Ideología de género llaman la iglesia católica y la derecha española más casposa, con obscena ignorancia y mala fe política, a la liberación de los roles y la igualación de los derechos que se empieza a notar por tercera vez en Occidente. Alguien mucho más listo, una historiadora, ha escrito que cuando la sociedad tiene brechas, aparecen las mujeres. Desde hace unos años y como consecuencia de la crisis y de otros factores, la mujer ha aflorado una vez más, y la oleada de feminismo se extiende pacífica pero valiente en nuestra sociedad. Se nota en todas partes. En general se la recibe bien, pero con grietas y desniveles de hipocresía que harían sonreír si no irritaran tanto. En todas partes, la industria trata de hacerse con una fachada feminista o, más bien feminizada, incluida la publicidad.
No es que los empresarios se hayan intoxicado con la ideología que tanto odian los obispos y los partidos reaccionarios, es que se constata que la mujer no solo pide que se cierre la brecha salarial y se rompa el techo de cristal, sino que, a su vez, consume; y hay que hacerse con ese trozo de pastel que antes iba dirigido al ama de casa en su faceta de asistenta, mamá y objeto erótico. Este aggiornamento, si lo gestionan con inteligencia los que creen haber superado el machismo, nos viene bien a todos y a todas; pero no deja de producir efectos perturbadores o ruidos perniciosos para la causa de las mujeres. Cuando el capitalismo se pone a ello, es capaz de desbordar el progreso social. Encabalga la industria y el consumismo con el oportunismo sin límites que le es propio y se pone a la cabeza de la manifestación.
Estamos asistiendo a espejismos paternalistas que, bajo una falsa capa de feminismo, no hacen más que echar una mano a una cultura patriarcal decadente y peligrosa. Incluso en el cine se nota. Ya se venía constatando con satisfacción el aumento de trabajadoras y creadoras, sobre todo en las grandes cinematografías europeas y en el cine independiente. Pero últimamente hay algo más, algo sutil y tóxico. Me refiero al nuevo género del biopic comercial de cierta calidad que pone el foco sobre las pobres mujeres que se sacrificaron por sus hombres y renunciaron a la gloria literaria, escribiendo a la sombra de sus maridos y a veces regalándoles la autoría de sus obras. ¿Y qué tiene esto de malo?, dirán. Al fin y al cabo ha sido una dolorosa realidad en muchos casos y es bueno desvelarlo. Desvelarlo, sí, pero no aprovecharse de esas historias para, una vez más, victimizar a las creadoras, expropiándolas de su biografía para emborronar su poder, su superioridad, su indudable talento, sin dar cuenta de que aquellas cosas pasaban —y siguen pasando— porque vivimos en un patriarcado que se resiste a ceder la menor partícula de auténtico poder.
Me ha escandalizado especialmente la recién estrenada Colette, de Wash Westmoreland, una de las películas más aburrida, tramposa y mal documentada de los últimos años, que viene a sumarse a una mediocre Mary Shelley (Haifaa al-Mansour, 2017) y a La buena esposa (The Wife, Björn Runge, 2017). Estas dos últimas son soportables y hasta entretienen con su buena dirección y su trabajado look. Pero Colette ejerce sobre ellas un efecto de desvelamiento del mecanismo del juguete. De pronto, te das cuenta de que no son películas que hayan surgido por casualidad de un contexto proclive, sino que forman parte de las estrategias de un mercado que de machista ha pasado a ser paternalista y consolatorio.
Las primeras novelas de Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) le fueron robadas efectivamente por su marido, el cantamañanas Henry Gauthier-Villars (Willy), que la encerraba cuatro horas diarias para que produjera las deliciosas, femeninas y pedófilas —esto último, en la película ni se huele— aventuras picantes de Claudine. ¿Por qué contar así la historia? ¿Por qué no hablar de lo que Colette significó para la liberación personal y sexual de las jóvenes de su época, de lo que produjo por sus propios medios y sin que Willy tuviera nada que ver en ello? ¿Por qué contar siempre la historia de la artista explotada desde el punto de vista del explotador?
El día que vi la película la sala estaba de bote en bote de personas que no habían leído a Colette ni sabían de qué iba aquella transgresora, extravagante y lesbiana, mientras Willy ejercía de mercachifle y libertino de burdel. En la película estaba todo tan claro… El filme aportó entretenimiento en una tarde lluviosa, pero la mayoría del público salió pensando que la insulsa protagonista, interpretada por una Keira Knightley mona pero anticolettiana, era una mujer que merecía lo que le había pasado. La película acababa donde Colette había empezado a florecer como mujer y como creadora, tras las travesuras de Claudine y las suyas propias, mientras que la escritora de genio no aparecía por parte alguna. Al menos, en la cola del lavabo, al acabar la sesión, no oí ningún comentario sobre la verdadera Colette.