MATERIAL FUNGIBLE

Mis conversaciones privadas con Franco

7/10/2019 - 

Domingos normales: Por entonces, Franco era el nombre que precedía a una amenaza siempre inconcreta, a un modo de actuar que fulminaría al instante los desvelos del presente; un apellido que convocaba historias de miseria, de heroísmo o de alto contenido moral: el engaño de los señoritos a los pastores, los costosos preparativos para la visita al pueblo, los escondrijos en las cámaras de las casas. “Cuando Franco” era un sintagma recurrente en todas las conversaciones de domingo para hablar de un pasado mítico.

Por entonces, los pequeños escuchábamos sin comprender todavía que Franco había grabado a fuego su nombre, su cargo y sus consignas en varias generaciones de domingueros, y que suponía la matriz cultural sobre la que pivotaba el pasado, el presente y el futuro de nuestra casa. Porque el pasado remitía a una sola cosa, la guerra, y el futuro, en el mejor de los casos, a la superación histórica de aquellos cuarenta años de crueldad y estupidez.

No existía en esa mesa dominical una especial simpatía por él, pero tampoco una denuncia encendida de su dictadura. Nos faltaban consignas y conciencia. Franco no era un nombre prohibido, pero tampoco figuraba en almanaques, cuadros o figuritas con las que adornar la casa. Franco era más bien un paisaje. Un acontecimiento natural, como la lluvia o la nieve, que sucedió sin explicación y desapareció sin ruido. El dinosaurio que siempre estuvo allí.

En las estanterías de la casa familiar lucían títulos obligatorios: Los cipreses creen en Dios, de José María Gironella; Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn; una colección de las obras completas de Vicente Blasco Ibáñez; un Quijote de la Mancha; Doctor Zivago, de Boris Pasternak; una enciclopedia en cuatro volúmenes; librillos como de quiosco comprados a Fernando Vizcaíno Casas; o la biografía de Erwin Rommel, el zorro del desierto. Libros que toquiteábamos los niños a la hora del café, aunque Franco entraba más con el café de los domingos que con los libros de historia.

Mis conversaciones privadas: Pero de entre todos sobresalía un volumen color amarillento titulado Mis conversaciones privadas con Franco. Lo firmaba Francisco Franco Salgado-Araujo, primo del dictador, militar también, quien publicó en Planeta en 1976 sus chismorreos con Franco, sus percepciones, las reflexiones sobre la Patria (en mayúsculas), la religión (verdadera) o la política internacional. Todo aquello reforzaba un paisaje en el que Franco había florecido y se había marchitado como una planta en un despacho ministerial, según los partes de Televisión Española. Luego se había guardado en una caja. Se había colocado en una montaña a las afueras de Madrid. Se había encerrado en una roca y a la vez en los corazones, presumían ellos, de los españoles de bien. 

Aquel libro, como otros, habían permanecido hasta nuestros días infiltrados en las bibliotecas, y su contenido fascista diluido y sin sabor en nuestra cultura, que es lo mismo que decir que nuestras conversaciones. Lo abro ahora, cuando están a punto de sacar su cadáver su Valle de los Caídos, y observo unas fotografías que recuerdan a un álbum familiar guardado en cajas de galletas: Franco de joven, de viejo, de militar, erguido con uniforme, a caballo, con ropa de calle paseando en calesa, pescando, en el Consejo de Ministros, acariciando a un niño, con Evita Perón o con un grupo de artistas cuyo pie de foto reza “Gracias a Dios Franco es muy serio y formal, pues si le diese por mujeres, se dedicarían a buscárselas con todo afán, preparándole sus juergas”.  

Salto de un lado a otro, miro las fotografías y me detengo en los textos. Un 9 de octubre de 1954, celebrando en Valencia su fiesta mayor, el primo del dictador dice lo siguiente: “En Valencia dedicados a recorrer diferentes centros, sigue el entusiasmo de la gente, especialmente de la clase modesta. En la huerta y algunos pueblos recorridos, las mujeres son las que más sensación dan de entusiasmo y alegría. En la Coronación de la Virgen del Puig, patrona del antiguo reino de Valencia, el entusiasmo del público fue delirante”. 

Esas conversaciones tienen una prosa antigua, como de carta de militar de provincias, que conserva el mismo registro ante un despacho de oficina que ante un cortejo amoroso. Uno se imagina al autor sentado en un escritorio de caoba, con la gorra apoyada junto al cuaderno y la figura verde del militar enfrascada en una escritura silenciosa. Pasando las páginas, cada hoja desprende un olor a papel viejo y levanta una pequeña nube de polvo invisible. Leyendo, resuena en la cabeza una voz engolada, de pito de No-Do, de televisión en blanco y negro.

Cuando lo saquen de su tumba: Caigo en la visita de Adolf Hitler y Franco aparece aconsejándole al Führer prudencia y preconizándole la derrota, como un estratega internacional, si se deja llevar por el optimismo. Aparece una carta sobre Eva Perón, en la que el autor del libro se queja por el dinero invertido en agasajos para tan negativa repercusión en la prensa argentina. La presión del gobierno argentino para que España pague en dólares el trigo exportado a Europa. La trastienda de un dictador, en definitiva. 

Y entre sorbos de café, que es como se ha infiltrado el franquismo en este país, encuentro este ejemplo formidable de cinismo a propósito del Valle de los Caídos:

“Yo respeto lo que hizo el Generalísimo gastando muchos millones en el Valle de los Caídos para conmemorar la Cruzada, pero considero que hubiera sido más positivo y práctico haber hecho una gran fundación para recoger en ella a todos los hijos víctimas de la guerra, sin distinción de blancos y rojos; si eran blancos, en premio al sacrificio de sus padres, si eran hijos de rojos para demostrar falta de rencor con los hijos sin culpa de los que a nuestro juicio estaban equivocados. [...] Y así recordar a las generaciones venideras que los que nos alzamos por una España mejor no somos rencorosos ni queremos el odio y la intransigencia separen siempre a los que somos hijos de la misma Patria y deseamos para ella la mayor grandeza”. 

Cuando lo saquen de su tumba, olerá de nuevo a muerto en este país. Porque los periódicos y las televisiones darán voz a los nostálgicos y a los domingueros que todavía lo consideran un fenómeno meteorológico, un acontecimiento que sucedió sin previo aviso, una toxina más circulando invisible por nuestro organismo. Lo sacarán, por fin, del mausoleo que mandó construir con presos esclavizados, pero comenzarán también a sacarlo de las mesas familiares que congregaron a tantas generaciones de españoles durante cuatro décadas y que sirvió de educación sentimental para la mayoría del país. Lo sacarán y olerá a historia podrida. Pero habrá que sacarlo pese a todo. Y entonces esos libros de las estanterías antiguas comenzarán a hablar del pasado definitivamente. 

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