “la belleza y para combatir en el terreno político, es autocomplaciente pero también es reivindicativa. No hay ninguna experiencia vital ni ningún sentimiento humano que se resista a la poesía”. Una opinión que suscribe, en parte, Azahara Alonso: “puede ser ambas cosas y no tiene el deber de ser ninguna. De uno y otro lado, al escribir y al leer, me gusta que la poesía sea un espacio de placentero desconcierto, de indagación”.
Para Ricardo Jonás, más que el rol que juegue importa las tramoyas con las que se maneje: “Creo que, tanto en la poesía, como en la literatura en general, debe haber un componente social y contextualizado. Por ejemplo, los grandes movimientos de vanguardia de principios del siglo XX confiaban en que el arte te podía cambiar la vida. Y eso es algo con lo que estoy muy de acuerdo. En cambio, no me gusta nada la autoficción tan narcisista que se ha puesto tan de moda ahora, que solo se centra en el yo, en el aquí y el ahora, e ignora una visión más general del momento”.
Si algo nos ha enseñado 2020 es que hacer predicciones puede acabar convirtiéndose en una broma de mal gusto. Por suerte, y a pesar de los imprevistos que azoten nuestras rutinas en los próximos meses (que le han cogido gusto al asunto, se ve), tenemos ese resquicio de esperanza de saber que la poesía se seguirá conjugando también en futuro.