VALÈNCIA. Se ha convertido en la película más importante del año y no solo por la importancia del tema que trata, el de los desheredados que viven en los márgenes de la sociedad, sino también por la mirada delicada, humana y poética que imprime su directora, la estadounidense de origen chino Chloé Zhao.
Nomadland es su tercer largometraje y está basado en el libro homónimo de Jessica Bruder que documenta un fenómeno que se ha extendido en Norteamérica desde la crisis de 2008: personas que enlazan trabajos temporales en distintas partes del país y que viven en sus furgonetas sin tener un hogar establecido, de manera itinerante. Es lo que le ocurre a Fern (una hermética, pero al mismo tiempo empática Frances McDormand) que tras el fallecimiento de su esposo y la pérdida de su trabajo comenzará a replantearse su lugar en un mundo en el que todos somos esclavos del capitalismo y en el que campa a sus anchas la deshumanización. ¿Y si se pudiera escapar de ese engranaje infernal y reconectar con uno mismo fuera del sistema?
A Chloé Zhao siempre le han interesado las historias reales, los personajes que no están prefabricados, que tienen un pasado y un presente y que se cuestionan su identidad dentro de un entorno social repleto de presiones en el que no se sienten integrados. El otro eje primordial de sus películas tiene que ver con el espacio en el que viven estas personas y la manera que tienen de relacionarse con él.
Desde su ópera prima, Song My Brothers Taught Me, hasta la espléndida The Rider, Chloé Zhao se ha inscrito en la corriente del nuevo ruralismo que también practican directoras contemporáneas como Kelly Reichardt o Debra Granik. Como ocurre con ellas, sus raíces se adentran en toda la tradición norteamericana que mezcla el cine social con la road movie y que explora el lado menos amable del sueño americano.
En ese sentido Nomadland entroncaría directamente con películas como Las uvas de la ira, de John Ford, con la que establece una fuerte resonancia interna, hasta el punto de que casi parece una versión contemporánea de la misma. La única diferencia es que la protagonista de Nomadland ya no busca una tierra de las oportunidades, sabe que eso ya no existe, así que adoptará el espíritu nómada como parte intrínseca de su vida.
Como todo viaje de autodescubrimiento, la narración adquiere un carácter episódico. En cada uno de sus encuentros con distintos personajes, Fern irá quitándose capas hasta despojarse de todo. Por el camino encontrará a seres que, como ella, han sufrido la pérdida o el desamparo, como Linda May, el gurú Bob Wells o Swanki, personas reales que se interpretan a sí mismas y que, a través de sus conversaciones con Fern, irán componiendo un mosaico de solidaridad entre los desarraigados.
La presencia de David Strathaim hace inevitablemente pensar también en el cine de John Sayles, en esa mezcla de denuncia y al mismo tiempo de introspección que poseían muchas de sus obras que también adquirían una resonancia fronteriza a la hora de sumergirnos en esa ‘otra América’. Chloé Zhao es una excelente paisajista, sabe cómo expresar estados de emoción, melancolía y soledad en medio de la inmensidad de las extensiones de tierra o de los cambios de luz del horizonte a través de una enorme fuerza expresiva.
Es sin duda una directora austera que apuesta por la sencillez, el pequeño gesto y los silencios para dar un significado a cada una de sus imágenes. Pero no renuncia a la épica, aunque sea minimalista. Y, en este sentido, en ocasiones está muy cerca de caer en un terreno algo cursi y remilgado (esa música demasiado intrusiva). Pronto es capaz de rectificar y conducirnos por otra vía más contenida, pero en esos cambios bruscos la película se resiente como si no fuera capaz de apostar por una cosa o por otra. También podría reprocharse su excesivo carácter bienintencionado, que todos los personajes sean tan entrañables e íntegros, que todos sus discursos parezcan introducir frases significativas de carácter más bien teórico metidas con calzador.
En cualquier caso, el trabajo de la directora a la hora de combinar una sensibilidad clásica con la contemporánea resulta de lo más sugerente. De qué forma reinterpreta el western, la noción de colonos o pioneros, el concepto de carretera, la conquista de un territorio que en este caso no es solo físico, sino también mental. Y cómo consigue, como ya hizo en sus dos anteriores trabajos, que la ficción y el documental se fusionen en un equilibrio a veces confuso, pero siempre honesto, humano y sensible.
El director sueco Ruben Östlund considera que su obra es una mezcla de Larry David y Michael Haneke. Ciertamente, los puntos más fuertes, que son los más divertidos, de sus últimas y premiadas películas se encuentran en las escenas que más incomodidad provocan al espectador. En la última, gente obscenamente millonaria intoxicada por ostras en mitad de una marejada en un yate. Parece una idea de la editorial Brugera, pero con esas carcajadas ha ganado en Cannes y aspira a los Oscar
Se llama afonía psicógena o mutismo. Cuando alguien sufre una experiencia traumática, pierde la voz. Le ocurrió a Khavaj, un luchador de artes marciales que, en el contexto de las campañas anti-homosexuales que tuvieron lugar en Chechenia en 2017, fue amenazado de muerte por su hermano y repudiado por su madre. Como refugiado, pudo iniciar una nueva vida en Francia y Bélgica. El autor del documental que se rodó sobre él, Silent Voice, también oculta su nombre por miedo a represalias del gobierno