VALÈNCIA. Noemí lleva siempre la sonrisa puesta aunque su misión sea la de denunciar lo que nos falta, lo que nos hiere, lo que nos hace temblar de miedo y estupefacción. Es una de las periodistas con más olfato para detectar las mejores historias y sus piezas -artículos, reportajes, libros, podcasts- tienen ese aliento narrativo y poético de los grandes contadores de historias. El feminismo le atravesó en cierto momento y ya no lo ha soltado. Hace un par de año dirigió un doloroso documental sonoro a propósito de los veinte años del asesinato de Ana Orantes, la mujer-símbolo de la violencia machista en nuestro país. Es difícil no aguantar las lágrimas escuchando ciertos momentos de ese podcast. Ahora, en época incierta y precaria, se pregunta cómo ser madre en estos 'Tiempos Modernos'. Lo hace en un libro que saldrá el próximo 23 de septiembre y se títula El vientre vacío (Capitan Swing).
- No sé qué te ha empujado más a escribir este libro: ¿la voluntad de ser madre o la angustia por la posibilidad de no poder serlo nunca?
- Sin duda, lo segundo. El deseo de ser madre por sí solo no me parece un motivo de peso como para escribir un libro. No puedo generar ningún discurso ni analizar nada a partir de un deseo, que es algo personal e íntimo. En todo caso, si fuese un libro que disputa el deseo de la maternidad como una cuestión cultural y patriarcal… quizá tendría sentido. Mi intención ha sido la de partir de un deseo imposibilitado por cuestiones que escapan a mi control y convertirlo en un relato colectivo; demostrar que no soy, ni mucho menos, la única que se siente así. Más que angustia como decías en tu pregunta, que también, creo que procedía más de la rabia de llevar muchos años cuestionando qué había hecho yo mal y convenciéndome de que si me esforzaba mucho, mucho, al final todo saldría como yo esperaba.
- Esta angustia es generacional, pero ¿crees que también es institucional?
- Creo que la angustia institucional tiene un enfoque puramente pragmático, no hay una perspectiva política que tenga en cuenta el bienestar de la ciudadanía. La angustia política procede de lo que llaman el “invierno demográfico” y de un país con una población cada vez más envejecida. El sistema contributivo se resquebraja, al Estado del Bienestar se le ven las costuras, y el mantra que repiten constantemente es que cae la natalidad y que esto hay que solucionarlo. Pero nuestros cuerpos no son instrumentos a disposición del Estado. La maternidad es una elección, no un servicio ni un intercambio.
- Es este un libro coral que tiene una estructura que puede parecerse a Volveremos - que escribiste con Estefanía S. Vasconcellos- porque son voces jóvenes y precarias hablando en este caso de la maternidad. Parece como si, aunque partiera de una experiencia personal, necesitarás dialogar con otras mujeres... ¿ha sido así?
- Sí, totalmente. En Volveremos, ni Estefanía ni yo nos situábamos como parte de la historia. Éramos algo así como facilitadoras o mediadoras de un diálogo “ficticio” entre todos los testimonios, no éramos protagonistas. A pesar de que nosotras también habíamos emigrado, nunca llegamos a equipararnos con las personas a las que entrevistamos: nos parecía que, en general, su situación era más compleja que la nuestra. En ‘El vientre vacío’ sí que hay una voluntad expresa de exposición propia, yo me incluyo en la conversación. Y esto era necesario porque quería ser la primera en hacer un ejercicio de honestidad y de vulnerabilidad pero también anhelaba colectivizar el dolor y el malestar.
- El libro es también un diario de lecturas apasionantes que has digerido con mucha conciencia: desde Silvia Nanclares hasta María Fernando Ampuero, pasando por Elvira Lindo o Sílvia Claveria. ¿Sin esos libros este no hubiera nacido?
- Creo que estas lecturas son imprescindibles para que el libro tenga coherencia. Y porque es un ejercicio de reconocimiento y de genealogía: hay mujeres antes que yo que ya han escrito sobre esto. A la mayoría de estas lecturas llegué cuando estaba preparando el libro; algunas las tenía en la cabeza: las había leído pero no las había integrado en mi imaginario personal, así que las recordé cuando me adentré en el tema. Diría que la semilla fue el libro de Silvia Nanclares. Ella habla sobre el deseo de la maternidad y la dificultad de quedarse embarazada desde una perspectiva personal, y cómo eso acaba en poner tu cuerpo a disposición de las clínicas de fertilidad. Es decir, la temática es diferente, pero su relato estaba atravesado por la precariedad y en algunas de sus páginas ya deslizaba esa intuición de que había algo que fallaba: ¿por qué he esperado tanto? Esa es la pregunta que pretendo contestar en el libro y que yo misma me hice el año en que cumplía 30.
- Mezclas en el libro poemas y estudios demográficos porque los dos te apelan desde distintas perspectivas: la artística/cultural y la social. ¿Afecta esta angustia a no ser madre también a estos dos ámbitos?
