VALÈNCIA. Tres años, nada menos, ha tardado en llegar la cuarta temporada de El ministerio del tiempo. Es demasiado, se mire por donde se mire. Ya lo dijimos cuando acabó la tercera temporada y parecía una quimera su continuidad: debería ser la joya de la corona de cualquier televisión pública que se precie, en vez de estar sometida constantemente a la incertidumbre de saber si va a seguir o no. Y, además, es una demora injustificable, teniendo en cuenta que no hablamos solo de una serie de gran calidad, sino de una producción que marca un antes y un después en el panorama audiovisual español. La serie de Pablo y Javier Olivares es un auténtico acontecimiento, un fenómeno.
Esto no es una cuestión de querencia personal. A usted, que me lee, puede gustarle o no la serie, eso es subjetivo e intransferible, pero no estoy hablando del gusto particular. Es simple y llanamente la verdad. El ministerio del tiempo ha hecho historia, y no es un juego de palabras con su argumento (aunque ahí también hace historia). Lo ha hecho por su atrevimiento y su ambición artística, que amplían el horizonte de la ficción televisiva española; por su refrescante descaro pop, que presta la misma atención a Cervantes y a Chicho Ibáñez Serrador, a Lope de Vega y a La verbena de la paloma, a Las Meninas o a Almodóvar y llena de referencias populares los diálogos y las imágenes; por su repercusión y su capacidad para generar conversación; por su audacia al buscar, y conseguir, el entretenimiento sin renunciar a la profundidad ni a los debates de nuestro presente.
El inicio de esta cuarta temporada es un perfecto ejemplo. Lejos de acomodarse o de ir a lo fácil y empezar por algún tema cómodo o conciliador, cosa que hubiera sido bastante lógica teniendo como tiene un público entregado, el primer capítulo va de cabeza al conflicto. El dilema del episodio es, ahí es nada, matar o no a Franco al inicio de la dictadura. Zas, a bocajarro. Aún estamos embobados viendo a Alonso convertido en un padrazo, a Julián vivo, a Irene derrochando ironía e inteligencia cuando en medio de la emoción de reencontrar a los personajes va la serie y se mete en semejante fregado tal y como tenemos ahora el panorama. Claro que asumir riesgos ha sido una constante de esta ficción que nunca deja de sorprender y a la que le cae de vez en cuando, como aquí, esa asombrosa y desde luego nada meditada acusación de equidistancia.
En palabras del subsecretario Salvador Martí (Jaime Blanch): “La misión del Ministerio es evitar que alguien reescriba nuestra historia y preservar nuestra memoria histórica”. Siempre rematado de un definitivo “el tiempo es el que es”. No voy yo a desmentir a Salvador, que menudo carácter se gasta, pero lo cierto es que la Historia es un relato y se puede contar de muchas maneras. La Historia ha sido en gran medida, bien lo sabemos, lo que han contado los vencedores y quienes detentan el poder. Ya, sí, los hechos y eso. Tal cosa sucedió y tal otra no. Vale, pero su interpretación, su significado, depende de cómo se miren. El relato de la Historia ha ido cambiando y seguirá haciéndolo, porque la historiografía añade puntos de vista, nuevos protagonistas que sí existían pero a los que no se les hacía caso: víctimas, mujeres, vencidos, pobres, gente marginada, etc.
Y como ese es el punto de vista de la serie, el de no se puede cambiar la historia pero es que en ella hay mucha más gente de la que pone en los manuales y otras formas de ver los acontecimientos históricos, centrándonos únicamente en esta temporada, aunque ejemplos hay en toda la serie, hemos podido oír cosas tan relevantes como: “Los reyes plantan su trono sobre los cuerpos de miles de soldados muertos”, “Picasso es un experto en machacar a grandes mujeres”, “La locura siempre ha sido una excusa cojonuda para quitar a las mujeres más válidas. No hay lugar a duda del lugar desde donde se escribe la serie y se mira a la Historia.
