Queda todavía, si rebañamos el saco, algún -ismo. Uno que podemos llamar, porque le viene pintiparado el nombre, legañismo. Legañismo es una palabra eufónica y polivalente que sirve igual para designar ciertas actitudes políticas como para designar la terrible modorra con que son recibidas por el público. Legañismo, por ejemplo, es echarse las manos a la cabeza cuando saltan chispas de hilaridad entre Podemas y Vox, pero no echarse a la calle cuando el independentismo decide la manera y el momento en que habrá gobierno.
Legañismo es abroncar a los jueces porque no ha gustado la sentencia, pero no rechazar las propuestas de jubilación septuagenaria. Legañismo es lo abellacados que nos consideran, lo estúpidos que nos presumen, la dialéctica pitañosa que se gastan y la superioridad con que nos miran desde su trono parlamentario; y legañismo es, también, que, mientras esto sucede, luchamos a brazo partido, atascando carreteras y aeropuertos, para llegar donde podamos deslizarnos una y otra vez, cargados de artilugios, por laderas nevadas, o para satisfacer el cominillo de ahumarnos cuatro salchichas, el pelo y toda la ropa en la chimenea sin tiro de una barraca rural.
Esta indiferencia multitudinaria, este abotargamiento generalizado, este delirio colectivo, esta epidemia de legañismo está detrás de un extraño fenómeno que viene produciéndose de unos años acá: la enorme contradicción de que la cultura mengüe a marchas forzadas y, sin embargo, el número de partidos aumente; de que haya una depauperación ideológica escandalosa y una frondosidad inaudita en el ramaje politicoide. Las primeras manifestaciones del pitañismo nacional, del pitañismo nefando que devora el congreso y el censo entero, tomaron la forma de sandeces proferidas con la guardia baja; pero pronto esos mismos despropósitos han ido cambiando el descuido por la contumacia, que vale tanto como cara dura y desfachatez.
El pitañismo de los diputados crece al verse correspondido por el pitañismo de la ciudadanía; se incrementa exponencial y paralelamente al aturdimiento masivo, al sopor de las muchedumbres, a la inmensa lerdera televisiva de todo un país. Tiempo de legañismo titularíamos la crónica sociopolítica. Tiempo de somnolencia intelectual, de letargo crítico, de mantillo ideal para el timo de la legaña o la legaña del timo. Proliferan, con la estupidez popular, tan húmeda y tenebrosa, los hongos del pitañismo legislativo. Esa decadencia lamentable contra cuya corriente nadamos, ese piélago aterrador en que intentan sumergirnos hace que los anuncios den por hecho que somos tontos; que pueda tener ministros quien sólo ha obtenido 32 escaños pero no pueda tenerlos quien tiene 88; que los elegidos devoren, con el frenesí de un banco de pirañas, la triste licuefacción que llena las calaveras de los electores.
Nos queda mucho legañismo por ver, y mucho más por cometer si no salimos pronto del cenagal en que nos hemos dejado sumir. No vendría mal un cambio de costumbres, una sustitución de los modelos que imitamos. Nos haría bien, quizá, un vistazo retrospectivo, aunque nos tachasen de retrógrados; apartar los ojos de tal cual símbolo de la ordinariez, representado en esa cantante que nos ha venido ahora mismo al pensamiento, y posarlos, pongamos por caso, en aquel devorador de periódicos que fue Antón Chéjov. Sería un enriquecimiento gigantesco, una maniobra desinfectante, un espectacular golpe de timón, un cambio de rumbo fabuloso en medio de la galerna que nos envuelve; pero muy necesario, prácticamente imprescindible, so pena de sucumbir al pitañismo absoluto, a la tiranía legañista de los que pretenden agarrarnos por la ignorancia y engancharnos a la traílla de los pagafantas.
Por ahora, sin embargo, avanzamos, como cadena de convictos, hacia la galera del tributo arbitrario, de la sangría salvaje, del tablón hirsuto y frío donde bogaremos como descosidos y nos acribaremos la corambre con los astillones emponzoñados del bolchevismo.
Existen, pues, más -ismos en esta época. El sutilismo no era el último, así que tampoco es probable que lo sea el pitañismo. Dejemos abierta la red, por si cae alguno más. Cualquier día encontraremos otro desatino enredado en ella; otro floripondio antropológico escenificado en los que antaño fueron ámbitos de seriedad y hogaño son pistas adicionales del circo televisivo.