VALÈNCIA. En la caja del supermercado escucho una conversación sobre los efectos secundarios de la vacunación. Señoras y señores preocupadas y preocupados por sus maridos y esposas, por ellos mismas, por todo el mundo. Se comentan los detalles. Yo me mareé un poco al llegar a casa. Pues yo por la noche tuve frío. A un señor del gimnasio le dolía el brazo. A mí también me dolía, igual que me dolía el culo cuando me ponían inyecciones de nano. Antes de vacunarme algunas personas me decían ¿y no te da miedo? No, a mí lo que me da miedo es El horror de Dunwich y La matanza de Texas; las partes del secuestro en Limbo, de Agustín Fernández Mallo; el desenlace de pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, el mileurista que se pone del lado de la ultraderecha. Me da miedo acabar en una UCI o salir de ella con secuelas irreparables. Me da miedo esta franja de tiempo dictada por la pandemia, en la cual ingresé siendo de una manera y ya veremos cómo soy cuando salga. Cuando fui al vacunódromo de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, la escena de la cola gigantesca que iba siendo engullida por las formas siderales del Museo me recordó a una de esas películas de ciencia ficción en las que seres de otro planeta llegan, nos meten en vainas y nos usan como alimento y quien sabe si también como abono. Espero que, llegado el caso, haya un cierto criterio a la hora de seleccionar y se centren en aquellos a los que, como en la canción de Astrud, todo les parece una mierda.
En su nuevo ensayo, Las aventuras de Genitalia y Normativa, Eloy Fernández Porta se cuestiona la relación entre normas, jerarquías y transgresión. Vivimos en un tiempo en el que continuamente se generan nuevas normas -nuevas normalidades- que anulan o contradicen otras ya existentes como, por ejemplo, las generadas para reparar errores acerca del género o las desigualdades sociales. Eso mismo, a su vez, propicia nuevos límites, otras prohibiciones, incluso aparecen células independientes de persecución, denuncia y ajusticiamiento. En el texto, el autor ofrece lúcidas reflexiones alrededor de temas como el arte o el sexo. “El desnudo es el nuevo vestido, y las verdades ocultas, los sucios secretos freudianos, hay que buscarlos en otras expresiones de esa potencia”, dice a propósito de la carnalidad en esta era en la que la pornografía es prácticamente un bien común.
Uno de los recursos de Fernández Porta en este ensayo es el modo interrogativo. En lugar de aportar solamente conclusiones, involucra al lector a la hora de extraerlas a través de preguntas. El ¿y si…? como herramienta de pensamiento se me antoja también muy útil a la hora de replantearme mi relación con la música pop como especialista y consumidor. La pregunta que me formulaba en este mismo espacio tan sólo unos domingos atrás -¿para qué sirve la música pop?- me parece cada día más pertinente. Sus aplicaciones aumentan a medida que lo viejo se convierte en histórico y lo nuevo se presenta ya siempre como un experimento. Toda la semántica pop que se ha ido acumulando durante décadas, a través de millares de canciones, vídeos, portadas, personajes, declaraciones, fotografías, hoy ya es una especie de infinito contenedor de posibilidades. La música pop es uno de esos campos dentro de los cuales pervive el eco del todo nos parece una mierda. Nos parece una mierda que Nick Cave no haga el disco que nos gustaría que hiciera, pero obviamos lo excepcional que resulta que lleve haciendo lo que sale de las narices desde 1978, generando, por esas mismas causas, una obra cuya magnitud ya merece cualquier tentativa de estudio. Ahora que se cumplen 20 años de la explosión que protagonizaron The Strokes, yo me pregunto ¿y sí…? No existe mejor ejemplo de grupo maltratado y a la vez sobredimensionado que The Strokes. La desaforada euforia que les acompañó en su lanzamiento superaba a la importancia objetiva de su oferta musical. Pero la industria y el público necesitaban un revulsivo y ellos jugaron ese papel. Desde entonces, todo lo que han hecho ha sido escrutado, valorado, analizado y criticado desde un único prisma: ya no son aquel grupo que todos nos empeñamos que eran cuando realmente no lo eran. Ese caso de maltrato mediático marcó una pauta que se ha desarrollado hasta el paroxismo durante lo que llevamos de siglo. Desde hace unos años, los usuarios de redes sociales nos encargamos de seguir adelante con el proceso de derribo.
¿Vivimos en la época de que todo ha de parecernos una mierda? La pandemia porque nos mata, la vacuna porque nos duele, el confinamiento porque no hay derecho, el desconfinamiento porque menuda irresponsabilidad la de los gobernantes. Una de las nuevas normas es opinar por opinar, sin ejercer previamente el pensamiento. El todomierdismo quizá tenga su reverso -o puede que su otro yo- en el fanatismo. Ahora todo el mundo es fan de todo el mundo siempre y cuando eso sea una excusa para mantenerse activo y visible en las redes sociales. Todo lo que digas y hagas tú me parece bien por el simple hecho de que, para mí, eso implica formar parte de tu yo virtual. Eso nos hace más fuertes a la hora de quejarnos de que todo nos parece una mierda, o divino, da igual, el caso es que se nos oiga decir lo que nos parece.
El fanatismo pop es ese que llevó a Alaska y a Nacho Canut a declararse fans fatales de todo aquello que les daba la vida. Es ese que hace que Morrissey, Elvis, los Beatles y Katy Perry cuenten con legiones de devotos entre sus seguidores. Sumergirse en las páginas de Starlust. Las fantasías secretas de los fans, nos permite volver a la esencia del fanatismo pop, a meternos en las cabezas de esos y esas fans que venderían su alma por estar cerca del ser adorado. Seres que, cuando el ídolo muera, quedarán heridos de por vida, que es justo lo contrario de lo que ocurre con los fans de redes sociales, que solamente ejercen como plañideras los días de luto estipulados. El libro de Fred Vermorel, recoge y presenta testimonios de fantasías de fans de diversos artistas, dividiéndolas en categorías como pasión, poder, misterio, éxtasis, delirio… Los testimonios recogidos en el libro son apabullantes. El del chico que sueña con estar en la cama con Clem Burke, batería de Blondie, el de la chica que imagina situaciones fetichistas alrededor de Boy George y que acaba concluyendo que quizá las estrellas del pop están ahí para que podamos fantasear con ellas. Ahí está la clave de toda idolatría pop, que nadie lo dude. Y para eso todavía no se ha inventado una vacuna.