VALÈNCIA. Entras a tu librería de toda la vida, recorres con la mirada los volúmenes que esperan ordenadamente en los estantes, acaricias algún lomo (después de la preceptiva dosis de gel hidroalcohólico), ignoras tres o cuatro títulos…y entonces la ves: ahí está esa portada que te hipnotiza, que te embelesa, que atrae igual que a VOX le atrae la falta de respeto a los Derechos Humanos. Lleva casi un siglo siendo un lugar común eso de decir que vivimos bombardeados de imágenes, pero no por ello deja de ser cierto. Y, sin embargo, en un ecosistema tan plagado de estímulos visuales, todavía hay cubiertas de libros que se te quedan grabadas a fuego en la corteza cerebral, que te inundan las pupilas y te vuelven tarumba. Tampoco todo el monte es diseño de nivelazo, seamos realistas: en el infierno del grafismo hay un lugar reservado para quienes decir utilizar un fotograma de una película pera reeditar títulos que acaban de ser adaptados a la gran pantalla. Pero como si estuviéramos puestísimos de autoayuda made in Paulo Coelho, no nos centremos en lo negativo.
Hoy en Culturplaza le enmendamos la plana a la sabiduría popular y nos lanzamos a defender que es una práctica maravillosa eso de juzgar un libro por su portada. Y no lo hacemos solitos, sino que hemos convoyado a unos cuantos profesionales del sector libresco para que compartan sus experiencias en esto de ponerle fachada a un texto.
Rompe el hielo Vicente Ferrer, editor de Media Vaca junto a Begoña Lobo y para quien una portada es “un aspecto fundamental a la hora de lanzar un libro al mercado. Tiene que ser atractiva, tiene que llamar la atención, ser algo vistoso que destaque entre el resto de volúmenes. Además, debe decir algo de la obra, transmitir su esencia”. En su opinión, el primer paso de toda esta cadena de tareas creativas radica en tener claro “qué esperas de ese título, qué idea te has formado de él y a quién va dirigidos. Quizás por todo ese mimo que él pone, critica que algunos sellos “cuidan mucho la tapa y no tanto el contenido interior, hay en ellos algo que chirría entre un trabajo y el otro, no congenian. A nosotros nos gusta que el libro sea un todo”.
Por su parte, Juan Romero, impulsor de Litera, subraya que “lo primordial de una portada es que sea honesta, fiel al contenido y comunique lo que te vas a encontrar dentro. Y no siempre lo consigues”. En este punto, se lanza al ruedo para desmitificar la omnipotencia de las cubiertas a la hora de captar lectores: “tiene un valor indiscutible, pero no creo que sea tan relevante como pueda parecer. Un libro se lee si cuenta con una audiencia interesada en él. Si haces una portada genial pero el volumen no suscita interés, no se vende”. “Las microeditoriales solemos cuidar mucho el aspecto del libro, la imagen, el diseño... En mi caso, decantarme por una propuesta visual u otra es sobre todo una cuestión de intuición. Las veo y algo me dice si puede funcionar o no”, sostiene Alberto Haller, fundador de Barlin, que lleva dos años consecutivos triunfando en los premios de la Generalitat a los libros mejor editados.
Pegaos un garbeo por su mercancía y podréis comprobarlo: uno de los signos distintivos de Sembra Llibres es el hecho de que sus portadas incluyen siempre ilustraciones, muy distintas entre ellas, pero ilustraciones. “Eso permite al público reconocer fácilmente nuestras piezas y además creo que aporta una estética especial y moderna. Por ello, cuando comenzamos a plantear la producción de cada libro, vamos pensando en distintos creadores que pueden tener buena sintonía con esa obra”, sostiene Mercè Pérez, alma del proyecto.
Tener feeling con un libro ajeno
En el caso de los diseñadores e ilustradores encargados de pintar esa fachada literaria de la que antes hablábamos, al puro reto creativo se le suma otra cuestión: tener que entrar en conexión, en simbiosis artística con un texto que ha escrito otra persona. Toca preguntarse cómo lo consiguen.
“Una portada ha de ser una promesa de lo que hay dentro del volumen, pero no debe desvelar nada de la trama para no hacer un espóiler. Debe ser potente y, en muchas ocasiones, incluso se acerca a lo que podríamos considerar poesía visual”, explica la ilustradora Aitana Carrasco. Y aquí llega una pregunta indiscreta: ¿qué sucede cuando te toca realizar la tapa de un libro que te ha horrorizado o te ha generado un aburrimiento cercano a la narcolepsia? “Para mí es fundamental leerte el libro, la ilustradora es como una intérprete de piano: quizás la partitura no la has compuesto tú, pero debes darle la intensidad y el ritmo que la pieza merece. Creo que un buen ilustrador ha de ser un buen lector”, sostiene Carrasco.
