La pandemia de la covid19 ha sido en España, desde el primer momento, un asunto político. Se ha debatido, analizado, y tratado desde una óptica derivada más a menudo de consideraciones partidistas que de criterios de salud pública. Fue así desde que nos confinaron inicialmente, y aun antes; y desde entonces, la cosa no ha hecho más que crecer en su dimensión partidista, como arma arrojadiza contra los archienemigos que cada cual designe, con el telón de fondo de un virus extremadamente contagioso, sin tratamiento conocido, que deja secuelas en muchas de las personas que superan el contagio, y que durante los meses más duros de la primera ola prácticamente dobló la tasa de fallecidos habitual en el país.
Esta situación llevó al sistema al límite durante meses. Cuando comenzó la desescalada de la primera ola, cabría pensar que ya habríamos aprendido de nuestros errores, sobre todo al ver las terribles consecuencias; pero no fue así. Comenzó la desescalada y también comenzó la carrera del "café para todos", o "desescalada para todos", entre las comunidades autónomas (con honrosas excepciones que se tomaron la desescalada más en serio). La consigna era clara: tonto el último. Nadie podía quedarse atrás. Y menos que nadie, la Comunidad de Madrid.
A nadie se le escapa la capacidad de irradiación de Madrid, en todos los aspectos. Vivimos en un país muchísimo más centralista de lo que el modelo autonómico cabría hacer sospechar. Las instituciones, las grandes empresas, y las comunicaciones, se concentran, en un grado mucho mayor de lo que se deduce de su población y su peso relativo en relación con el conjunto de España, en Madrid. Y a esto se suma un factor tanto o más importante: los medios de comunicación, casi todos los medios, están en Madrid. Hablan desde Madrid y, a menudo, también lo hacen para Madrid, ignorando ese molesto 85% de la población que languidece en tristes "provincias".
Todo ello confluye para dotar a Madrid de una visibilidad y una importancia absolutamente desproporcionadas en el debate público español y en el proceso de toma de decisiones. Y eso ha podido observarse con particular nitidez durante la pandemia. Ha dado la sensación de que la oposición del PP al Gobierno ha sido frontal y sin concesiones de ningún tipo. Pero esto ha sido cierto, realmente, sólo en el caso de la Comunidad de Madrid, que ha funcionado tal y como Pablo Casado quería: como espolón de proa de la oposición a Pedro Sánchez.
En cambio, las demás comunidades autónomas del PP han adoptado, en marzo y ahora, actitudes nítidamente diferenciadas, como ha podido observarse en Murcia y Andalucía (la comunidad autónoma más poblada de España, que se ha mantenido en segundo plano durante esta crisis, sin demasiadas estridencias en su gestión sanitaria), y sobre todo en Galicia y Castilla y León, que directamente han obrado a menudo como si no tuvieran nada que ver con Casado ni el PP de Madrid.
Por el contrario, en Madrid la presidenta Isabel Díaz Ayuso se ha manejado siempre como si la pandemia fuese un elemento más que sumar a su estrategia de oposición al gobierno central. Sobre todo porque al principio, en los primeros meses de pandemia, con el estado de alarma activado y el gobierno sufriendo un desgaste considerable, con el desbarajuste en las medidas y discursos gubernamentales y el colapso hospitalario, encarnar la oposición a Pedro Sánchez era tarea fácil, y muy rentable en términos electorales: Ayuso, que ni siquiera ganó las elecciones en 2019, aparecía en las encuestas de mayo y junio como líder destacada, muy por delante de los demás partidos.
La cosa cambió cuando el gobierno central decidió dejar la dirección de la pandemia a las comunidades autónomas. En esta tesitura, ha dado la sensación, desde el principio, de que, así como las demás comunidades autónomas se han esforzado, mejor o peor, por contener la pandemia y adoptar medidas de prevención y aislamiento, las autoridades madrileñas se lo han tomado como una molestia que les dificulta llevar la vida que han llevado siempre sus votantes; ¿qué es esto de un virus que no nos deja tomarnos el vermú y que nos obliga a llevar antiestéticas mascarillas? Trumpismo cañí, cristalizado en cosas como la desescalada exprés que se llevó a cabo en Madrid para no ser menos que nadie, el pasotismo posterior para contratar rastreadores y fortalecer el estado de la red de atención primaria, el negacionismo con las cifras y lo que éstas implican, y un largo etcétera. En Madrid han decidido que son más España que nadie y a la vez menos España que nadie; que a ellos no se les aplican esas tonterías de afanarse por controlar la pandemia, y que, como en tantas y tantas cosas, pueden ir a su aire. Como Trump.
Y aquí estamos, también como Trump: contagiados. Por segunda vez, con Madrid como epicentro de la pandemia. Por segunda vez, con polémicas entre el gobierno central y el autonómico. Con un cierre de Madrid que se antoja posiblemente ineficaz a los efectos de reducir al mínimo la movilidad y los contactos sociales; pero algo es algo. Esta vez habrá que ver si la apuesta electoral del PP madrileño, de pasar de la pandemia contra viento y marea, le sale bien. Lo triste del asunto es que, salga como salga, el descontrol en la región (con la mayor tasa de contagiados de Europa) será difícil de mitigar. En Madrid y, sin restricciones a la movilidad verdaderamente efectivas, también en las misérrimas "provincias"; sobre todo, las más cercanas.