Hace ahora dos años, tras anunciar Rajoy que no seguiría al frente del PP, todas las miradas se posaron en el barón gallego del partido, Alberto Núñez Feijóo. El dirigente gallego, avalado por tres mayorías absolutas consecutivas en uno de los feudos más sólidos del Partido Popular, era visto como el sucesor idóneo de Rajoy, una "tercera vía" frente al enfrentamiento atávico entre las dos principales aspirantes: Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría.
Sin embargo, Feijóo decidió no dar el paso y quedarse en Galicia. Fue Pablo Casado quien acabó encarnando esa "tercera vía" en el PP. Pero Casado ha acabado representando a un PP que difiere del de Rajoy y Feijóo: el PP de Aznar, duro e implacable en las formas y el discurso. El PP que se había estrellado en las elecciones de 2004 y otra vez en 2008, tras lo cual Rajoy decidió dar un giro a su estrategia y puso rumbo hacia una mayor moderación.
Dos años después, las dos almas del PP siguen vigentes: Casado ha ido virando entre el esencialismo aznarista y una mayor moderación, pero siempre mirando de reojo a Vox; Núñez Feijóo, por su parte, se ha convertido en un verso suelto dentro del partido (sobre todo, respecto de la cúpula dirigente del partido). Es muy complicado encontrar las siglas del PP en la campaña electoral de Feijóo para lograr la reelección. Se trata de una campaña centrada totalmente en la comunión del líder con su pueblo ("Galicia, Galicia, Galicia"; curioso lema para los autoproclamados no-populistas), por encima de siglas y partidismos. Sobre todo, si esas siglas y partidismos recuerdan al PP actual.
Inmerso en la guerra de las tres derechas (o dos derechas y media, ahora que Ciudadanos, con Inés Arrimadas, ha moderado notablemente sus planteamientos), Pablo Casado centra su estrategia en reabsorber como sea a los votantes de Vox, que es el partido que le ha abierto una mayor brecha en su espacio electoral. Y eso le obliga a radicalizarse en las formas y en el fondo, por más que también intente hacer gestos hacia el centro. Tras dos elecciones generales y la crisis del coronavirus, los sondeos comienzan a detectar un repliegue bipartidista del que, obviamente, se beneficia el PP. Un éxito relativo para Casado, porque las encuestas también son unánimes en el cómputo electoral: por mucho que el PP suba, como fundamentalmente lo hace a base de Vox y Ciudadanos, los números no salen. Y no salen porque la derecha ha de fiarse a sus propias fuerzas, mientras que la izquierda siempre puede contar con el apoyo crucial de los nacionalistas, a la hora de la verdad (investiduras y tal vez Presupuestos), precisamente para frenar cualquier posibilidad de que esta derecha alcance el poder.
Pero esos son los dilemas de Casado, no de Núñez Feijóo. En Galicia, Vox es residual y Ciudadanos prácticamente inexistente. En Galicia no hay tres derechas, sino sólo una, que es una y trina: la del PP eterno, de siempre, comparable en su capilaridad social al PSOE de Andalucía. Por eso, Núñez Feijóo no tuvo ningún problema en rechazar de plano la estrategia de coalición electoral con Ciudadanos en las elecciones autonómicas que postulaba la dirección nacional: no tenía nada que ganar regalándole visibilidad y un par de escaños a Ciudadanos, y era un planteamiento contrario al mantra electoral gallego desde tiempos inmemoriales: en Galicia, la derecha es el PP, y punto. Españolista y nacionalista a un tiempo, caduca y moderada, pues abarca a la mitad de la población. Y con esa mitad, mientras vote unida, les vale.
En cambio, en el País Vasco el PP y Ciudadanos sí que concurren juntos a las elecciones, una cuestión que suscitó tantos problemas entre la dirección de Pablo Casado y el PP vasco que su líder, Alfonso Alonso, acabó dimitiendo. Es Carlos Iturgaiz, líder histórico del PP vasco en los tiempos de Aznar, el líder de la coalición PP-Ciudadanos, para la que las encuestas auguran un sonoro batacazo.
Habrá que ver si el miedo al coronavirus reduce la participación electoral y en qué medida, y qué efectos pudiera tener esto sobre los resultados, pero en principio parece previsible que Feijóo gane con claridad en Galicia. Tanto por su fortaleza electoral como por las luchas intestinas de la izquierda, en particular en el "espacio del cambio" de Podemos-En Marea-Anova-Marea Galeguista y sume usted lo que quiera; un entramado que haría las delicias del Frente del Pueblo Judaico de La vida de Brian. Es también previsible que en el País Vasco venza el PNV, mejorando sus resultados, y que pueda elegir con quién gobernar (con el PSE, como hasta ahora, como parece probable, con Bildu o con Podemos)... salvo en el hipotético y absolutamente imposible escenario en el que quisiera gobernar con la coalición PP-Ciudadanos de Iturgaiz, que se postula como el grupo más pequeño en el Parlamento Vasco.
En lo que nos queda de legislatura, que conociendo a Pedro Sánchez será mucho, el PP de Casado previsiblemente va a seguir encerrado en un sudoku muy difícil de resolver: sin reabsorber a Vox es improbable que el PP vuelva a gobernar en España; pero con el discurso del aznarismo "protovoxista" que representa habitualmente Casado el PP está abocado a convertirse en un partido residual en las nacionalidades históricas (Cataluña y País Vasco)... salvo Galicia, donde se trata de otro PP, como ya hemos visto. Además, un PP radicalizado y asociado con Vox es la mejor receta para movilizar a la izquierda en todo el país. De manera que quizás, incluso con la crisis que se avecina, al PP de Casado le espera una larga travesía del desierto. Y al final de dicha travesía, pacientemente, dentro de cuatro u ocho años, esperará Núñez Feijóo, que vio prematuro dar el salto en 2018, pero en 2023 o 2027 quién sabe. Total... ¿qué son ocho años más de espera, en términos rajoyistas? Prácticamente un suspiro.