Durante este proceso de lectura, entusiasta en la mayoría de casos y algo resignado a veces, esta ilustradora va subrayando “pasajes y palabras clave”. “También voy apuntando en los márgenes sensaciones que me transmite el libro o ideas que se me van ocurriendo. A partir de ahí empiezo a jugar con ellas”, indica. Y aquí, aviso a navegantes, Carrasco nos advierte de un peligro que surca sigiloso los mares de la creación: acabar recurriendo a imágenes y recursos que ya se han usado ochocientas veces. Llaves, ventanas, manos… ya sabéis el inconsciente colectivo de nuestro amigo Jung. “Por eso, cuando ya tengo una idea más o menos formada, busco a ver qué otras cosas similares se han hecho, para intentar no caer en metáforas muy manidas”. No habla de oídas: cuando le encargaron realizar la portada de La metamorfosis para Sembra se convirtió en una experta en recopilar las miles de cubiertas que ya se habían realizado para este clásico: “tengo una carpeta llena de imágenes de cucacharas con la cara de Kafka”, comenta entre risas.
Para la ilustradora Helga Ambak, resulta imprescindible “establecer una buena comunicación con los editores para que te transmitan el espíritu y las esencias del libro. Algunos te dan total libertad y otros te marcan unas directrices estéticas más concretas. Yo investigo sobre el autor y, partir de ahí, creo un imaginario e intento no caer en banalidades. Se trata de buscar nuevas soluciones visuales que funcionen y no resulten repetitivas. Una vez acotadas las ideas hay que dejarlas macerar y a partir de ahí comenzar a dibujar y probar”. “Al final la portada es el primer impacto que reciben los posibles clientes, y solo tienes una oportunidad de generar ese primer impacto”, afirma.
Libros de su padre y de su madre
Si oteamos el panorama editorial contemporáneo podemos identificar dos grandes corrientes en lo que a diseño se refiere: de un lado, sellos que apuestan por publicar libros con personalidad propia, títulos con una entidad independiente al resto del catálogo al que pertenecen. Frente a estos volúmenes de su padre y de su madre, encontramos otros integrados en colecciones con un diseño homogéneo y fácil de identificar.
Litera está especializada en libros que abordan distintos aspectos de la crianza y, desde ese prisma, Romero decidió que “era adecuado que cada uno tuviera unas características propias según sus necesidades. Cada volumen pedía un tamaño, una extensión…y decidimos priorizar esa singularidad. Esto supone un reto apasionante pero también implica dedicar grandes esfuerzos”. Le toca el turno a Haller, quien señala que la decisión de que cada libro de Barlin tuviera un aspecto completamente distinto al resto del catálogo fue una decisión “tomada conscientemente desde el principio. Me decanté por esta opción porque al ser una editorial de no-ficción, tocamos una gran amplitud de temas y con cada título nos dirigimos a un público específico. Así que no tenía mucho sentido crear una imagen de marca homogénea”.
“Cada creador imprime a su portada su sello personal acorde con la temática abordada: en una novela como La Cabra, la ilustración tiene un punto más dulce y cómico; mientras que en obras mucho más duras como Vernon Subutex, es necesario apostar por imágenes más duras y oscuras.”, apuntan en Sembra. “No queremos dejarnos llevar por las modas, así que nos documentamos mucho sobre proyectos similares: cómo se ha tratado en otras ediciones y épocas, qué ilustradores han trabajado temas parecidos… Y, por supuesto, investigamos en la historia del arte, que para nosotros es la mayor fuente de inspiración”, narran desde Media Vaca.
En el caso de Bromera la carambola es triple, ya que se trata de una editorial con una gran cantidad de colecciones muy diferenciadas cuyos títulos, por una parte, deben guardar coherencia entre ellos, pero que, además, han de encajar en mayor o menor medida dentro de esa metrópolis literaria que compone su catálogo. “Nuestro objetivo es mantener la línea gráfica de la compañía, esos diseños tan marcados que llevan años con nosotros casi desde sus inicios”, apunta Carles Barrios diseñador de la empresa.
