Parece un montón de ropa abandonada pero luego se adivina un cuerpo dentro. Me acerco con precaución al seto y temo que la perra hinque el hocico en el hombre desplomado. El sol es vertical a las dos de la tarde y sus compañeros de borrachera ya duermen la mona a la entrada del parque, en la sombra, sobre mantas de container y packs de cerveza barata (lotes de seis, de ocho latas). ¿Cuánto alcohol hace falta para estar etílico a las dos de la tarde?
Intento completar mi paseo pero vuelvo sobre mis pasos. Mi cerebro médico dice que no, que un golpe de calor con una alcoholemia como esa puede ser fatal. Un vómito autoaspirado no parece el peligro, negocio para mis adentros, el tipo estaba en prono. Cuando me inclino hacia su hombro para sacudirle suavemente ya he rastreado el perímetro y sé que nadie puede ver mi gesto.
¿Por qué un impulso natural de ayuda puede hacerse incómodo a las miradas? Estos días hemos sido testigos del polémico abrazo de Luna Reyes, la voluntaria de la Cruz Roja que asistía a los inmigrantes en Ceuta. ¿Qué no se ha dicho de ella? La foto de la semana se viene a sumar a las imágenes que atesoramos del caído y el superviviente. Con la velocidad que desfilan, pronto nos hemos hecho refractarias a ellas como a las cifras de Covid. Pero los insultos recibidos por la chica han hecho que volvamos al icono, que lo repensemos. Como Pedro Vallín describe en su Manual para mirar Ceuta ( ), es un motivo visual extraído del catálogo judeocristiano y es la piedad. El hombre y la chica vibran en la foto, componen un busto armónico, casi esculpido. Evocan lo que ya sabemos y despiertan una emoción poderosa. La imagen trasciende la anécdota para recordarnos que el dilema ético no es tal dilema, nos lo han contado antes en miles de imágenes. La apuesta está cerrada, gana el que cuida.
Según Adela Cortina, el impulso de cuidar está en nuestro ADN. En su célebre Aporofobia, analiza patologías sociales como el delito de odio y el discurso de odio. Este último, argumenta la filósofa, “no argumenta porque sólo expresa desprecio e incita a compartirlo”. Y nos recuerda a Kant y el principio supremo de la Ética Moderna, que es “tratar a la humanidad como un fin y nunca solamente como un medio”. Me pregunto si la expresión de una sociedad, no sólo digna sino rica, es dejar salir ese impulso tan humano, ¿cuánto tarda la miseria en acanallar a los miembros de una comunidad?
El hombre del parque no es el primer alcohólico al que asisto y mi relato humanista me permite hacer como Luna, inclinarme hacia él porque está en riesgo, ofrecerme, preguntar. Mientras zarandeo la manga de su chaqueta, me viene a la memoria el niño de Mozambique (la misma luz blanca, hiriente, el mismo pudor ante su cuerpo inmóvil). Había volado hasta allí para encontrarme con mi hermano, que completaba la vuelta al mundo a vela, y el chaval yacía atravesado en plena calle comercial. Era el mismo centro de una capital decrépita, septiembre castigaba al mediodía y los pocos transeúntes lo esquivaban sin bajar la vista. Mi hermano mismo había pasado de largo, sus pupilas habían visto demasiado en tres años. Supe que la pátina de caridad que viste un europeo no es indeleble, que el espectáculo sostenido de la miseria puede borrarla. El niño no pasaría de los diez años y parecía bañado en sudor. Respiraba. Hizo un gesto de terror cuando lo despertamos.
Hay quien estos días duda si en España se ha promovido una cultura de solidaridad. Yo no lo dudo. Hace pocos días renové la tarjeta SIP de mi marido para asegurarle la vacuna y la acaricié instintivamente, me sentí algo absurda, sólo era un trozo de plástico rojo y gris. Pero esas cuantas cifras son la llave para recibir un paracetamol, un abrazo o un transplante de hígado sin que nadie te pregunte por las finanzas. Incluso si has sido un político corrupto o no tienes al día tus pagos con hacienda. Y este año, con la excitación del miedo, nos inventábamos los abrazos que no se podían dar en las consultas, fuera de los focos, no sin rubor, no sin orgullo tampoco.
El hombre del parque me ofrece el codo cuando se incorpora. No ha reaccionado hasta que no he dicho que era médica, que podía morirse; he tenido que ir al grano para provocarle. Ni siquiera me cae bien el tipo, lo sigo de reojo igual que a su grupo, ocupan siempre el mismo banco. Una vez intentó ligar conmigo de una forma vetusta y denigrante. La perra le ladra enloquecida, le lanzo la pelota para que calle y me deje entender lo que dice, señala al cielo, invoca a dios, me quiere enseñar sus papeles rumanos. Niego con la cabeza y le pregunto el nombre pero enseguida lo lamento porque es imposible pronunciarlo.
Un tipo llamado Pinwino, leo en los medios, ha dicho que el inmigrante que abrazó Luna era de Mali, se llamaba Nayim Mbawe, estaba buscado por delitos sexuales y ahora campaba a sus anchas por nuestro país. TVE se acerca al zulo donde el hombre ha sido devuelto y lo entrevista días después, comprueba que es de Senegal como le dijo a la chica. Que temía por su hermano y se golpeaba con las piedras de la playa al ver frustrado su sueño. El desmentido no impedirá que la calumnia quede para siempre flotando en las redes, ni que Luna se lo piense antes de navegar por el ciberespacio, ¿nadie puede ponerle al menos una multa al calumniador? Compramos a ojos cerrados el relato del miedo y la seguridad mientras nuestros abuelos, que vivieron más hostigados que nosotros, no lo hicieron. Ni siquiera eran más ricos ni más titulados, ¿hay más recelo en la opulencia?
El rumano, con los ojos enrojecidos y los pantalones meados, se tambalea hasta la sombra que le indico. A los cinco minutos volveré para comprobar que ya no está, se ha lanzado a la avenida de cuatro carriles y se propone cruzar. Me asalta el pánico. Lo vigilo un minuto hasta convencerme de que no bascula tanto y me digo que no, que no he sido una idiota. Aunque no respete el paso de cebra, lo veo calcular bien el tráfico y perderse hacia el número de la calle donde decía tener su casa. Entiendo que se refiere a la parroquia. Me vuelvo con Noa al parque y me resisto a comprobarlo.