Íbamos a llorar la pérdida de las cabinas telefónicas pero el Gobierno, que tanto se equivoca, se ha compadecido de ellas. Celebramos este gesto hacia los románticos que aún se niegan a usar los móviles. Sólo por solidaridad con ellos deberíamos acudir a una cabina con el nuevo año, y llamar a ese tío soltero sin herencia a la vista, y al que teníamos olvidado
A veces, muy pocas veces, la vida deja de ser cruel y nos trae una buena noticia inesperada. Nos habíamos hecho a la idea del final de las cabinas telefónicas, y eso nos había causado honda tristeza. Temíamos que este Gobierno atroz aprobase el pasado viernes un decreto-ley para que las cabinas dejasen de ser “un servicio universal de telecomunicaciones”.
Así se lo había recomendado la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), organismo público que podría ser disuelto sin que el mundo lo advirtiese y que debe su notoriedad a los pellizcos de monja que aplica a las petroleras, las telefónicas y las eléctricas cuando estas atentan contra los consumidores con suma frecuencia.
Pero el Gobierno presidido por el veleta Sánchez, en otro de los volantazos de su política cliclotímica, ha dado marcha atrás. A falta de de mayor concreción, Telefónica u otra compañía se verá obligada, a partir del 1 de enero, a mantener en funcionamiento las 16.000 cabinas que seguían operativas, muy pocas si se las compara con las 55.000 existentes en 1999, antes de la completa extensión de los teléfonos móviles.
El mantenimiento de las cabinas es un engorro para Telefónica, que asegura perder tres millones de euros anuales con el contrato firmado con el Estado, que expiraba el 31 de diciembre. No obstante, esas pérdidas son compensadas generosamente con las subidas periódicas y unilaterales que la compañía aplica a las tarifas de sus clientes de Movistar, como la que entrará en vigor a comienzos de 2019.
En las últimas semanas, la anunciada muerte de las cabinas me había sumido en una vaga y pasajera melancolía. Admito no haberles usado en los últimos quince años, pero no podía concebir el paisaje urbano sin su existencia. De niño eran como habitáculos encristalados que asociaremos siempre a la magistral interpretación de José Luis López Vázquez en la película de Antonio Mercero. Siendo adulto, las cabinas perdieron consistencia y se transformaron en postes que sólo disponían de dos mamparas laterales para aislarse del ruido exterior, lo que rara vez ocurría. Al anunciarse su indulto habían cumplido los 90 años.
Además del profundo interés de sus potenciales usuarios, las cabinas han sufrido, en los últimos años, la inquina de los vándalos. No entendemos el porqué de la cerril costumbre de romper el mobiliario público, tampoco las cabinas, que ha ido en aumento como el precio de los alquileres. Por suerte, la supervivencia de las cabinas evitará que los gamberros, que nunca descansan en sus sueños nihilistas, dirijan su ira contra los mendigos, población que ha crecido, al igual que la reclusa, en la presente década. Será por la crisis.
Si la libertad económica supone poder elegir, la continuidad de las cabinas impide que caigamos por completo en manos de la tiranía de las operadoras de telefonía. Si las cabinas hubiesen desaparecido, ¿qué hubiera sido de gente como Ray Loriga y José Luis Garci, apóstatas reconocidos del móvil? ¿Qué hubieran hecho ante una situación de emergencia en plena calle? Por difícil que sea de creer, aún hay personas de un romanticismo insobornable que les impide entrar en una tienda para comprarse el último modelo de la manzana podrida.
Si la libertad económica supone poder elegir, la continuidad de las cabinas impide que caigamos en manos de la tiranía de las operadoras de telefonía móvil
Yo, que también soy un poco rarito, nunca tuve, sin embargo, el coraje de vivir sin un celular, como diría Nelson, mi amigo colombiano. De hecho, hace bien poco me vi obligado a comprarme uno porque el anterior ya no funcionaba, y aún ignoro la mitad de sus funciones. Esto último me trae sin cuidado. El móvil es un mal necesario para mí, como también lo es el coche, en un tiempo en que la mayoría de la gente ha dejado de llamarse para enviarse mensajes de texto o voz, por lo general de una estupidez considerable.
Llegará el día, no muy lejano, en que recibir una llamada telefónica constituirá un hecho extraordinario, digno de consignar en un diario. No habrá nada que decir y por tanto nada que escuchar de los demás. La incomunicación habrá alcanzado su fase terminal e irreversible. Será cuando recordemos, con cierta nostalgia, el ruido de las monedas al caer por la ranura de una cabina en La Manga del Mar Menor, desde la que llamábamos cada verano a una abuela sorda como una tapia.