Una portada, 378 voces distintas
Al colocar en la estantería del salón nuestra caza literaria recién adquirida, quizás no seamos conscientes de la travesía que ha vivido ese volumen antes de convertirse en una realidad palpable. Y es que, ya solamente confeccionar la portada implica las interacciones de editores, diseñadores, ilustradores, editores, fotógrafos y, por supuesto de los propios autores. Un juego de voces y sensibilidades creativas en el que no siempre es difícil lograr un equilibrio satisfactorio.
“Es importante que esa portada responda a la intención y el trabajo del autor, pero también debe ser coherente con la línea editorial. El resultado final, ese traje que le ponemos al libro, ha de satisfacer a todas las partes y ser un trabajo en equipo”, apunta Vicente Ferrer, editor de títulos como No hay tiempo para jugar, Pelo de zanahoria o Así es la dictadura . Por su parte, el responsable de Barlin asegura que siempre da “carta blanca” a las diseñadoras con las que trabaja, “pero a veces es necesario realizar algunos retoques para conseguir un mayor equilibro entre el aspecto artístico de la portada y su vertiente más comercial. Al final, no podemos perder de vista que necesitamos la rentabilidad de los títulos que publicamos”.
A estas alturas del camino, Carrasco pone los pies en el suelo y admite que “por muy estupenda que sea tu ilustración puede que después no cuaje bien con la tipografía que emplea el portadista, la gama de colores de la colección, los módulos en los que se coloca el logo y el título … No quiere decir que tu propuesta esté mal, sino que no va en la onda de esa colección. Debes ser versátil”. En esos momentos en los que la química creativa entre unos profesionales y otros la única fórmula es seguir probando: “a veces la primera idea es la buena, funciona perfectamente, pero en otras ocasiones te ves obligada a ir haciendo versiones y versiones”, expresa Carrasco. “A menudo los autores ya vienen con una idea bastante definida de cómo quieren que luzca su libro. Y ahí eres tú como ilustradora quien debe tomar esos conceptos y hacerlos tuyos, trasladarlos a tu estilo.
Poner en marcha de cero un libro hasta convertir en un objeto palpable implica toda una odisea. Pero la cuestión tampoco es más sencilla cuando se trata de reeditar títulos que ya llevan décadas en el imaginario colectivo o que han formado parte de la educación sentimental de muchos. Toca en ese caso demostrar que tu versión vale tanto la pena como aquella que se leyeron con 20 años. Y ya se sabe que la nostalgia es una bestia cruel y despiadada. “Nos pasa mucho en la colección de clásicos: en las librerías y bibliotecas ya existen muchas ediciones de Terra Baixa o El cor de les tenebres. Así que aquí nuestra misión es expresar a través de la cubierta que nuestro ejemplar es diferente”, apunta Pérez para quien esta vuelta de tuerca del imaginario popular supone “todo un reto: tenemos que romper con la tradición gráfica que se ha llevado hasta ese momento, renovar esa estética ya conocida y hacer que los lectores decidan llevárselo a casa”.
La guerra de las fajas
Y si hablamos de portadas y libros, resulta imprescindible hacer una pequeña incursión en la polémica de las fajas editoriales. Eficaz herramienta de promoción para algunos, incordio que ensucia la fachada libresca para otros. El debate está servido.
“Además de que tapan las cubiertas, no creo que las fajas digan cosas con mucho sentido… No me interesan mucho esas fajas que indican cuántos ejemplares se han vendido, ya que eso no indica nada sobre su calidad, sino que te habla de que el título ha sido un éxito de márquetin”, considera Ferrer. Menos tajante hacia estas polémicas tiras de papel se muestra Mercè Pérez: “en su justa medida todo tiene sentido: una faja pequeña que no rompa el trabajo de la portada puede funcionar. No solamente por una cuestión publicitaria sino también como soporte para poder dar alguna información extra del libro: si has añadido algún prólogo, has ampliado alguna parte…
En cualquier caso, como relata Helga Ambak “hay editoriales innovadoras que están experimentando con las fajas y las incorporan como un recurso estético que dialoga con los elementos de la portada. Pero todavía existen empresas más clásicas que no se han dado cuenta de que pueden trabajar en fajas creativas y que se integren en todo el diseño”.
Con faja o sin faja, minimalistas o exuberantes, tiernas o provocadoras… Cada portada es una invitación para embarcarse en esa singladura por mares de celulosa que es la lectura ‘disfrutona’. Y nos esperan largas noches de toque de queda para lanzarnos a ella con goce salvaje.