La tengo en mi lista pero ella no lo sabe. Es una de las cuatro o cinco personas que me alegra ver después de las vacaciones porque significa que no se ha suicidado. No todavía. Por supuesto, ella no sabe lo de mi lista. Si lo sabe disimula bien. A veces noto cómo me cuida. El juego va de eso, intentamos cuidar la una de la otra. Mantener un intercambio vivo. Yo hago mi papel, ella el suyo. Cuando bajo a verla al box de urgencias, mi cara es demasiado cereales Kellog´s cinco vitaminas y hierro así que me avinagro un poco antes de darle los buenos días. Sé que se alegra de verme, aunque se incorpore despacio y proteste por seguir viva, aunque tarde en hablar mientras se frota los ojos y el bullicio de los celadores llene el aire que huele a carbón activo y a ayuno: a lavado de estómago.
El pasado 10 de septiembre fue el Día Mundial para la Prevención del Suicidio pero nadie debe de haberse enterado. Hace años que la OMS lo identifica como un grave problema de salud pública, pero el titular es tímido al lado de los mastodontes de la covid. En tiempos de cabecera única la gente sigue matándose pero cuesta ponerlo en el centro de las alertas. Muere por suicidio una persona al día en nuestra Comunitat, 800 mil en el mundo cada año; uno cada minuto. Y por cada intento consumado se dan veinte intentos fallidos. Hace más de una década que es la primera causa de muerte no natural y las pérdidas duplican las muertes por accidente de tráfico. Lo peor: la gran alarma está sonando entre los adolescentes, que han apartado a los ancianos en el medallero. Una llamada de un joven con ideas de muerte puede acalambrar de miedo a toda la red sanitaria y familiar. Asimismo, cada caso afecta íntima y profundamente al menos a 6 ó 10 personas; la calculadora se vuelve loca. En la era biotecnológica e hiperconectada, ¿qué nos hace tan infelices?
No hay consenso fácil para un problema tan complejo, pero sí lo hay en la necesidad de acabar con el tabú y hablar de ello. No existe el efecto llamada. Sí una herencia pacata y católico-mortífera en la que los suicidas se enterraban fuera del cementerio. No se me olvida la confesión de un paciente (suicida) cuyo padre se mató cuando era un niño y que trastabillaba por el colegio roto de dolor hasta que un cura lo asistió. Contraviniendo el dogma, el religioso le dijo “tranquilo, tu padre también está en el cielo”.
El suicida rara vez está decidido a morir. Como en la mítica escena de Bergman, miles de personas retan ahora mismo a la muerte en una partida fatídica; un ajedrez que debe llegar al desempate y no lo hace. Es fácil entrar en el bucle. A veces lleva toda una vida deslizarse a un lado o al contrario del tablero. La gente ajena a este drama cae en seguida en la trampa del que lo hace no lo dice y el que lo dice no lo hace. Esto es más falso que una telenovela turca. No se intuye lo difícil que es dar el salto, pasar por encima del dolor que tendrán los que te quieren. No se desea morir sino desactivar el dolor. Tampoco se habla de esto, ni se difunde. Sylvia Plath, la malograda poeta, lo calificaba de arte y se graduó cum laude con la cabeza metida en un horno. Tenía 30 años y dos pequeños a los que había llenado delicadamente sus bandejas de desayuno. Su suicidio fue tan mítico que estuvo a punto de devorar la altura de su obra, una revista de moda frivolizó recientemente con el estilismo de la bella poeta y enseñaba un horno lacado en rosa junto a su abrigo de tweed. No se conoce muerte más fashion, podía haber abierto la puerta al debate público, pero no lo hizo. Eran los terribles años 60 en un mundo a punto de inaugurar la felicidad como objeto de consumo. Sólo quedó un silencio cobarde sobrevolando sus poemas.