Y luego está ese conmovedor “Tanto tiempo después, España se acuerda de mí. Entonces he ganado yo, no ellos. Dejemos las cosas como están”, dicho por un Federico García Lorca maravillado ante la versión de Camarón de La leyenda del tiempo. Una escena que se ha convertido en viral y ya es historia de la televisión, y que ha provocado no pocos debates en torno a esa supuesta equidistancia y a un cierto conformismo. Equidistancia y conformismo que el tratamiento de la Historia que lleva a cabo la serie niega una y otra vez, tanto en la elección de temas y protagonistas como en la propia reflexión histórica que incorpora.
Tampoco conviene olvidar que esto es una serie, una ficción, no un tratado de historia. Si ha conseguido convertirse en el fenómeno que es, ha sido porque El Ministerio del tiempo es fantástica. Y lo es en varias de las acepciones del término. Primero, porque ese es su género, el fantástico. Esta es una serie de aventuras y fantasía. Su creador Javier Olivares no deja de repetirlo. Cuando entramos en la serie aceptamos unas reglas que están del lado de la fantasía, no de la ciencia ficción: ¿puertas? ¿para viajar por el tiempo? Pero, ¿de dónde han salido? Además, están en cualquier sitio: en un arcón, en un confesionario, algunas son portátiles y otras nadie las ha encontrado jamás. Aquí no hay explicación científica que valga, simplemente las puertas existen y las aceptamos como aceptamos la existencia de hadas o habichuelas mágicas en otros relatos fantásticos. Y como esta fantasía contiene una buena historia, unos personajes complejos e interesantes, unos conflictos narrativos de enjundia y un constante comentario sobre nuestro presente, el contrato que establecemos con la ficción funciona. Así que sí, puertas.
Pero apelo también a la cuarta acepción de la RAE del adjetivo fantástica: “magnífica, excelente”. Así es. Está bien escrita, bien interpretada, lo que nos cuenta tiene trascendencia. Nos hace llorar, reír, sufrir, pensar. Todo tiene cabida en ella y funciona de forma muy orgánica: drama, risas, vodevil, suspense, ciencia ficción, terror, distopía, comedia. Nunca pierde el sentido de la diversión. Y arriesga, de forma que cuando creemos que va a ir por un sitio acaba yendo por otro, como el quinto capítulo de esta cuarta temporada que ofreció algo distinto, muy de ciencia ficción pura, aunque profundamente arraigado en la esencia de la serie, ese “el tiempo es el que es”.
Queremos más. Más de ese Alonso defensor de la conciliación, de esa Irene feminista y lesbiana orgullosa, de ese Pacino chuleta e impulsivo, del nuevo Julián que no sabemos que nos reserva, de la nueva agente Carolina, que nos ha encantado en su primera misión (magnífica Manuela Vallés). Y queremos más momentazos, como el paseo de Velázquez por el Museo del Prado al ritmo de trap, los miniyós de Alonso y Julián o ese Stop in the name of love.
Porque nos hace mucha falta que siga una serie que puede convertir en trending topic a Lope de Vega, al Anacronópete, a Clara Campoamor o a Dora Maar; que suelta así como quien no quiere la cosa: "Ser independiente no está bien visto en este país", o se pregunta, en boca de un funcionario, “¿Cuándo se darán cuenta los gobernantes de que su labor esencial es velar por los gobernados?”, el mismo que afirma: “Nunca debimos reclutar aristócratas para el ministerio, ¡Es que no piensan más que en sí mismos!”. Necesitamos una serie que no tiene problemas en darle la vuelta al mito del Cid, en convertir a Felipe II en un tirano emperador del mundo y del tiempo y en dedicar un capítulo a Las Sinsombrero. Y que nunca olvida su dimensión política, como cuando defiende lo público sin olvidarse de las reglas de la ficción y la diversión: “Privatizar los viajes por el tiempo, pero en qué cabeza cabe semejante disparate. Es que hay cosas que no se pueden privatizar, como la educación o la sanidad o los viajes por el tiempo.” Nos quedan solo tres capítulos y vaya usted a saber si habrá otra temporada. Esa maldita incertidumbre. ¡Yipikayei, hideputas!