Existen numerosos negocios en los que, bien por vía legal, bien por autorregulación, se han establecido ciertas obligaciones que se incorporan al producto, convirtiéndose en derechos para el cliente. La más conocida es la garantía. Cuando adquirimos determinados bienes, la empresa nos los suministra contrayendo el compromiso de que, durante un plazo de tiempo, responderá de su adecuado funcionamiento. De diferentes contratos de servicios, -electricidad, agua, gas, telefonía-, esperamos, asimismo, que su prestación se sostenga en los términos pactados: una confianza que, en caso de incumplimiento, se encuentra respaldada por la intervención de las administraciones públicas, el defensor del cliente o la oficina del consumidor.
Sin embargo, hay negocios blindados ante los excesos. Es el caso de algunas televisiones que emplean reales o presuntas desgracias y sufrimientos humanos para montar sus programaciones, recurriendo a personajes de fama apolillada y a profesionales del exhibicionismo emocional. Por ello llama la atención que la pasada entrevista de Jordi Évole a Miguel Bosé se haya alejado de la ruta habitual del periodista para acercarse en ciertos aspectos a la peor televisión. Su interviú, dividida en dos programas, tomó como base las polémica opiniones del cantante sobre las vacunas contra la pandemia. Un programa que rebotó a continuación en espacios humorísticos, como Late Motiv, con un contenido centrado en la imitación y chanza del Bosé visto en Lo de Évole.
A este periodista, los valencianos podemos agradecerle que nos pusiera ante los ojos el calvario sufrido por las familias de los fallecidos en el accidente del Metro de Valencia de 2006. Nos dio motivo para avergonzarnos de nuestra ausente reacción, durante años, del que había sido uno de los hechos más dolorosos acaecidos en una València que, pretendiendo salirse del mapa en lo emblemático, regateaba su solidaridad a las víctimas de aquel terrible suceso. En ediciones posteriores, Évole incidió en alguno de aquellos falsos emblemas, como el inacabado campo de fútbol del València; asimismo, en un tercer programa, pareció querer publicitar las supuestas prácticas de una conocida empresa valenciana de supermercados por la presión a la baja que, presuntamente, ejercía sobre los precios pagados a los agricultores. Un programa sorprendente porque, tratándose de un periodista experimentado, chirriaba que quisiera fundamentar la tesis con el único apoyo de un entrevistado.
Con sus aciertos y errores, lo cierto es que, durante años, Évole se ha consagrado ante la opinión pública como un periodista corajudo que no rehúye las dificultades. Sin embargo, su entrevista a Miguel Bosé ha chocado con el límite que se espera de la aplicación de una ética básica al negocio televisivo. Vimos a un Bosé con la voz rota, una gesticulación exagerada, y un desdoblamiento que rompía las fronteras de la normalidad. Lo que delataba la pantalla era a una persona enferma, machacada por pasados y dolientes excesos, cuya negación de las vacunas merecía la misma credibilidad que el culto a Zoroastro o a cualquier efluvio esotérico.
Ese Bosé que regurgitaba su angustia y autodestrucción, parecía claro que se encontraba sujeto a la rémora de pasadas aflicciones personales: un estado vital y mental que, más que exposición y focos, demandaba discreción, silencio y sinceros deseos de recuperación. A mayor añadidura, la resistencia del entrevistado, hablando más de tres horas en lugar de los sesenta minutos previstos, no merecía el estiramiento televisivo de su presencia en dos fechas diferentes. ¿Se le habría concedido el mismo espacio a otro famoso que reivindicara la negación del cambio climático, que la tierra es plana o que el Holocausto es una invención?
En conclusión, hemos contemplado cómo un periodista cualificado y reconocido por sus logros ha sido arrastrado por la ola de escudriñamiento de lo íntimo y el tsunami de escabrosidad que impregnan otros programas televisivos. La diferencia reside en que estos últimos no pueden considerarse periodísticos, a diferencia de lo que se presumía del encuentro Évole-Bosé.
En ocasiones, se tiene la impresión de que se nos está educando en la tolerancia a la impunidad, con pequeñas pero crecientes dosis oxidantes de los valores humanos. Ver a Jordi Évole acercándose a ese mundo rechina por lo que supone de desdoblamiento de su trabajo entre un Jordi-cazador de excentricidades y el habitual Évole-periodista. Una triste simetría con quien dividía sus opiniones, según hablase como Miguel o como Bosé.