- Creo que las dos perspectivas se mezclaban muy bien: la cultural porque muestra que las inquietudes de las mujeres, a menudo, son universales y han sido expresadas desde la poesía; y la sociológica porque los datos son imprescindibles para tener un contexto. Los estudios son fundamentales, pero la producción literaria es un complemento perfecto para hablar del dolor y de todas esas emociones que no quedan recogidas en la literatura académica. Creo que, a su manera, cada ámbito recoge esta preocupación. El estudio de fecundidad que cito de la demógrafa Teresa Martín y sus compañeras viene a decir que las mujeres quieren ser madres y que hay un impedimento estructural. La poesía sabe traducir esa frase a un lenguaje aún más profundo. El término “indicador del bienestar social” que cita esta socióloga bien podría ser el veneno que se inocula en los vientres y en la sangre de las mujeres yermas del que hablaba Lorca. Y cuando se habla de “expectativas” y “generación”, Lorenza Matti dice algo precioso sobre esas historias tan bonitas que nos han contado y que eran medio verdad. El lenguaje no es uno solo, hay muchas formas de expresar una misma cosa.
- ¿En qué aspectos percibes que las dinámicas se han configurado para que todo dure poco?
- Sobre todo en la rapidez con la que el mercado laboral y el de vivienda nos expulsa y absorbe una y otra vez. Pero también en las relaciones personales: las interferencias son tantas que no tenemos tiempo de priorizar, estamos haciendo malabarismos constantemente con nuestra vida personal y nuestra vida profesional.
- ¿Es la congelación de óvulos la única forma de combatir una maternidad instalada en una sociedad precaria?
- Idealmente diría que no. Me gustaría creer que podemos resistirnos a que nuestro cuerpo pueda ser capitalizado. Y, ojo, no tengo nada en contra de la reproducción asistida. Ha dado la oportunidad de que una pareja de lesbianas puedan tener un bebé, y lo mismo con madres solteras, o con parejas heterosexuales en los que uno de los dos o ambos tenían un problema que dificultaba el embarazo. Lo que me molesta es la lectura sociopolítica que se desprende del auge de estas clínicas y del encarecimiento de los servicios: que hay una dejación por parte del sistema público. Al final, la congelación de óvulos es un tema muy personal. Es cierto que puede ayudar, pero taxativamente diría que no es la única solución porque ¿quién nos asegura que en seis, siete, ocho años sí se den las condiciones materiales y laborales para descongelar esos óvulos, pagar el tratamiento y tener un hijo? Es desplazar el problema.
- Hay una idea que se repite en algunos momentos de libro: lo insoportable de saber que una mujer que desea ser madre es estéril. ¿Cómo se puede superar algo así?
- Lo cierto es que a mí me aterra. Y es una posibilidad a la que no me he enfrentado aún. No sé cómo se puede superar algo así, pero desde luego ayudaría que la presión que hay sobre las mujeres para que seamos madres desaparezca. Creo que ese “duelo” es algo muy personal, pero si la sociedad fuese más comprensiva al respecto, el proceso sería más fácil. Imagino que leer a otras mujeres que han pasado por esto ayuda mucho. Como siempre, la mal llamada “literatura femenina” nos arregla la vida y es bálsamo.
- En este libro se cruza, o mejor dicho, queda atravesado por el feminismo: ¿cómo podemos explicar que no es lo mismo que una mujer decida tener un hijo a los 40 por haber priorizado su vida laboral a que no lo haga por una imposibilidad económica y laboral?
- Claro, creo que el libro es feminista no tanto porque hable del deseo de ser madres o del embarazo, sino porque pone el foco en otros cuerpos que no son los nuestros: el cuerpo político, el social, el institucional. Por eso siempre digo que el punto no es tanto (o no solo) reclamar que podamos ser madres, sino que el discurso político integre la cuestión del precariado. La garantía de una vida digna nos asegura poder tomar decisiones de las que no tengamos que arrepentirnos porque había interferencias estructurales ajenas a nosotras y nosotros. La incertidumbre es la ausencia de amarres y puntos de referencia, y así es muy difícil tomar decisiones.
- Del libro se desprende a veces angustia y algo de tristeza inherente a nuestra generación. Dice María Sánchez en el prólogo: "Una generación radiante que brilla, pero rota". ¿Estás de acuerdo?
- Sin duda. No creo que nuestra generación sea mejor que otras, ni mucho menos. Creo que cuando María habla de que brillamos es porque nuestros padres y madres tenían unas expectativas altas en nosotras, y en términos generales, nos esforzamos por cumplirlas. Pero la herida está ahí. Estamos intentando reconfigurar nuestras expectativas mientras mantenemos la demanda colectiva de que las cosas tienen que mejorar.
- El final es luminoso porque, como dices varias veces, tenemos la palabra, la escritura, el cuerpo. ¿Qué nos queda para dejar de ser esas 'mujeres caracol' que llevamos la vida a cuestas y vivir en igualdad y en dignidad?
- El final es mi propia concesión al optimismo. Creo que mi relato a ratos es claustrofóbico, pero no voy a pedir perdón por nuestra narrativa. Nos dicen que miremos atrás (“antes había menos oportunidades, nuestro abuelos vivían peor”) porque es la única dirección a la que podemos mirar: hacia adelante las cosas no pintan del todo bien. No es un relato con épica, no es que nuestra supervivencia sea heroica, pero tampoco vamos a dejar que desde fuera nos impongan relatos caricaturescos. Así que creo que el primer paso para dejar de ser mujeres-caracol, como decía María Sánchez en el prólogo, es reconocer que existe ese estado de espera y de latencia, uno en el que esperamos que todo mejore, y que nos incomoda y nos hace infelices. La vulnerabilidad como elemento de identidad colectiva es muy potente, desde la debilidad se puede construir una fortaleza propia.