el interior de las cosas / OPINIÓN

La fábrica de los sueños

23/12/2019 - 

 Comencé a escribir el pasado martes, seguí masticando palabras durante la semana, porque las palabras se conciben, mastican y se saborean. Continué escribiendo el sábado por la mañana, muy temprano, acompañada por la radio compañera, abstrayéndome de tanta sintonía y presión navideña, de tantas malas noticias, de tanta manipulación de la realidad, de tanta mediocridad política y periodística. Difícil misión la de huir de tantas rutinas. Y, en eso, suena Serrat con versos de Miguel Hernández, precedido por una locución bellísima sobre su carrera musical. De repente, cae el día, a pesar de la luz matinal y el furioso viento. La Navidad entra de lleno en el jardín descuidado de las neuronas, ese lugar que se conserva desordenado, poblado de malas hierbas y con neuronas marchitas que no dejan crecer a las que siguen brotando y floreciendo. Escribo, de nuevo, este domingo, cuyos sonidos atronadores nos meten de lleno en la navidad. El sorteo de la lotería es el punto de partida. La constante sonora de las niñas y niños que cantan los números y que gritan el premio gordo. El país enloquece, el gordo ha salido a los ocho minutos de comenzar el sorteo, “el segundo gordo más madrugador de la historia”. 

la lotería es el punto de partida. El país enloquece, el gordo ha salido a los ocho minutos de comenzar el sorteo, “el segundo gordo más madrugador de la historia”. 

Querida Minerva, una Navidad más, una menos, y tú, tendida al sol de tu hermosa isla, sin loterías ni otros espejismos, tendida bajo una dura realidad, esperando despedir un año de mierda y deseando que el nuevo ciclo muestre alguna sonrisa. Porque, como bien dices, somos gente corriente con sueños imposibles. Ya tú sabes que cada vez se reduce más este universo sensorial, se apagan sonidos y ya no parpadean torpemente las luces de algún árbol improvisado. La casa que se fue ya no contempla rincones donde inventarse aquellos belenes donde residían los playmobil y compartían con indios, vaqueros, romanos y un Indiana Jones que buscaba desesperadamente a un niñojesús secuestrado. Cada día había una historia en torno a aquellos belenes para la imaginación. Me gusta que recuerdes aquellas Navidades que viajabas a Madrid y corríamos por sus calles, en busca de una nueva figurita para el belén, una nueva broma pesada para la cena y nuevas cañas que beber. Los universos se van reduciendo hasta ser casi invisibles. Ni cañas, ni bromas, ni árbol, ni figuritas de barro vestidas de colores. Hoy, los espumillones mentales son asfixiantes, y los villancicos que martillean hasta el agotamiento y la derrota. Tu Navidad nunca tuvo estas cosas, querida Minerva. A veces duele contarte tanta abundancia y capitalismo atroz. El consumo inducido manda estos días, consumo abrumador y estresante. Tremendo. Ustedes fabrican los sueños, los buenos deseos, esos regalos inmateriales que reciben cada año y que siempre tienen la forma de los  grandes abrazos.

Hemos viajado por varias geografías anímicas, paisajes humanos y gastronómicos. Hemos estado en aquellas navidades mesetarias de carabineros, lombarda con pasas, besugo y esos rollos de jamón cocido rellenos de huevo hilado que se pusieron de moda en los años setenta. Esos días festivos de una ciudad iluminada, de los primeros Cortylandia que eran y siguen siendo un estado mental, de aquellos Reyes Magos de Madrid que primero dejaban sus regalos a la orilla del Manzanares en Nochebuena y, después viajaban con sus camellos hasta Morella para llegar el 5 de enero. Navidades frágiles que se diluyeron en el tiempo. También hemos estado en las navidades valencianas, en aquella Gavarda que fue y ya no existe, junto a la chimenea, chupando cabezas de gambas, estremecidas ante aquellos pucheros que eran un festival de carnes y verduras, como els pastissets de boniato, calabaza, y la coca de llanda de una abuela feliz, radiante. Nuestros viajes nos llevaron a las grandes montañas de la tierra alta. Siempre me recuerdas la olla de Aure, esas bandejas con los restos, los sabrosos desechos, orejas y morros, la lengua que preside el plato, el tocino casi celestial, les pilotes de Nadal de Palmira, y el panettone de Vicenzsa que cada año viajaba con Paula y Diego. 

El consumo inducido, abrumador y estresante manda estos días. Ustedes fabrican los sueños, los buenos deseos, esos regalos inmateriales que reciben cada año y que siempre tienen la forma de los  grandes abrazos.

Hay muchas navidades, estimada Minerva, tantas como miradas y corazones. Navidades cercanas, lejanas, abrumadoras, ruidosas, hilarantes. Navidades luminosas, oscuras, plenas, vacías. Navidades que marcan los últimos días del año, que llenan las calles de luces, y de sombras, de atronadores villancicos y agobiantes símbolos navideños, fetiches de la felicidad que se persigue. Navidades copiosas que deslumbran y que al mismo tiempo pueden apagar todas las luces. Navidades que agotan, que se imponen sin la posibilidad de escapar, que insisten en la vida que no existe, en la felicidad que no existe, en las horas no deseadas. Navidades de excesos indecentes que sobrepasan, ofuscan. Navidades ausentes y solitarias que se sientan a la mesa en silencio. Fiestas que duelen en muchas casas, en demasiadas vidas. Navidades que aprietan hasta asfixiar porque son más días de sufrimiento, escasez, pobreza, desigualdades.

Navidades infantiles, inocentes, soñadoras, esos días en los que una sonrisa ilumina el aire y se convierte en el mejor regalo. Día de Reyes que hemos transformado en varias celebraciones de la abundancia, sin la magia necesaria. Celebramos lo que somos y lo que no somos, festejamos lo que tenemos y no tenemos. Y cambiamos de año pretendiendo ser mejores, impulsados al cambio, a la construcción de ese imaginario del peso ideal, los sentimientos ideales y las buenas intenciones. Los mejores deseos que se esfuman con las burbujas del cava tras cumplir con el ritual de la fiesta. Hay quienes mudan de piel cada año para seguir avanzando en las casillas de este juego. Y hay quienes sienten profundamente este paréntesis como una catarsis que purifique el ambiente.

Seguimos siendo lo mismo, esa masa que avanza con los ojos cerrados, ese Ensayo sobre la ceguera que un día nos enseñara José Saramago

Nada cambia cuando se apagan las luces. Volveremos, un año más, a retirar las guirnaldas, belenes y villancicos. Volveremos a la angustia cotidiana de los días que corren sin tregua y también al sosiego de la normalidad. Regresaremos a esa realidad que nos gusta y a esa otra realidad que nos espanta. Anhelamos calma, salud, amor y firmeza en el nuevo año. Brindamos por la buena convivencia, por la buena estrella. Intentamos espantar la incertidumbre, los malos augurios. Pero hay momentos en los que seguimos siendo lo mismo, esa masa que avanza con los ojos cerrados, ansiosa, insolidaria, jugando con los límites de la conciencia, ese ensayo de la ceguera que un día nos enseñara José Saramago y que nos recuerda la importancia de vivir con la mirada y las manos siempre abiertas. 

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