VALÈNCIA. Leningrado, cuando todavía no era San Petersburgo, principios de los años 80. La Unión Soviética se encontraba en manos de Leonid Brézhnez, aunque las estructuras del régimen se iban desmoronando hasta que terminaron dando paso poco después a la Perestroika de Gorbachov. Sin embargo, el ambiente continuaba siendo represivo, sobre todo para una nueva generación de jóvenes que anhelaban la apertura y soñaba con las canciones de grupos anglosajones, como los Sex Pistols, que se atrevían a desafiar el status quo a través de una actitud contestataria.
La última película de Kirill Serebrennikov se sitúa en ese momento histórico y se centra en la escena underground a través de dos músicos llamados a simbolizar el antes y el después de los nuevos tiempos. Por un lado, Mike Naumenko, líder de Zoopark (interpretado por Roman Bilyk), uno de los impulsores de la movida rock rusa, por otro, el joven Viktor Tsoi (encarnado por el coreano Teo Yoo), cuyas influencias new age chocaban con los gustos prestablecidos hasta que terminó por imponerse como un autor de culto junto a su formación Kino. Mientras el primero se muestra apesadumbrado pero consciente de que su tiempo se ha terminado, se encargará de servir de protector del segundo y pasarle el testigo de su experiencia para que se convierta en la voz de una nueva Rusia.
El director quería captar ese ambiente de cambio repleto de sentimientos contradictorios entre la necesidad de avanzar hacia delante y el miedo a dar el primer paso y lo hace a través de la mirada inocente de la joven Natasha (una espléndida Irina Starshenbaum), atrapada entre estos dos hombres que para ella también simbolizan el pasado y el futuro, el recambio generacional, lo viejo y lo nuevo, lo acomodaticio y lo desafiante.
Filmada en blanco y negro, ya que la noción de color aparecería más tarde en el imaginario colectivo ruso, tras la caída del Telón de Acero, la película se aleja de los moldes del biopic tradicional. La cámara intenta captar la esencia de sus personajes a través de fogonazos que incluyen momentos de intimidad y otros de carácter grupal que adquieren una enorme viveza y energía expresiva.
Así, nos adentramos en un universo casi clandestino en el que todo gira en torno a la música: la influencia occidental prohibida, las traducciones de Naumenko de las canciones de Lou Reed, las sesiones de grabación, los conciertos, las jornadas campestres al son de una guitarra y la lucha por encontrar un sonido propio, además de la necesidad de introducir en las letras un mensaje ideológico. Sin embargo, la represión se cuela por cada una de las rendijas del relato: El público debe permanecer sentado en los shows, las letras antes de ser cantadas deben ser autorizadas por un comité y en general nada puede salirse de los límites de lo establecido, ejerciéndose un rígido control de la expresión individual y colectiva.
Por eso, en determinados momentos del filme, explota la ensoñación, suspendiéndose la realidad por unos minutos a través de fragmentos musicales a modo de videoclips (con animaciones de estética punk) en los que la anarquía, la rabia o la necesidad de libertad de los protagonistas explota a través de las versiones libres de himnos como Psycho killer, de Talking Heads, The Passenger, de Iggy Pop o Children of the Revolution, de T. Rex.
Quizás, se eche en falta un poco de transgresión verdadera, aquella que la película precisamente parece querer reivindicar. Todo resulta demasiado pulcro y bien orquestado, aunque se respira un ambiente de frescura muy complicado de captar y que el director sabe sacar partido para convertir la película casi en un estado de ánimo, entre la melancolía, la desazón, las ganas de cambiar el mundo y la imposibilidad de hacerlo por parte de una juventud que lleva inscrito en su ADN la rebeldía como forma de expresión y que en aquellos lugares donde choca con opresión política o religiosa adquiere una dimensión simbólica todavía más poderosa.
El director ruso sabe muy bien de lo que habla cuando se trata de censura. No pudo asistir al pasado Festival de Cannes, donde se proyectó la película en la Sección Oficial, por encontrarse en arresto domiciliario por formar parte de los grupos opositores del gobierno de Putin. Fue acusado de desviar fondos públicos cuando se encontraba terminando la película, una imputación al parecer encubierta para silenciar su activismo político a favor de los derechos LGTBI y sus críticas a la Iglesia Ortodoxa de su país. Fue puesto en libertad hace unas semanas, precisamente después de que consiguiera el premio al mejor director en los Nika Awards, los Goyas rusos, por Leto, que significa “verano”, en alusión a esa estación después de la que todo está destinado a cambiar.