Coincido con ella, la autolisis merece su lugar entre las artes. Hay una misma búsqueda, una misma soledad en el que crea y el que destruye. Una misma ansia. Pero no hace falta ser campeón mundial de ajedrez, cualquiera puede ayudar a un suicida en el jaque mate y levantarlo del tablero. Otro mito que debe caer es el de la prevención. Sí, se puede. Prevenir el el suicidio no exige ni siquiera un profesional de la salud mental si se pierde el miedo a hablar con ellos. “Y pensé en eso que me dijiste sobre mis hijos ─me cuenta otro paciente en la consulta─, eso de que ellos también lo harían en un futuro si yo…”. Es un cincuentón roto por una enfermedad que dura ya tres décadas y no puede más. Ha pasado hora y media mirando al tren después de colarse por un agujero de la valla y luego ha vuelto a urgencias. El aire tan rápido de la máquina al pasar lo acalambró de miedo y lo admite sin rubor. Tenía una frase en la cabeza, una advertencia respecto a sus hijos. No necesitaba un comentario ingenioso, sólo una conexión. El asidero para para salir de allí y volver al mostrador de urgencias.
El Plan de Acción sobre Salud Mental de la OMS había comprometido a los estados a reducir la tasa de suicidio para este 2020. En nuestra Comunitat tenemos un plan desde hace 4 años, pero nadie levanta la voz para decir cómo estamos. Sólo sé que hoy, como en cada guardia, los sanitarios seguimos a estas personas en su lucha e intentamos no perderlas de vista. Procuramos estar un paso por detrás, siempre cerca. Se le dice a la familia que no los pierda de vista un tiempo. Se les susurran jugadas, se les pide que ataquen al peón, que se coman al alfil, que abran la partida y tomen el flanco o el centro.
“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio”, reflexionaba Camus refiriéndose al suicidio. Mientras esperamos la asistencia de los filósofos, cabeceamos por la vida y atendemos a gente que no quiere seguir. La chica del box ya ha ido al baño a lavarse la cara y vuelve mirando al suelo. Sonrío y espero, he cerrado la puerta. Le pregunto en voz baja si quiere hablar. Ambas dedicamos un rato a seguir los círculos que dibuja en el suelo con la punta de su zapatilla. “Cómo voy a estar feliz en un mundo que no es feliz ─me espeta por fin─, la gente cree que ya estoy bien, pero no lo estoy. Todos esperan hasta verme hacer la comedia y entonces pasan de mi”. El mundo es tan canalla. Todo es una pura farsa y no lo desmiento. Igualmente le recuerdo planes terapéuticos, charlas familiares, cápsulas, informes. Esperanza. Por temporadas tan delgada como el papel de fumar. Cuando el dolor arrecia no queda nada, olas de cuatro metros golpeando contra el dique que levantan mis citas, anegando la expectativa de un número largo en su móvil que pueda anunciar mi voz. Hola, no viniste a la última visita, cómo estás. Yo siempre quedaré al otro lado, cada intento de suicidio nos saca a los demás fuera. Nos deja plantados con las palabras. Cuánto va a durar esta chica, me pregunto.
La invito a soltar el nudo, a desovillar el hilo. No debo atender mucho a sus ojos porque entonces me llega ese frío, esa expulsión, y vuelvo a ser la vendedora de enciclopedias ante su puerta. Igualmente sonrío. Antes de que suene el teléfono y corte de lleno una crisis de llanto, o se abra el box de un manotazo, o alguien cruce con cara de disculpa vaciando papeleras o revisando tomas de aire. Antes de eso hay un momento de estar la una frente a la otra con una pila de secretos en medio y que eso sea algo. Un nuevo inicio de partida. Un cerco fuera del cual algo se queda fuera, una veladura, la capa semitransparente que tamiza el volumen alrededor. Por un instante hay algo frío que aletea sordo en el aire y protesta mientras se aleja, como un jirón de tela atrapado en la puerta de un coche.