Abucheos y encerronas en los baños del colegio, profesores humillantes, infinitas horas de soledad en el patio y un padre implacable armado de cinturón con hebilla. En los 80, cuando le llamaban maricón en la EGB, no le estaban golpeando hasta liquidarlo pero lo mataban por dentro y acabó arrojado a una carrera de enfermo mental crónico. Enrique me lo contaba en su saloncito desangelado cuando iba a visitarle hace dos años. La vida de los demás había seguido adelante pero él se había quedado entre esas cuatro paredes, ahogándose en alcohol y calamidades. Todo le adelantaba y lo dejaba clavado en el sitio: el estudio, el trabajo, el amor, hasta él mismo, que se perdió de sí. Ahora sólo es un residuo de toda esa época que lo liquidó y yo lo escuchaba como un pretérito muy pretérito. Casi un relato de las guerras napoleónicas. Intentaba respetar su dolor, evitar los sermones, el “bueno eso ya pasó…” Cuando me contó que el auge de la ultraderecha resucitaba su viejo miedo a salir a la calle pensé en subirle la dosis, desdeñé su temor. Eran las palabras del estrés postraumático, que siempre desdibujan la realidad, pero ¿y ahora? ¿Cómo tomarle la medida a lo real? “No puedo dejar de pensar ─enseñaba un hombre este lunes en su pancarta─ que cualquier día me va a tocar a mí”.
El asesinato de un chaval de 24 años en A Coruña este sábado a manos de una manada de homófobos ha puesto de nuevo sobre la mesa los delitos de odio. La libertad, si no va asociada a una caña de bar en plena pandemia, no mata. El odio sí. “Su amor no hacía daño, vuestro odio sí” reclamaban las amigas de Samuel en la plaza de María Pita, donde decenas de miles han secundado el encuentro más concurrido para pedir justicia. Unas trescientas en nuestra ciudad. Tres mil en Madrid (donde el consistorio diseñó para el día del orgullo una bandera que no era arco iris sino un insulto). Un crimen homófobo en el que los medios han sido titubeantes y la derecha se escuda en las palabras del padre de Samuel, que no quiere que lo erijan en mártir de la causa LGTB. Es bueno dudar, tomarse un tiempo para elaborar una opinión. Pero sus amigas estaban delante y lo vieron morir al grito de maricón, ¿por qué tiene que ser la última palabra que escuche una persona?
Asistimos a una regresión y cada vez es más difícil negarlo. Solo en el mes de junio 13 personas LGTB han sido agredidas a lo largo del país, 5 de ellas cuando se aproximaba el día del orgullo. Quienes quieren volver a encerrarles en el armario echan la culpa a la víctima y no al verdugo. Igual que las mujeres violadas por llevar minifalda, ciertos adalides de la libertad vislumbran causa y efecto, castigo a la provocación. Qué versátil es la defensa de ser libre. Para Espinosa de los Monteros, el colectivo coarta nuestra libertad con sus demandas; antes se les daban palizas y ahora dejamos que “esos colectivos impongan su ley”, vocea sin rubor. ¿Qué ley? No la del más fuerte, desde luego: esa es la única ley que conocemos y cuesta mucho tumbarla. Funciona desde hace milenios y nadie lo denuncia pero es puro adoctrinamiento. La vieja masculinidad llena las consultas de salud mental tanto de hombres como de mujeres, homo o heteros, pero nadie atiende a este detalle. A los hombres se les enseña a perseguir trofeos absurdos, mujeres de caucho, cuentas bancarias, Ferraris, se les cría como analfabetos emocionales y se cercena su instinto de consenso o de diálogo, su parte “femenina”. Se los deja mancos y cojos para la vida. Pero no hay opción ahí para el veto parental: tus hijos aprenderán pronto en el patio del cole quién manda y quién calla. Con quién hay que aliarse para salir bien parado.
Desde que la ultraderecha tiene un potente altavoz, lo “políticamente correcto” ha sufrido un giro hacia la cloaca. A quien le da la gana se le permite la incontinencia, la descarga libre de sus fobias y provocaciones. Adela Cortina, en su fino análisis sobre los discursos y delitos de odio Aporofobia, describe cómo “la fuente del odio es el que odia”. Y nos recuerda que la historia de las incitaciones a la violencia contra minorías vulnerables es larga. La desigualdad favorece este clamor porque “articular la diversidad siempre exige una fina labor de orfebrería”. El odio siempre existirá, lo sabemos, André Glucksmann le siguió la pista a lo largo de la historia. Describió cómo el odio a los homosexuales forma parte de los odios prototípicos o milenarios, junto a la misoginia y el odio a los judíos. Son un tipo de odio público, abstracto. El autor, que ayudó a leer en clave sociológica este sentimiento y lo sacó de lo individual, propone superar el buenismo. Señala que el fenómeno ha estado siempre inducido y organizado y así seguirá, a pesar del gasto público en psicólogos, asistentes sociales, las ONGs o la misma ONU.
¿El odio siempre acaba en violencia? “Ací estem, nosaltres no matem”, se coreaba en la manifestación de nuestro ayuntamiento. Pero también había quien quería ensartarles a los agresores un arco iris en las costillas. Una transexual enarbolaba una pancarta con una guadaña dibujada que rezaba “Que vayan pasando”. Me entristeció su ira. Creo que estas personas ya muestran suficiente valor siendo auténticas, no necesitan salir de su revolución pacífica. Pero no puedo juzgarlas. Las palabras de mi paciente Enrique resonaban en mi cabeza.
Mi hija y yo llegamos pasadas las ocho y nos mezclamos con las últimas filas. Días atrás nos habíamos desgañitado con un meme que exponía todas las banderas de la diversidad sexual: los homo, los bi, los trans, los queer, agénero, no binario, pan, polisexual… “Algunos de los que pegan es porque están en contra, mamá”, me había dicho de camino. Era confusa en sus argumentos, pero bordeaba una intuición que Freud ya describió hace años: si sientes algo que la sociedad ha prohibido, reprímelo y proyéctaselo al de enfrente. El malestar habrá cesado. “Lo sienten pero están en contra ─puntualizó cuando se lo pedí─, no quieren aceptarlo”.
El calor empezaba a suavizarse y las calles comerciales estaban igualmente animadas, decepcionantemente animadas. Enseguida captamos la profusión de tatuajes y piercings, el desaliño y la relajación, la sensación de guetto, ¿por qué no vienen aquí las Cayetanas? Inquirió mi hija. Me encogí de hombros. Tampoco estaban los señores con corbata, ni las de la caja del súper, ni las amas de casa, ni los religiosos, ni los futboleros. No estábamos todos. Sólo nos congregaríamos si España ganaba la Eurocopa, bromeé con ella. Una bandera del partido comunista entre los arco iris ondeaba inadecuada y no pude evitar recordar la homofobia de Stalin. No son todos los que están ni están todos los que son, concluí. Y me embargó un hartazgo un poco tristón. Es injusto que la causa de la patria y la familia caiga de un lado y la defensa de las minorías caiga de otro. Mientras se politice la defensa de derechos humanos, el cambio no será transversal ni será rápido. Todo lo rápido que Samuel merecía, al menos.